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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (82 page)

BOOK: Assur
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Atendiendo las pequeñas rosas silvestres que poblaban el jardín de su residencia, el obispo Rosendo vio al infanzón departir unos instantes con Adosindo, siempre preocupado por perturbar los escasos momentos de paz de los que disponía recordándole alguno de sus infinitos quehaceres. Finalmente, Gutier alzó la mano con gesto hosco y el secretario se retiró entre gestos contrariados.

Desde Adóbrica, Gutier arrastraba una cojera provocada por el tajo mal curado de su pierna, que ya había sido lastimada con anterioridad, y el obispo imaginó que el viaje hasta las nuevas tierras de Placentiz, aunque corto, debía de haber sido duro, pues el infanzón renqueaba ostensiblemente.

—Placentiz aceptará el desempeño, pero quiere recibir recado del rey de que tiene la concesión del condado —anunció el infanzón tras las salutaciones de rigor.

—¿Qué tal la pierna? —preguntó afablemente el obispo sin dejar de mirar los pétalos de una apretada corona del color del vino, restándole importancia a la noticia que el infanzón le había traído.

Gutier ya estaba acostumbrado a las erráticas conversaciones del obispo, así que se limitó a contestar:

—Hace unos años, cuando tenía que pasar desapercibido, solía fingir alguna dolencia de la espalda o de las corvas y me hacía pasar por cojo o lisiado —dijo masajeándose la pierna—. Supongo que el Señor me ha hecho cargar con esta penitencia por aquellos pecados…

En los ojos francos del obispo brilló algo.

Furco, que ya no era un cachorro que se entretuviese lanzando dentelladas a las moscas, intuyó que los hombres hablarían por un rato más, y se tumbó con un soplido después de dar un par de vueltas sobre sí mismo para allanar la hierba al pie de los rosales del obispo.

—Fuisteis novicio de San Justo de Ardón, ¿no es así?

Gutier, que con los años había aprendido a aceptar que el obispo solía llevar sus pensamientos dos o tres pasos por delante de los de aquellos que le rodeaban, no dijo nada.

—Y respecto a esas aspiraciones de las que me habéis hablado… ¿Seguís deseando volver?

Gutier contuvo su satisfacción lo mejor que pudo, queriendo ser prudente por si las tornas cambiaban.

—Sí, claro que sí. Especialmente ahora que mi hermana menor ya se ha desposado. Nada más tengo pendiente de este mundo terrenal, y nada me gustaría más que dedicar los días que me quedan a la paz del claustro y a los textos del
scriptorium
.

Rosendo afirmó inclinando el rostro y echando una mirada desconfiada al lobo, que incluso con sus grandes ojos cerrados y la cabeza apoyada en las manos, como la tenía, le seguía pareciendo amenazador.

—Bien, bien…

Gutier esperó escuchar algo más.

—Por cierto, debéis partir a León para acompañar a una muchacha que entrará como novicia en el convento de San Pelayo, es la huérfana de la que ya os he hablado alguna vez, ¿la conocéis?

—No, no la conozco, pero haré lo que se me diga.

Rosendo asintió complacido.

—Bueno, no importa, la conoceréis de camino, creo que os gustará. —El obispo revolvió las manos como queriendo deshacerse de sus últimas palabras—. Hablad con Adosindo antes de partir —continuó más resuelto—, él tiene una vitela con mi sello para que se la llevéis a la abadesa de San Pelayo. No ha mucho que han trasladado los restos del niño mártir desde Córdoba, es una comunidad joven que aún precisa de guía y sentido, y creo que la abadesa agradecerá la incorporación de una nueva novicia.

Gutier, entendiendo que ya no había nada más de que hablar, se dispuso a dar media vuelta cuando Rosendo le hizo una seña.

—Por cierto…, también le menciono a la abadesa que os ayude a entrar de nuevo bajo la regla en San Justo o en cualquier otro cenobio que deseéis —anunció Rosendo con picardía.

Cuando la vio algo le resultó familiar.

La mañana, diáfana, tenía la luz tensa del otoño. Y aun con el buen tiempo Compostela olía a la humedad curtida que se enraizaba en sus piedras. El cielo limpio parecía un lienzo que alguien hubiera entintado con maestría. Y en el obispado cada uno atendía a lo suyo como en cualquier otro día, había mucho que hacer y Rosendo era un hombre exigente.

La muchacha, en esa edad en que los encantos pasan de despertar ternura a despertar interés, caminaba resuelta tras Adosindo, que le hablaba de León y de su alfoz.

Gutier, que atusaba las crines de Zabazoque con cariño, los vio acercarse con el rabillo del ojo, y no tuvo tiempo de preguntarse de qué le sonaba aquel bonito rostro de ojos vivos. Furco gañó llamando su atención y, antes de que pudiera hacer nada, el lobo salió disparado como una flecha, directo hacia el secretario del obispo y la muchacha.

Gutier se temió lo peor, él no olvidaba que el lobo le obedecía cuando le parecía conveniente, y no olvidaba que solo Assur había sido capaz de domeñarlo; si quería detener la masacre, tendría que matar al pobre animal.

El infanzón sabía que Furco era amigo de enseñar los dientes a cualquiera que armase barullo a su alrededor, o a quienquiera que intentase acariciarlo, pero no podía imaginar qué podía haberlo hecho reaccionar de un modo tan inesperado.

Aunque hasta entonces Furco no había hecho nada semejante, Gutier no pudo evitar los negros presagios que lo inundaron. Por un instante, imaginó al lobo lanzándose sobre el cuello de la muchachita.

Adosindo corría asustado. La niña se había quedado paralizada. El infanzón, comprensivamente, supuso que el horror de ver al lobo marchar hacia ella a toda prisa la había privado de voluntad.

Furco llegó hasta la muchacha antes de que Gutier tuviera tiempo de desenvainar. El lobo saltó y el leonés no pudo evitar encogerse de hombros. Pero cuando la bestia cayó encima de la joven, no le mordió el cuello como un perro sarnoso escapado del infierno, como el infanzón lo había visto hacer años atrás con los nórdicos. Le cubrió la cara de dulces lametones. Y a Gutier el mentón le llegó al pecho con la sorpresa.

—¡Furco! ¡Furco! —exclamaba la muchacha llena de júbilo.

La jovencita lloraba llenando su rostro de lágrimas. El lobo gañía como un cachorro inquieto y se movía de un lado a otro, revolviendo su cabezota parda y gris. Hocicaba en el cuello de la muchacha y le arrancaba risotadas sinceras que entrecortaban su llanto.

Adosindo, todavía con los bajos del hábito prendidos en sus frágiles manos, seguía corriendo, y dando gritos agudos que pronto reunieron a una multitud que lo miraba con incredulidad.

En un instante todo el recinto del obispado se convirtió en una casa de locos, y hubo quien dio la voz de alarma haciendo que otros salieran a toda prisa hacia las cocinas con cubos de agua con que sofocar el incendio. Y al patio principal bajaron los tres o cuatro infanzones que andaban aquellos días por el obispado, listos para el combate. Alguno hubo que pensó que atacaban los sarracenos o que volvían los nórdicos.

Aunque Adosindo, en lugar de responder a las preguntas inquietas de los alarmados curiosos, siguió corriendo sin echar la vista atrás; ante lo que las mozas de las cocinas, dándose cuenta de que no corrían peligro alguno, compartieron chanzas y burlas, imitando los gestos amanerados del endeble sacerdote.

Furco empezó a dar vueltas alrededor de la joven, que pudo incorporarse y arreglarse las ropas enmarañadas. Y, de cuando en cuando, con evidente contento, buscaba una mano que le palmease entre las orejas. Gutier solo lo había visto comportarse así con el propio Assur.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el infanzón mirando los ángulos de aquel rostro que se le hacía conocido.

—Ilduara, me llamo Ilduara Ribadulla, mi señor —contestó la joven acariciando el cuello del lobo mientras el animal cerraba los ojos encantado.

Y entonces Gutier comprendió.

Eran hombres y no pájaros, pero se movían con la habilidad y el sigilo de las grandes águilas que, tantos años atrás, Assur había visto cazar en el valle del Valcarce.

Tyrkir pasó la mano por su herida, restañando la sangre con cuidado de no mover el astil roto; pero la flecha había entrado de través y el tajo era amplio, lo que hacía difícil el gesto. Pese al cuidado movimiento del contramaestre, la fina vara de madera vibró con la presión de su mano en la carne abierta y no pudo evitar que se le escapase un gruñido ronco. El Sureño escrutaba las sombras del bosque buscando a aquellos enemigos inesperados; antes de que cayese el siguiente trueno, que lo obligó a enmudecer, tuvo el tiempo justo de advertir a Assur.

—Son rápidos, llevan arcos y mazas, pero creo que no tienen espadas o hachas… De momento no he podido abatir a ninguno, y no tengo ni idea de cuántos son… Se cubren con el bosque, son como sombras…

Assur aceptó la descripción con un leve asentimiento. Escudriñaba la noche a través de las cortinas de agua fría que el cielo descargaba. En su interior rebullían mil preguntas que necesitaban respuesta, quería seguir hablando con Karlsefni; pero tuvo que forzarse a asumir que no era el momento adecuado, había causas más inmediatas a las que prestar atención.

El tremor del trueno llegó a la vez que el resplandor del relámpago: la tormenta estaba sobre ellos. Justo antes de que el ensordecedor tamborileo creciese hasta hacer retumbar la tierra que pisaba, Assur vio una silueta que se movía agazapada entre los primeros árboles del bosque, allá donde entre los altos troncos se entremezclaban los tocones que Helgi y Finnbogi habían dejado.

—Debemos agruparnos, ¡vayamos hacia las
skalis
! —gritó Assur intentando hacerse oír por encima del estruendo que los envolvía.

Mirando fijamente el cadáver de Bram, Tyrkir afirmó moviendo la cabeza y el hispano comprendió que aquellos hombres llevaban demasiados años juntos como para que despedirse fuera fácil. Sin embargo, Assur no le dio al Sureño el tiempo que merecía. Tenían que buscar un lugar con el que guardar la espalda para evitar que los rodeasen.

—¡Vamos!

Su carrera fue evidente para algunos más, que intuyeron la idea y se les unieron. Assur tomó una decisión. La
skali
de más al sur, asentada en un meandro del río, justo aguas arriba del puente y la forja, tenía una fachada que daba al bosque, donde se amontonaban un pequeño almacén y el improvisado secadero de las pieles. Si se resguardaban allí, solo podrían ser atacados desde un angosto espacio abierto. De espaldas a la
skali,
aquellos hombres de las sombras solo podrían echárseles encima si cruzaban el vano entre el secadero y el almacén.

Pequeñas bolas de duro granizo empezaron a caer entre intensas rachas de viento. Al llegar al suelo bailaban chapoteando sobre los infinitos charcos. El frío los cubrió y un rayo cayó sobre la forja, y la techumbre, resecada por el calor de los fuegos, quiso prender a pesar de la intensidad de la lluvia.

Cuando Assur echó cuentas, se vio rodeado de apenas una docena de hombres. Se alegró de poder confiar en la fuerza de Helgi, la veteranía de Tyrkir, o la valentía fanfarrona de Halfdan. Pero el que más le preocupaba, porque desde poco antes se había convertido en el más importante de todos para él, no estaba allí. Karlsefni no le había caído nunca bien, era de esa clase de hombres mediocres que acude al halago y no a las acciones para hacerse valer, y nunca entendió por qué Leif lo había admitido en la tripulación del Gnod. Sin embargo, Assur necesitaba desesperadamente que Karlsefni sobreviviese, porque había preguntas que requerían respuestas que llevaban esperando años, y solo él podía dárselas.

Una flecha pasó junto a la mejilla de Assur y se clavó en el cuello de uno al que llamaban el Negro. El viento y el granizo terminaron de abatirlo, antes de lo que se tarda en recorrer cien pasos, murió desangrado, abriendo sus labios en inútiles y crueles bocanadas que trajeron hasta Assur el horror de la guerra. Todos se pusieron en guardia. Pero no sirvió de mucho. Ni siquiera veían contra quién peleaban.

Assur no sabía si los que faltaban estaban dispersos o si formaban un grupo como el suyo en algún otro lugar del campamento. O si estaban todos muertos.

—Bastardos hijos de perras tiñosas, ¡venid aquí!, ¡dad la cara! —gritó Halfdan hacia el bosque.

Kitpu no había esperado que los acontecimientos se hubieran precipitado de aquel modo; ya no había vuelta atrás. Ni siquiera sabía cómo había empezado, pero lo había hecho y ahora tenía que ponerle remedio. Y aunque no le gustaba lo que debía hacer, era pesarosamente consciente de que no le quedaba otra opción, no podía correr riesgos. A los que podían verlo les hizo las señas con las manos y les pidió que pasaran su mensaje a los demás. El
sagamo
sabía que antes de que el cielo volviera a abrirse con un relámpago todos los suyos conocerían sus órdenes. Ninguno de aquellos extranjeros podía quedar con vida.

Abooksigun entendió lo que las manos de Kitpu le decían. Agachado entre las grandes raíces de uno de los tocones de los árboles que aquellos extranjeros habían talado, no lejos del cadáver de su hermano y los cuerpos de dos extranjeros, el mi’kmaq intentó no pensar en cómo tendría que decirle a su padre que había perdido a uno de sus hijos en la batalla. Pero Abooksigun sabía lo que su padre le preguntaría, y también lo que su hermano hubiera querido.

Había visto a los extranjeros agruparse, uno que debía de ser su
sagamo
los había reunido frente a una de aquellas extrañas cabañas. Y Abooksigun decidió que era mejor empezar por los que estaban desperdigados, serían blancos más fáciles. Pese a que la noche y la tormenta le ayudaban a pasar desapercibido, se mantuvo agachado. Buscando la orilla del río, caminó encorvando, zigzagueando entre los arbustos, los árboles y los tocones. El granizo caía picando su piel y le obligaba a concentrarse en alejar el dolor. Cuando llegó a la ribera, otros dos guerreros se le habían unido.

Leif había pensado que el barullo se debía a la tormenta y no se dio cuenta de lo que sucedía hasta que, a la parpadeante luz de un relámpago, pudo ver como Bram era abatido por un extraño que no llevaba más ropa que unos pantalones estrafalarios. Al principio pensó que la luz indecisa del rayo le había jugado una mala pasada, le había parecido que aquel hombre tenía el rostro rojo como la sangre. Luego, cuatro pasos le sirvieron para descubrir que Bram y Finnbogi yacían inmóviles sobre la hierba. Antes de saber qué estaba pasando, la tormenta estalló con fuerza y Karlsefni vino corriendo hacia él entre grandes aspavientos.

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