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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Azabache (18 page)

BOOK: Azabache
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Aquéllos eran sin duda los feroces «motilones» que habían preferido mantenerse ocultos durante el tiempo que los «peregrinos» habían tardado en atravesar su territorio, pero que ahora no dudaban en hacer acto de presencia, como si con ello quisieran demostrar su auténtico poder.

Les hubiera bastado con lanzar unas cuantas flechas, o hacer rodar una piedra para acabar con los intrusos, pero se limitaron a permanecer tan inmóviles como los propios árboles sobre los que se encaramaban, atentos tan sólo a disfrutar del posible placer de ver cómo se rompían la crisma contra las rocas.

No le comentó su descubrimiento a la negra, consciente de que saberse observada era cuanto necesitaba para perder los nervios y dejarse atrapar por el imán del vértigo, y tan sólo se limitó a lanzar un suspiro de alivio cuando un saliente de roca los ocultó a la vista.

A media tarde alcanzaron por fin las márgenes de la oscura torrentera, para descubrir, maravillados, que en un terraplén de arcilla que nacía casi al borde mismo del agua anidaban millones de pequeños avechuchos.

Entraron a saco en ellos pese a los graznidos de protesta de sus furiosos propietarios, por lo que muy pronto se pusieron a reventar de pequeños huevos semejantes a los de las codornices, pese a que algunos despedían un leve olor a pescado.

Al día siguiente, y mientras bordeaban el riachuelo buscando un punto por el que reiniciar la ascensión, desembocaron de improviso en una especie de inmensa hoya en la que las aguas se remansaban antes de caer formando una espumosa cola de caballo, y era tal la cantidad de peces que allí parecían haberse dado cita, que casi bastaba con alargar la mano para apoderarse de uno de ellos.

Era aquélla, sin duda, la razón por la que proliferaban de tal modo los pajarracos de afilado pico, que por lo visto habían encontrado en la paradisíaca laguna despensa inagotable donde llenarse el buche, muy cerca de un cómodo hogar en el que apenas necesitaban cavar unos centímetros para proporcionarle cálido nido a sus crías.

El canario decidió que, imitando a las aves, aquél constituía sin duda un magnífico lugar en el que recuperar fuerzas, y lo mismo debían haber pensado otros muchos «peregrinos», puesto que aquí y allá se distinguían en la orilla restos de viejas hogueras e incluso de una tosca choza tiempo atrás derruida.

—Podríamos esperar aquí la llegada del niño —aventuró tras darse un prolongado y reconfortante baño en las quietas aguas de la poza—. Tenemos peces, huevos, carne y probablemente frutos silvestres corriente abajo. ¿Qué más podemos necesitar?

Ella se limitó a alzar la vista hacia la cima del acantilado que se recortaba contra un cielo de un gris plomizo amenazante y musitar:

—Primero tenemos que subir y pedirle al «Gran Blanco» que haga algo por mi hijo.

—¿Y crees que una simple montaña va a escucharte? —se lamentó
Cienfuegos
—. ¡Vamos! Deja ya de soñar. ¿No se te ha ocurrido pensar que toda esta historia tal vez sea un invento de unas mujeres que lo único que querían era alejarte del poblado?

—Lo he pensado —replicó ella de mala gana—. Desde anoche no pienso en otra cosa, pero me niego a creer que Yakaré lo aceptara.

—Yakaré nada sabía de tu viaje.

—Es cierto —admitió—. Yakaré nada sabía de mi viaje. —Jugueteó con un diminuto escarabajo que correteaba junto a su mano y por último, sin alzar el rostro, añadió—: Aunque quizá de haberlo sabido tampoco lo hubiera impedido. —Negó con la cabeza como si estuviera tratando de convencerse de algo a sí misma—. Me esfuerzo por creer lo contrario, pero a menudo me asalta la sensación de que si en un principio le gusté por ser diferente al resto de las mujeres, más tarde dejé de gustarle por lo mismo. Es duro ser negra en tierra de blancos —concluyó con amargura—. Muy, muy duro.

—Imagino que el problema no estriba tanto en el color como en el hecho de ser distinto —puntualizó el gomero—. Indios y españoles tienen una piel semejante y sin embargo se aborrecen. —Lanzó un escupitajo al agua—. Y no lo entiendo —masculló—. ¡Por Dios que no lo entiendo! Para mí son todos iguales.

Lo eran, en efecto, y aquélla constituiría siempre una característica esencial que distinguiría a
Cienfuegos
de la mayoría de los seres humanos; ya que ni en su corazón ni en su cabeza anidó jamás el más leve tinte racista, quizá porque él mismo había nacido de una mezcla de sangres aragonesa y guanche, mestizo en una época en la que aún tal palabra carecía de tan terribles significados negativos, puesto que tuvo que ser su propio hijo, años más tarde, quien en primer lugar tomase plena conciencia de lo cruel que podía llegar a ser semejante apelativo.

Cualquier otro hombre menos abierto a todas las ideas de lo que llegaba a serlo el pelirrojo cabrero, raramente hubiera conseguido adaptarse con la naturalidad con que él se adaptó, a las mil circunstancias adversas que le tocó vivir, ni nadie sin la sincera comprensión de que él tan a menudo hacía gala, hubiera sabido relacionarse con tantos individuos diferentes como los que llegó a tratar durante sus múltiples andanzas.

Su innegable éxito como superviviente y como ser humano excepcional, se basó en el hecho de que siempre fue como una esponja que sabía absorber cualquier enseñanza viniera de donde quiera que viniese, ya que sabía ver, escuchar y asimilar, y su cerebro parecía estar compuesto de una mezcla tal de primitivismo y agudeza, que nada había sobre la faz de la tierra que no consiguiera captar al primer golpe de vista.

Un niño y un viejo compartían su macizo cuerpo de hombre, y su mente mantenía de continuo un delicado equilibrio entre la más auténtica simplicidad y la más retorcida picardía.

Gracias a ello, aún seguía con vida, y pese a todos los avatares que el destino se había complacido en depararle, aún conservaba intacto su muy particular sentido del humor, y sus inagotables deseos de confiar en que algún día sus pasos acabarían encaminándose al fin hacia aquella prodigiosa y deseada ciudad de Sevilla en la que una mujer a la que hacía ya seis años que había visto por última vez, continuaría esperándole.

Apenas una semana consiguió retener a la impaciente
Azabache
antes de que amenazara con emprender a solas la ascensión si no se decidía a acompañarla.

—Subamos —suplicaba—. Pidámosle al «Gran Blanco» que mi hijo no herede este color de piel, y si quieres regresaremos luego aquí a esperar a que nazca. Es un lugar tan bueno como cualquier otro para dar a luz.

Siete veces pareció a punto de precipitarse al abismo, y otras tantas estuvo atento el gomero a sostenerla, y fueron aquellos dos interminables días de trepar por una lisa pared de roca, los más agotadores que madre alguna tuviera que padecer por el futuro de su hijo.

La noche la pasaron sobre una cornisa de no más de un metro de ancho, y
Cienfuegos
se vio en la necesidad de mantenerse en vela, ya que la agotada
Azabache
cayó rendida en cuanto cerró los ojos, pero la inquietud de su sueño obligaba a temer que en cualquier momento podía dar media vuelta y hundirse para siempre en las tinieblas.

El cabrero la aferraba fuertemente por un brazo, procurando no despertarla pero sin aflojar tampoco la presión lo suficiente como para que pudiera escurrírsele, y fue esa tensión y ese miedo a perderla lo que le agotó más aún que la ascensión en sí, hasta el punto de que cuando a la tarde siguiente coronaron la cima y pisó al fin terreno llano, se derrumbó de improviso como si un rayo le hubiera fulminado para siempre.

Despertó sin embargo totalmente descansado y fresco y no le sorprendió descubrir que la negra parecía no haberse movido de su lado, por lo que le dedicó una ancha sonrisa de agradecimiento.

—¿Todo bien? —quiso saber.

Ella asintió al tiempo que alzaba el rostro.

—Todo bien, excepto por esos inmensos pajarracos que no paran de dar vueltas. ¡Me asustan!

El gomero siguió la dirección de su mirada y distinguió en efecto a una pareja de gigantescos cóndores de más de dos metros de envergadura que giraban pacientes muy por encima de la cumbre de la altísima montaña.

—Son gorriones —musitó quedamente.

—¿Gorriones? —se asombró ella—. ¿De ese tamaño?

—Aquí a los lagartos les llaman «caimanes» y se comen a la gente —replicó él al tiempo que comenzaba a erguirse—. No me extrañaría por tanto que esos gorriones sean capaces de robar una cabra. Mejor nos vamos, porque si nos caga encima nos desnucan.

Reanudaron la marcha y a las tres horas de camino se abrió ante ellos un páramo húmedo y triste salpicado de diminutas lagunas y extraños matojos que semejaban cabezas de «indio» emplumado, al tiempo que espesas nubes cubrían el cielo, con lo que comenzó a gemir sobre la grisácea llanura un viento helado que obligaba a tiritar a una dahomeyana y un canario que jamás habían sufrido tan bajas temperaturas.

Los pies, descalzos, parecían arder cuando pisaban un charco oculto por una hierba resbaladiza y rala, las orejas amenazaban con caérsele a trozos, y
Cienfuegos
lanzó un sonoro reniego al descubrir que aquél era un nuevo enemigo al que jamás había aprendido a combatir en parte alguna.

—¡Manda cojones! —masculló malhumorado cuando se detuvo a orinar—. Hace unos días nos achicharrábamos y ahora casi se me ha perdido el pito con este frío. ¿Cómo hará el amor aquí la gente?

—¿Hacer el amor? —inquirió
Azabache
sorprendida—. Aquí se viene a rezar, no a hacer el amor. ¿Es que no puedes pensar en otra cosa?

—Ahora sí —admitió el cabrero dando diente con diente—. Te juro que ahora en lo único que pienso es en tumbarme al sol aunque fuera en pleno desierto. Aquel infierno era mil veces mejor que este frío.

Como si sus palabras hubieran sido escuchadas por alguien que parecía entretenerse en fastidiarle a todas horas, las nubes se alejaron hacia el este, el viento se calmó con su marcha, y un sol que, no lejos de la línea del ecuador, en pleno mediodía y casi a cuatro mil metros de altura, parecía haberse convertido en plomo derretido, les taladró el cerebro dejándoles de inmediato sin fuerza y sin aliento.

El brusco cambio de temperatura, podía rondar muy bien los cuarenta grados, y constituía aquél un choque tan violento, que hasta las negras rocas lo acusaban de tal forma que en los días sucesivos no les sorprendió escuchar de tanto en tanto el estallido de alguna de ellas que se quebraba en pedazos.

Lagartos verdinegros de diabólica apariencia nacían entonces de ocultas oquedades y semejaban viejas estatuas de bronce patronos que estuviesen robándole la vida a los furiosos rayos de aquel sol inclemente.

Pero cuando una aislada nube se interponía sólo un instante entre la fuente de calor y el alto páramo, nuevamente la temperatura caía cuarenta grados, desaparecían tragados por la tierra los lagartos y los seres humanos tenían la impresión de haberse convertido en espada al rojo que un invisible herrero sacaba de la fragua e introducía de súbito en el agua.

—¡Elegba, Elegba! —sollozó de improviso la africana—. ¿Por qué haces esto?

Y es que rompía en verdad el alma contemplarla, flaca; con el vientre hinchado como un globo; sucia y cubierta de heridas y arañazos; temblando de frío o sudando a mares; con los ojos enrojecidos y los cuarteados labios cubiertos de pústulas.

—¡Volvamos! —suplicó
Cienfuegos
, derrotado más por los padecimientos de su amiga que por su propio cansancio—. ¡Volvamos, por favor!

—Ya queda poco.

—¿Poco para qué? ¡No es más que una puta montaña!

—¡No! —replicó ella con extraña firmeza—. Es mucho más que una montaña. Estoy segura.

—Una montaña no es más que una montaña aquí o en La Gomera —protestó el isleño—. Y no creo que valga la pena perder la vida por verla más de cerca.

Se rascó la frente con gesto mecánico, y al tirar de un pequeño pellejo que se le había levantado, gran parte de la piel del rostro se le quedó en las manos como si se tratara de una máscara que hubiese llevado superpuesta.

—¡Dios bendito! —se alarmó—. ¡Qué coño es esto!

La dahomeyana sonrió apenas.

—Desventajas de ser blanco —señaló—. El sol y el viento te han abrasado por completo: —Se rascó la cara repetidas veces y le mostró las uñas—. A mí eso nunca va a ocurrirme.

—¡Si te digo yo que aquí todo es posible…! —masculló
Cienfuegos
malhumorado—. Me estoy quedando sin pito y sin pellejo. Apuesto a que mañana amanezco calvo. ¡Qué mierda de frío!

Reanudaron la marcha y avanzaban ahora como muertos vivientes o tal vez como borrachos, tropezando y dando tumbos, y pese a que la alta cima les marcaba el rumbo en un momento dado el canario tomó conciencia de dónde se encontraba para descubrir que
Azabache
se había desviado inexplicablemente, alejándose como hipnotizada y perdida toda noción de cuanto le rodeaba, hacia poniente.

Ni siquiera sus gritos, que a aquella altura y con el aire enrarecido parecían apagarse apenas surgidos de su garganta, consiguieron obligarla a volver a la realidad, y tuvo que correr tras ella y aferrarla por un brazo para obligarla a rectificar y retomar la dirección correcta.

Dos horas más tarde se detuvieron frente a las primeras nieves.

La observaron en silencio, indecisos ante la idea de tocarla, como asustados por aquella desconocida masa blanca que se adueñaba de todo en adelante, y que constituía una especie de silenciosa amenaza o de informe monstruo dispuesto a devorarles.

Había salido una vez más el sol y el calor volvía a ser insoportable, por lo que el contraste entre el aire y la nieve era aún más acusado, y de esta última les sorprendió su tacto, su textura, y la forma en que se licuaba en cuanto colocaban unos copos sobre la palma de la mano.

—¡Es agua! —se asombró la negra.

—Te lo dije. Agua que el frío espesa.

—¡Qué extraño! —La muchacha había tomado asiento sobre una roca y observaba el uniforme paisaje que se abría ante ella, y en el que únicamente destacaban las agujas basálticas que se alzaban aquí y allá como negros caprichos—. Cuando era niña creía que el mundo se limitaba al lago y la selva, luego descubrí el mar, por último el desierto, y ahora esto… —Alzó el rostro y le miró de frente—. ¿Pueden existir más cosas?

Cienfuegos
, que había tomado asiento a su vez y jugueteaba con una bola de nieve, se encogió de hombros admitiendo su absoluta ignorancia.

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