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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Azabache (20 page)

BOOK: Azabache
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Pero al amanecer arreció el frío.

Un viento lúgubre recorrió aullante la muerta llanura para trepar entre remolinos de nieve hasta la cima de la agreste montaña, cargando a la espalda heladas agujas que se clavaban en la carne amenazando con taladrar hasta los huesos.

Una luz gris, plomiza y muerta privó de relieves al paisaje convirtiéndolo todo en un dibujo plano de tonos sepias, y espesas nubes llegaban en legión del noroeste augurando un largo día sin sol que calentara el páramo.

Su primera intención fue convencer a la muchacha de que debían ponerse en camino cuanto antes, pero le bastó un corto intercambio de palabras para comprender que no estaba en condiciones de dar siquiera un paso; ya que en cuanto le golpeara el gélido cierzo exterior se derrumbaría como un fardo.

Fue en ese instante cuando del cielo comenzaron a desprenderse blancas plumas que se adueñaron de cuanto alcanzaba la vista, y el gomero y la dahomeyana se embobaron ante el prodigio de aquellos impalpables copos que caían mansamente, pero que no obstante cubrieron por completo el desolado paisaje de un espeso manto deslumbrante.

—De modo que así es como se forma —musitó para sus adentros el cabrero—. Es cosa de las nubes. Jamás vi nada igual, pero jamás vi tampoco nada capaz de causar tanto daño.

—Me voy a buscar leña y comida —dijo al fin en voz alta—. Espero estar de vuelta antes de que caiga la noche…

—No me dejes sola… —suplicó la africana.

—Si me quedo no viviremos mucho —fue la respuesta—. Con un buen fuego quizá resistamos hasta que estés en condiciones de emprender el regreso, pero así no. —Comenzó a escarbar con fuerza en el blando y seco suelo de la gruta—. Te enterraré hasta el pecho y estarás más caliente. —Le acarició con ternura las oscuras mejillas anegadas de lágrimas—. ¡Confía en mí! —pidió—. ¡Saldremos de ésta!

Le besó en la frente intentando transmitirle una confianza en el futuro que se encontraba muy lejos de sentir, y salió a enfrentarse a un frío y una nieve que amenazaban con convertirse en sus eternos carceleros.

Sin pensarlo un segundo echó a correr.

Y lo hizo porque abrigó de inmediato la certeza de que tan sólo una larguísima carrera en la que fuera capaz de mantener durante horas el mismo ritmo vaciando su mente de todo cuanto no fuera enviar órdenes a sus piernas para que no se detuvieran nunca, le permitiría escapar de aquella blanca trampa, y demostró coraje suficiente como para convertirse en una especie de atleta de maratón sin más destino ni más meta que alcanzar las lindes de un bosque en el que recoger leña seca.

Por fortuna, la capa de nieve, aunque cuajada ya, no era lo suficientemente espesa como para hacer que sus pies se hundieran, y el piso tenía por tanto la consistencia y suavidad necesarios como para correr sin más problemas que el que representaban los invisibles charcos o los achaparrados matojos que incluso podía salvar de un fácil salto.

Muy pronto descubrió, sin embargo, que su principal enemigo no se centraba en el terreno, las piernas o incluso el frío al que combatía con la propia carrera, sino en una pesada y enrarecida atmósfera, que a más de tres mil metros de altitud hacía que el oxígeno le llegase con dificultad a los pulmones produciéndole una angustiosa sensación de asfixia y un furioso zumbido en las sienes que amenazaba con conseguir que le estallara en mil pedazos la cabeza.

Debido a ello, cuando al fin la muerta planicie del sucio páramo comenzó a descender suavemente en busca del barranco, y la nieve dejó muy pronto de cegarle, el isleño pareció extraer nuevas fuerzas de su propia flaqueza, y dejando escapar un alarido de triunfo, alargó aún más el paso y voló sobre la pendiente en procura de los primeros árboles que conformaban una confusa mancha en el horizonte.

El oscuro rostro de
Azabache
se entremezcló en su memoria con las pálidas facciones de Ingrid Grass, y en su confusión y aturdimiento llegó a creer que por quien en realidad corría y a quien pretendía salvar era a su amada, por lo que ni siquiera dejó escapar el más leve lamento cuando una oculta roca le desgarró un tobillo haciéndole sangrar profusamente.

No pareció sentir dolor, al igual que no parecía sentir sed o fatiga, y tan sólo el miedo a no llegar a tiempo dominaba su mente, ya se le creería transformado en un autómata que tan sólo supiera responder a la orden expresa de seguir adelante.

Los árboles llegaban hacia él como si una inmensa mano amiga hubiera decidido empujar el paisaje enviándolo en su busca, y por unos instantes abrigó el convencimiento de que al fin el destino se había puesto abiertamente de su lado.

Necesitó más de dos horas para recuperar las fuerzas.

Aunque lo intentó con insistencia, las piernas se negaron a sostenerle, como si la larguísima carrera hubiese consumido todas sus energías obligándole a permanecer recostado en el tronco de un árbol con la mirada clavada en la alta cumbre de la montaña a la que tenía que regresar, y pese a poner toda su probada fuerza de voluntad en juego una y otra vez, una y otra vez las rodillas le fallaron.

—¡Vamos! ¡Arriba! —mascullaba tratando de darse ánimos mientras se aferraba a una rama izándose a pulso, pero en cuanto se erguía soltando el punto de apoyo volvía a derrumbarse como un saco o como si le hubieran cercenado los tendones.

Siguió así hasta que un acorazado «armadillo» de puntiagudo hocico y vivaces ojillos, hizo de pronto su aparición surgiendo de unas matas, y tras ventear el aire y agitar varias veces sus cómicas orejas, observó sin temor al derrotado pelirrojo, que se le debió antojar tan inofensivo como un pelele inanimado, puesto qué contraviniendo las más elementales normas de prudencia, se aproximó a olfatearle el ensangrentado tobillo sin el más mínimo respeto.

El gomero no se encontraba en situación de sentir lástima por nada ni por nadie, y aunque experimentó un leve remordimiento por traicionar tan flagrantemente la confianza del inofensivo mamífero, a la primera ocasión alargó la mano como si se tratara de una zarpa, y aferrándole por la rugosa coraza le retorció el pescuezo en un abrir y cerrar de ojos.

Sin necesidad apenas de moverse consiguió encender una hoguera sobre cuyas brasas colocó al cadáver de su infortunado visitante, asándolo a fuego lento sobre la espalda para que se condimentara en su propio jugo al servir el caparazón de improvisada cazuela según la más suculenta receta «cuprigueri».

El reconfortante almuerzo le permitió recuperar energías y sentirse más animado, por lo que al poco consiguió dar unos primeros pasos aunque no fue hasta una hora más tarde cuando se consideró en condiciones de reemprender la caminata.

Reunió la leña seca que encontró por los alrededores, la sujetó fuertemente con resistentes lianas en dos enormes haces, desvalijó la mayor parte de los nidos vecinos sin preocuparse en absoluto de a qué clase de aves pertenecían los huevos, y tuvo la inmensa suerte de sorprender haciendo el amor a dos absortas tortugas, a las que amarró por las patas colgándoselas al cuello como si se trataran de un viejo par de botas.

—La cena de esta noche, y el almuerzo de mañana —comentó de buen humor—. Caro os va a costar el polvo.

Por último, consciente de que con tanto peso no podría correr y el frío se convertiría una vez más en su peor enemigo, se apoderó de la tea que mejor ardía en la hoguera, poniéndose por fin en marcha decidido a llegar a la cueva antes de la caída de la noche aunque tuviera que dejarse la piel en el camino.

Si dura fue la carrera, y agotador su resultado, el viaje de regreso podría ser inscrito en los anales del Nuevo Mundo como una de sus hazañas más gloriosas e ignoradas, pues el improbable observador que hubiera sido testigo de cómo aquel gigante cojitranco, asfixiado, sudoroso y al propio tiempo martirizado por el frío, luchaba contra el viento bajo su insoportable carga, jamás hubiera podido llegar a comprender cómo es que conseguía avanzar siquiera un paso.

A buen seguro que ni el propio
Cienfuegos
habría sabido dar tampoco respuesta a tal demanda, puesto que cuanto sucedió aquel terrible día quedó luego en su memoria como una página en blanco, tal vez porque de un modo inconsciente se esforzó por olvidarlo, o tal vez porque fue tanta la energía que tuvo que derrochar su cuerpo, que no le quedaron fuerzas ni para grabar los recuerdos en su mente.

Fue como una pesadilla en la que se veía a sí mismo luchando con la nieve y el viento aunque sin querer aceptar que formaba parte de ese sueño, insensible al dolor y a la fatiga, y tan cegado por la necesidad de alcanzar su destino, que ni aun todas las legiones del averno hubieran conseguido detenerle un momento.

De tanto en tanto se aproximaba al pecho el hachón encendido procurándose así el calor que estaba necesitando, y cuando la tea se consumió la sustituyó por una de las ramas que cargaba a la espalda, lo que si bien le reconfortaba en cierto modo, daba como resultado lógico que algunas partes de su cuerpo apareciesen chamuscadas mientras otras corrían riesgo de congelarse.

Por fortuna había dejado de nevar, y pese a que el cielo continuara mostrándose encapotado, oscuro y amenazante, y la nieve caída le dificultara aún más la marcha,
Cienfuegos
se había concentrado en evadir su mente, aislándose de cuanto no estuviese relacionado con su perentoria necesidad de seguir siempre adelante, que ni aun la falta de oxígeno de la tremenda altura le afectaba como a la ida, ya que se había transformado en una máquina capaz únicamente de adelantar un pie después del otro.

Se esforzaba en no pensar en Ingrid ni en la negra —o quizá ni siquiera se encontraba en condiciones de hacerlo—, como si el simple hecho de permitir que sus pensamientos escaparan tan sólo unos segundos, pusiera en serio peligro la razón primordial de su existencia.

Buscó inconscientemente ayuda, sin embargo, en una vieja canción de la marinería de la
Marigalante
, obsesiva tonadilla que la tripulación entonaba a coro cuando llegaba el trabajoso momento de alzar a pulso el pesado velamen o remar al unísono remolcando la nave en mitad de una calma, y agradeció en el alma que fuese capaz de repetirse a sí misma y por sí sola tan insistentemente que no le diese oportunidad de pensar en otra cosa.

Trinidad; a proa se abre el mar,

y el mar se cierra a popa.

Con temporal de frente

o buen viento a la espalda.

Todo es lo mismo,

aunque todo es diferente,

y dondequiera que esté

tu voz me llama eternamente…

…Trinidad; no importa el rumbo,

ni tampoco el destino.

No importa el puerto,

ni tampoco el peligro.

Importa el mar

e importa el horizonte,

importa el sabor a sal,

y me importa tu nombre…

…Trinidad; a proa se abre el mar,

y el mar se cierra a popa…

Quién era aquella Trinidad de la romanza, y qué enamorado timonel le cantó por primera vez una noche de nostalgia mientras mantenía fija la proa hacia una estrella lejana, nadie lo supo nunca, pero lo cierto era que la pegadiza cantinela tenía la virtud de aferrarse como un pulpo al cerebro estableciéndose allí durante días, y el canario
Cienfuegos
recordaba la furia y la impotencia que se apoderaba de «Maese» Juan de La Cosa cada vez que la escuchaba, pues sabía por experiencia que más tarde apenas conseguiría pegar ojo por culpa de la insistencia con que Trinidad se complacía en volver una y otra vez sobre sí misma cuando estaba ya a punto de conciliar el sueño.

«…Trinidad; a proa se abre el mar,

y el mar se cierra a popa…»

No había allí, por desgracia, ningún mar que se abriera con sus cálidas aguas, ningún horizonte con sabor a sal, ni ningún puerto al que volver algún día por lejano que fuese. No había más que nieve, frío, desolación, y una tierra que empezaba a sospechar ilimitada, pues a aquellas alturas de la vida el ignorante cabrero que ningún interés tuvo nunca en participar en la más mínima hazaña conquistadora, empezaba a barruntar que el lugar al que le había arrojado en esta ocasión su eterna mala suerte, no era una isla, sino más bien un continente.

El solo hecho de atreverse a comentar delante de Su Excelencia el Almirante Don Cristóbal Colón, que aquella enorme montaña no se asentaba en una pequeña isla que se interponía estúpidamente en su camino al cercano Cipango y los palacios de oro del Gran Kan, sino que a buen seguro se elevaba en el interior de un inmenso y desconocido continente que nada sabía del poderoso Emperador de la China y sus lujos excéntricos, habría hecho que sus días acabaran en la horca, pero una de las únicas cosas positivas que tenía la terrible situación en que el gomero se encontraba, era la casi absoluta seguridad de que el severo Virrey debía estar muy lejos.

¿Dónde?

Para saberlo hubiera sido necesario tener primero una idea de en qué lugar del mundo se hallaba él mismo, y
Cienfuegos
había perdido tiempo atrás la cuenta de los cientos de vueltas y revueltas que se había visto obligado a realizar desde el día en que abandonara los humeantes restos del «Fuerte de La Natividad» en compañía de su buen amigo el viejo
Virutas
.

Tan sólo tenía plena conciencia de que había dejado muy al norte el caliente mar de los caribes con sus infinitas islas, para adentrarse en una tierra sin horizontes que cada día se le antojaba más inhóspita y agreste, y de la que aquel majestuoso «Gran Blanco» no constituiría probablemente un aislado picacho que se alzaba solitario en mitad de las interminables serranías dominadas por los feroces «motilones», sino que tenía aspecto más bien de formar parte de una gigantesca cadena montañosa que se perdía de vista hacia el suroeste.

¿Hasta dónde llegaría?

El pobre pastor gomero tardaría en tomar plena conciencia de que en realidad sus apreciaciones eran exactas debido a que su errante estrella le había empujado hasta las primeras estribaciones de la Cordillera Andina con su interminable rosario de cumbres que superaban con frecuencia los seis mil metros de altitud, aunque lo cierto era que tampoco se encontraba en situación de reparar en semejantes nimiedades, puesto que lo que en aquellos momentos importaba era alcanzar la pequeña cueva en que una pobre negra embarazada y hambrienta tiritaba, antes de que el frío de la noche la matase.

«Trinidad; a proa se abre el mar,

y el mar se cierra a popa…»

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