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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Azabache (25 page)

BOOK: Azabache
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—Nadie os supera ni aun en cabezonería —fue la respuesta—. ¿Nos vamos?

«Maese» Juan de La Cosa indicó con un leve ademán de cabeza a la enlutada mujer, que tendía ropa al fondo del patio, entre dos altos árboles:

—Al volver de mi último viaje le prometí que envejeceríamos juntos y que descansaríamos para siempre en la misma tumba. Ha pasado sola la mayor parte de su vida, mientras yo vagaba por esos mares de Dios sin saber jamás si volvería. No sería justo abandonarla nuevamente.

—Sevilla está tan sólo a unas horas a caballo.

—Sabéis bien que Sevilla tan sólo sería la primera etapa de un nuevo y largo viaje.

—Nadie os pide tal cosa.

El de Santoña sonrió para sí mismo con una especie de profunda nostalgia.

—Nadie, en efecto. —Se volvió a mirarle de una forma extraña, casi enigmática—. Nunca me gustó montar a caballo —dijo—. Buscadme un carromato…

Apenas penetraron en su recámara, el Obispo Fonseca rogó a su protegido que se fuera a pasear por la orilla del río mientras él mantenía una larga charla con el piloto santanderino, y aunque ninguno de los dos le contó nunca al de Cuenca lo tratado en semejante entrevista, lo cierto fue que el anciano eclesiástico les indicó que se pusieran en contacto con el banquero Juanoto Berardi, al que sabía interesado en organizar una expedición a «Las Indias» en cuanto iniciara su andadura la pragmática publicada en 1495 por los Reyes concediendo libertad de navegación a los marinos españoles.

Pero cuando, a media tarde del siguiente día, Alonso de Ojeda y Juan de La Cosa llamaron a la puerta de un viejo caserón del típico barrio de Triana, no podían ni siquiera imaginar que la casual elección de la hora habría de tener tan importantes consecuencias, y habría de dar pie a una de las mayores injusticias de la historia de la Humanidad.

Les franqueó la entrada un individuo flaco, de nariz aguileña y cómico acento en el que se entremezclaban palabras italianas y francesas con un andaluz de baja estofa, y que se mostró impresionado ante la identidad de los caballeros que se presentaban a sí mismos.

—¿Alonso de Ojeda y Juan de La Cosa? —repitió incrédulo—. ¿Los auténticos?

Se miraron perplejos.

—Supongo que sí —replicó humorísticamente el primero—. Y no creo que nadie se molestara en tratar de falsificar productos de tan escasa aceptación.

El desconocido, que despedía un penetrante y personalísimo olor a jazmín, mezclado con sudor y viejos guisos, les invitó ceremoniosamente a pasar, indicando que «Su Excelencia il Signore Juanoto Berardi» no se encontraba en casa, pero que a él personalmente le produciría un gran placer que se acomodasen en el amplio y florido patio con el fin de esperarle compartiendo una jarra de buen vino o una fresca limonada.

—Vino, desde luego —fue la rápida respuesta del de Santoña—. ¿Tardará mucho «Il Signore Berardi»?

—Eso depende de que Carmela la
Bronca
tenga o no clientes —sonrió el otro con picardía—. Si la encuentra libre, mi patrón suele ser anormalmente rápido, pero en el caso de que el lugar esté ocupado la cosa cambia.

Desapareció unos instantes en el interior de la enorme vivienda, para regresar con un barrilete y tres jarras que llenó con exquisita delicadeza al tiempo que señalaba con manifiesto entusiasmo:

—Mentiría si dijera que en este caso particular ruego para que la Carmela esté haciendo un buen negocio y se retrase, pues jamás hubiera podido soñar con la oportunidad de disfrutar de un rato de charla con tan ilustres navegantes… —Sonrió amistosamente—. ¿Os sorprendería si os dijera que la auténtica pasión de mi vida son los viajes y la cartografía? Aquí donde me veis, de humilde amanuense de banca, en el fondo de mi corazón habita un cosmógrafo. Mi sueño sería emular vuestras hazañas.

—Soñáis en exceso, pero a fe que jamás existió sueño más fácil de realizar —señaló «Maese» Juan no sin cierta ironía—. El puerto rebosa de naves que parten hacia los cuatro puntos cardinales y todas precisan gente animosa y dispuesta a ver mundo.

—Pero ninguna acepta cartógrafos que se marean, ni geógrafos de libro. Buscan rudos marineros que tiren de un cabo, no pensadores.

—Razón deben tener, puesto que la auténtica geografía tan sólo se aprende sobre la cubierta de un navío.

—Perdonad si os contradigo —respondió con marcada amabilidad el hombre que hedía a sudor y jazmín—. Pero en ciertos casos, alguien que estudia las cosas sin el apasionamiento de quien las vive, puede llegar a conclusiones que se aproximan con mayor exactitud a la realidad. —Bebió de su jarra con cortísimos sorbos y añadió—: Tomad, por ejemplo, al Almirante; no cabe duda de que ha visto mucho, pero en mi humilde opinión no siempre demuestra haber sabido verlo.

—¿A qué os referís? —intervino Ojeda, interesado.

—A su actitud intransigente. Afirma haber alcanzado las costas de Cipango, cuando según todos los cálculos aún no debe haber recorrido ni la mitad del camino.

—¿Quién lo afirma?

—Cuantos se detienen a reflexionar sobre los hechos. Por eso me interesa tanto vuestra opinión: ¿Estáis convencidos de haber llegado a los dominios del Gran Kan?

Era la eterna pregunta, pero en este caso el amanuense de Juanoto Berardi sabía plantear —esa y otras muchas cuestiones— con habilidad y diplomacia, exponiendo al propio tiempo puntos de vista que sin ser del todo originales, demostraban que había estudiado mucho y que su declarada pasión por la cosmografía respondía a una realidad incuestionable, ya que podía recitar de memoria párrafos enteros de Tolomeo e incluso dibujar sobre la mesa, sin más ayuda que su dedo y un poco de vino, el perfil de islas y costas escasamente conocidas.

La discusión fue larga; tan larga como debió ser la «ocupación» de Carmela
la Bronca
, y cuando al anochecer hizo su aparición el orondo dueño de la casa, se sorprendió vivamente al descubrir que parecía haberse convertido en la sucursal de una taberna en la que su hombre de confianza y un par de desconocidos se hallaban enzarzados en una acalorada disputa a cuyo ardor debían contribuir notablemente dos de sus mejores barriles de amontillado.

—¿Qué ocurre aquí? —quiso saber—. ¿A qué viene tanto alboroto?

—No es alboroto, Excelencia —señaló su empleado—. Es un simple intercambio de opiniones sobre el perímetro de la Tierra. El caballero y yo diferimos en poco más de tres mil leguas.

—¿El diámetro de la Tierra? —se sorprendió el buen hombre—. ¿Y a quién puede interesarle semejante tontería?

—A vos —fue la divertida respuesta del achispado Ojeda apuntándole con su jarra—. Cuanto más pequeño sea, antes regresaremos con vuestro cargamento de oro, clavo y canela.

—¿Oro, clavo y canela? —repitió el gordo Berardi, sinceramente interesado, mientras se apoderaba de un jarro y bebía con largueza—. ¿Y quién dice que sean míos?

—Lo serán desde el momento que arméis tres naves y las pongáis en mis manos.

—¿Y quién sois vos, si puede saberse? ¿Cristóbal Colón, Alonso, Niño, Juan de La Cosa, Vicente Yáñez Pinzón, o quizás Alonso de Ojeda?

—¡Ahí…! ¡Ahí le duele! —rió a carcajadas el de Cuenca, echándose hacia atrás en su silla a punto de caer y desnucarse—. El último que habéis nombrado. Y aquí, el que se tambalea, Juan de La Cosa.

El gordinflón, que también olía levemente a jazmín, aunque entremezclado en esta ocasión con un denso pachulí de ramera barata, pareció desconcertarse unos instantes, pero al fin dejó con extraña suavidad el jarro sobre la mesa, e inquirió en tono de manifiesta incredulidad:

—¿Ojeda y de La Cosa? ¿Los auténticos?

—¡Voto a…! —exclamó el de Santoña divertido aunque tartamudeante—. ¿Por qué todos preguntan lo mismo? ¿Tan importantes somos?

—Para mí sí. ¿Os envía el Obispo?

—El mismo.

—¿Os expuso mis condiciones?

—Tan sólo insinuó que estabais interesado en aparejar navíos que fueran a buscar oro y especias a Las Indias. ¿Lo estáis realmente?

—Eso dependería de quién los tripulase.

Alonso de Ojeda alzó de nuevo su jarra y señaló con ella al santanderino:

—¿Os agradaría que fuese el mejor piloto de la Mar Océana?

«Maese» Juan de La Cosa aventuró a su vez una cómica reverencia con la que corrió el riesgo de girar sobre sí mismo para ir a dar con sus huesos en el suelo, e hizo luego un ampuloso gesto, alargando la mano abierta hacia el de Cuenca:

—¿Acompañado por el más valiente Capitán de los ejércitos de sus Majestades?

Resultó evidente que al banquero le fascinaba la proposición, aunque no podría decirse lo mismo de la forma en que había sido hecha, pues los dos hombres habían trasegado ya tanto vino que se encontraban, sin duda, mucho más cerca de la total inconsciencia que de la plena realidad.

Pese a ello tomó asiento a horcajadas sobre la silla que encontró más a mano para observar alternativamente a sus dos inesperados huéspedes, como si estuviera tratando de discernir hasta qué punto su personalidad y sus palabras eran ciertas.

—No me agrada la idea de confiar mis naves a borrachos —dijo al fin.

—Jamás mezclo el agua con el vino —hipó Juan de La Cosa—. La jarra que en tierra a menudo te salva, en la mar siempre te pierde… —Alzó el dedo, fue a añadir algo más, pero de improviso se desplomó como un saco y comenzó a roncar sonoramente.

Juanoto Berardi lo observó con disgusto; se volvió luego al de Cuenca, que parecía a punto de imitar a su amigo, y tras beber de nuevo alzó el rostro hacia su amanuense.

—¡Vespucci! —ordenó secamente—. Acomode a estos caballeros en el dormitorio de invitados. —Luego señaló con gesto acusador los vacíos barriles—. Y por cierto, Amérigo: el segundo corre de su cuenta.

Amaneció con el pie izquierdo inflamado.

Intentó alzarse, pero al instante dejó escapar un rugido de dolor para caer redondo mientras un sudor frío le empapaba por completo.

Se concedió a sí mismo un tiempo prudencial para tranquilizarse y se palpó por fin el punto dolorido para descubrir que un profundo arañazo en el talón se había infectado y la hinchazón interesaba el pie y gran parte de la pantorrilla.

—¡Lo que faltaba! —masculló—. Además de puta, coja.

Pero tenía constancia de que no era cuestión de tomárselo a broma, puesto que una infección incontrolada en plena jungla solía ser infinitamente más peligrosa que un jaguar, una anaconda o los bestiales «motilones», dado que contra todos ellos cabía luchar a condición de tener valor y medios, mientras que contra el desconocido veneno que se le había metido en el cuerpo no existían por lo general grandes defensas.

Le ardía la frente y le asaltó un escalofrío.

Se arrastró unos metros, eligió la liana oportuna, y cortando un largo trozo aguardó con el extremo inferior dentro de la boca a que un agua fresca, burbujeante y casi carbonatada, aplacara una sed que comenzaba a volverse insoportable.

Por último, apartó de un manotazo las hormigas que lo plagaban, se recostó en el tronco de un árbol y cerró los ojos en un decidido esfuerzo por ordenar sus confusas ideas.

Una vez más, como siempre que se encontraba con problemas en el bosque, buscó en su memoria los consejos del diminuto
Papepac
, convencido de que era el único ser sobre la superficie del planeta capaz de proporcionarle una respuesta.

El arañazo ofrecía un pésimo aspecto, pero rechazó de inmediato la posibilidad de cauterizarlo con una brasa al rojo, pues no parecía ser aquélla una herida limpia en las que el poder del fuego lo soluciona todo, visto que la ponzoña se había ido extendiendo como los tentáculos de un pulpo.

—¡Mierda!

El indígena le había advertido en su momento de que aquél era un contratiempo con el que pronto o tarde acababan por enfrentarse la mayoría de los habitantes de la espesura, ya que nadie era capaz de reconocer a simple vista cuál de las infinitas zarzas que conformaban el monte bajo escondía entre sus espinas la amarillenta savia que provocaba tan dolorosas y pestilentes supuraciones.

Se lo había advertido, en efecto, pero, ¿cuál le había indicado que era el remedio?

Se sumió en un profundo sopor sin recordarlo.

Y soñó con
Azabache
.

La negra le llamaba quedamente, invitándole a reunirse con ella en un lugar en el que los miedos, las fatigas y el hambre daban paso a una dulce sensación de abandono en el que todo se convertía en un flotar sin rumbo, y el isleño le rogó que le mostrara el camino, pues comenzaba a sentirse fatigado de vagar eternamente.

Soñó con Ingrid, que no era ya más que un punto borroso que se perdía en la distancia en compañía de un hombre cuya figura le resultaba familiar, y soñó, por último, con su Excelencia el Almirante Don Cristóbal Colón, que le observaba con su eterno ceño fruncido y su adustez de siempre.

Deliraba, y en su delirio dio gritos que atrajeron la atención de algunos monos que observaban sorprendidos a la gigantesca bestia peluda que resultaba, no obstante, tan increíblemente inofensiva que les permitía que se sentaran sobre sus hombros con intención de despiojarle.

El dolor le obligó a abrir los ojos cuando el sol se encontraba en su cenit, y una especie de milagrosa revelación le permitió recordar al fin cuál era el remedio que su minúsculo amigo le aconsejó en su día que utilizara en tales circunstancias.

Buscó con la vista a su alrededor, se arrastró como buenamente pudo apretando los dientes para no aullar de dolor, y bajo un montón de hojarasca al pie de un álamo centenario descubrió al fin el hongo que con tanta urgencia estaba necesitando. Raspó con sumo cuidado la corteza, aplastó el resto hasta convertirlo en una pasta a la que confirió consistencia con un poco de barro, y aplicó la masa resultante sobre la herida cubriéndola con dos grandes hojas que sujetó con lianas.

Por último, se sumió de nuevo en la inconsciencia.

Fueron tres largos días de angustia, sufrimientos y una modorra irresistible de la que llegó a creer que no lograría recuperarse.

No obstante, la extraña pócima, y sobre todo su portentosa fortaleza obraron el milagro de permitirle salir con bien de la primera auténtica enfermedad de toda su vida, pese a lo cual la lógica convalecencia resultó tan pesada y deprimente, que cuando consiguió al fin reemprender el camino, lo hizo sin tomar precauciones, indiferente al hecho de que los salvajes o una fiera de la espesura remataran la tarea que las fiebres dejaran inconclusa.

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