Bajo la hiedra (13 page)

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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

BOOK: Bajo la hiedra
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—Por los pelos. —Alderan exhaló un hondo suspiro y se apartó el pelo del rostro.

—¿Crees que se trata de la misma banda que estuvo vigilándonos el otro día? —preguntó Gair.

—Probablemente. Dicen que patrullan el río en busca de presas. —Alderan lanzó al aire la cabilla, y la recuperó para dejarla a continuación en su lugar correspondiente—. Pero lo del cazabrujos da qué pensar. ¿Estás totalmente seguro de haberlo visto?

—Seguro. Presentí su presencia antes de que intentasen subir a bordo. Pero ahora ya no está.

—Tal vez esté muerto, claro que quizá eso sea pedir demasiado.

El anciano suspiró de nuevo y se rascó la barba. Vio algo en los imbornales que le llamó la atención. Era una bolsa de cuero gastado que recogió. Gair oyó el característico tintineo de las monedas.

—¿Qué es eso?

—Creo que se le cayó a uno de esos tipos cuando intentábamos ayudarlos a subir a cubierta.

Alderan deshizo el nudo y sacó algunas monedas. Parpadeos de luz argéntea, con el santo roble grabado en la superficie. Enarcó ambas cejas.

—Bueno. Esto le amarga un dulce a cualquiera, ¿no? —dijo—. No esperaba ver tantos robles tan lejos de Dremen. —Guardó las monedas y cerró la bolsa—. De modo que Goran ha soltado la correa de su mascota y le ha confiado una bolsa llena de monedas para completar su labor. Supongo que ha contratado a esos matones para que nuestros cadáveres acaben flotando corriente abajo, y todos crean que no fuimos más que un par de desgraciadas víctima de los bandidos. Feo asunto.

Aspiró entre dientes, sopesando la bolsita de cuero en la palma de la mano. Finalmente extendió el brazo.

—Aquí tienes. A uno siempre le conviene andar por el mundo con unas monedas en el bolsillo. Además, estoy convencido de que tú les darás mejor uso que él.

Gair tomó la bolsita. El peso lo sorprendió y, al verlo, el anciano esbozó una sonrisa lobuna.

—Menos mal que nunca llegaste a hacer voto de pobreza, ¿eh?

—¿Crees que volverán a intentarlo?

—No, ésta era su última oportunidad. Estamos demasiado cerca de las poblaciones más importantes, y no es terreno propicio para los bandidos. Su libertad de acción se ve mermada a medida que nos adentramos más al sur.

Gair reparó en que seguía empuñando la espada, así que la envainó. Se sentía algo indispuesto y el viento lo hizo temblar.

—Eso espero. No disfruto precisamente haciendo daño a los demás.

—Ese comentario me parece bastante raro, viniendo de alguien que se ha pasado la última década aprendiendo a cortar a la gente en pedazos.

Gair dobló los brazos a la altura del estómago dolorido.

—Los postes de práctica no protestan de dolor.

Skeff caminó con dificultad hacia ellos, con el seno del cable del ancla en la mano.

—Esa ancla me costó cuarenta chelines —masculló entre hipos—. Ahora tendré que comprar otra.

8

UNA TORMENTA EN CIERNES

E
l
Rose
fondeó medio día en Yelda para embarcar dos cajas de madera que Skeff estibó en el castillo de proa. Las cajas estaban marcadas al hierro con un símbolo sobre el dibujo de unas espadas cruzadas.

—Es la marca de un maestro de armas —explicó Alderan, señalando más allá del revoltijo de tejados, donde el humo teñía el cielo—. ¿Ves eso de ahí? Son las fundiciones. Parte del mejor acero del mundo proviene de esos hornos, y los artesanos de Yelda lo convierten en espadas. Es posible que el único lugar que lo supere sea Gimrael.

Tendió a Gair el cuchillo que llevaba al cinto. Tenía la empuñadura algo curva y la hoja afilada, a medio camino entre una daga y un puñal. Gair comprobó el filo con el pulgar y estuvo a punto de cortarse. Lanzó un silbido, apreciando su valor.

—Es jodidamente difícil afilarlo, pero no tengo que hacerlo a menudo porque mantiene el filo como ninguno. Incluso lo he usado una o dos veces como cuchilla de afeitar, cuando no tenía a mano nada mejor. —Alderan lo devolvió a la vaina—. Siempre quise un qatan, pero tuve que conformarme con esto.

—El maestro de espadas tenía un qatan. Nos ponía en círculos en el patio de armas y se enfrentaba a nosotros armado con él.

Cuando se lo proponía, Selenas era capaz de burlar la guardia de cualquier estudiante, aunque fuera astuto como una serpiente. Para enfrentarse a él hacía falta un buen juego de muñecas y tener los pies rápidos.

—Los gimraelianos las llaman espadas con alma. La artesanía es impresionante; posiblemente esas espadas sean los objetos manufacturados más hermosos que he visto. Dicen que la curva de la hoja imita el trazo del muslo de una mujer.

Los dedos de Alderan trazaron un arco suave, y su expresión adquirió un aire distante. Luego dejó caer la mano en el regazo.

—Cuenta la tradición gimraeliana que una espada, una vez ha arrancado sangre, representa el honor de un guerrero. Si se quiebra la hoja, su honor se rebaja, y el guerrero tiene que efectuar una gran hazaña para recuperarlo y para que el cabecilla le confíe un nuevo qatan. Moriría antes que ceder la espada. En ese aspecto los gimraelianos se muestran muy apasionados.

—¿Has estado allí?

—Unas cuantas veces. Es un lugar despoblado, sobre todo cuando te adentras en el desierto, pero también es muy hermoso. Diría incluso que te seduce, y que es peligroso como una cobra.

Gair observó cómo pasaban de largo el malecón del muelle de Yelda, y el bullicio de la ciudad dio paso a la lozanía de los terrenos de labranza. Imaginó las dunas ondulantes, un abrasador cielo azul plata y guerreros vestidos con túnica, armados con mortíferas espadas de hoja curva.

—Algún día me gustaría visitar Gimrael.

—Que la poesía no te confunda, hijo. Ni sus tiendas de seda y las muchachas de ojos endrinos cubiertas por un velo —advirtió Alderan—. Tal vez hubo una época en que fue así, cuando al-Jofar compuso sus cantos en los jardines de la espesura. Pero en los tiempos que corren el desierto está plagado de fundamentalistas.

—Creía que los eadorianos respetaban las creencias ajenas.

—En lo que a ellos respecta estoy más que dispuesto a hacer una excepción. El Culto está convencido de que el Dios Sol les concedió a los eadorianos para quemarlos, y no hay nada que les guste más que una hoguera enorme.

—¡Qué horror!

—¿Verdad que sí? Y eso que parecían un pueblo encantador cuando los convertimos. Recuerda mis palabras: habrá otra guerra en el desierto, y pronto. Kierim es buena gente, leal al emperador, pero hay clanes allí fuera, desierto adentro, cerca de la frontera con Sardauki, que Kierim apenas controla y donde el Culto ha enraizado con más fuerza.

Alderan se desperezó, contemplando el río de aguas lentas. Nubes de pardas moscas diminutas flotaban sobre la superficie, y de vez en cuando se descomponían formando pautas de anillos concéntricos.

—En fin, ¿no tienes una espada con la que practicar? Ya he vuelto a hartarme de la panceta.

Después de pasar una semana a bordo, a pesar de la estabilidad del quechemarín, el recio empedrado del muelle externo de Puertos Blancos parecía cabecear y balancearse de forma alarmante bajo los pies de Gair. Si cerraba los ojos y permanecía inmóvil, la sensación disminuía, pero ahí de pie y quieto en el atracadero parecía destinado a subir a bordo del siguiente barco, embarcado como cargamento. Por tanto anduvo con cuidado entre las cuadrillas de estibadores, con las enormes alforjas al hombro, que pesaban más y más a medida que pasaba el tiempo, y deseó encontrar un lugar a la sombra donde sentarse.

Por los santos, menudo calor hacía. Se le pegaba la ropa como si acabara de darse un baño vestido. Si Alderan tenía suerte y encontraba rápidamente un barco, podrían partir cuando subiera la marea, más o menos a la hora de cenar. Si eso no sucedía, tendrían que buscar un lugar donde pasar la noche, y los nubarrones que se recortaban en el horizonte prometían que no sería una noche fácil.

Se habían despedido de Skeff aquella mañana en la parte norte de los muelles, y contratado a un barquero para que los llevara por el laberinto de canales de Puertos Blancos hasta los ajetreados atracaderos, desde donde emprenderían la última manga de su viaje a las islas. Puertos Blancos se había ganado su nombre no por el color de los muros de roca del puerto, que tenían el mismo rojo oxidado de la tierra, sino por el color de sus edificios. Todas las edificaciones, desde la taberna más fea hasta la mansión del gobernador, estaban cubiertas por una espesa capa de yeso blanco que reflejaba el sol de media tarde con dolorosa intensidad.

Con el deslumbrante telón de fondo de la propia ciudad se producía una explosión de color. Contraventanas de tonalidades vivas que chocaban con alegría con las flores irisadas que caían en cascada de las macetas. Igual de coloridos eran los propios habitantes, pues hasta el último de ellos se sentía atraído como una urraca hacia todo aquello que reluciera o brillara. Incluso los canales estaban decorados con retales de bronce y cristal, como si el lugar se hubiera puesto el traje de los domingos. Un derroche de color suficiente para provocar dolor de cabeza.

Gair se colgó las alforjas del hombro y se preguntó cuánto tardaría Alderan. Tenía la impresión de llevar puestas unas botas que le iban un número pequeñas de tanto como le dolían los pies. También le dolían los ojos por aguzar la mirada, y le ardía la frente. Puertos Blancos era el puerto más activo de la costa norte del Mar Interior, y había empezado a sentirse como una balsa arrastrada por el oleaje del comercio, a juzgar por la de veces que lo habían pisoteado, empujado y maldecido.

Por los santos, menudo calor hacía.

Una mano le dio una palmada entre los omóplatos. Al volverse vio a Alderan, que mantenía su característico aspecto de quien va por la vida con la camisa recién planchada. ¿Cómo se las ingeniaba?

—Ha habido suerte —anunció el anciano—. He encontrado a la
Kittiwake
, que se hace a la mar esta noche. El capitán Dail es un viejo amigo mío, y me ha asegurado que llegaremos a Pencruik a finales de la próxima semana.

—¿Hay alguien en el mundo a quien no conozcas?

—He cubierto muchas millas a lo largo de los años, eso es todo, y nunca olvido a mis amigos. —Alderan echó a andar por el muelle, seguido por Gair—. Vamos, está anclada en el siguiente muelle.

—¿Significa eso que por fin podremos ponernos a cubierto del sol? Me arden los pies.

—¿No puedes soportar el calor?

—Soy del norte. No estoy acostumbrado. En el lugar del que provengo, las montañas están cubiertas de nieve todo el año. —Gair torció el gesto—. Echo de menos la nieve.

—Ya verás cómo refresca en cuanto nos hayamos alejado de la costa.

—Eso espero. Al final me saldrán ampollas en las ampollas.

La
Kittiwake
resultó ser de mayor calado de lo que había esperado. Estaba pintada de azul y blanco, envergaba tres palos machos y tenía una corta hilera de ojos de buey, lo que suponía que transportaba pasaje con la misma regularidad que el cargamento. Las grúas del muelle iban de un lado a otro con toneles y redes colgando, y las cuadrillas de marineros los guiaron hacia las escotillas abiertas. En la proa, el contramaestre supervisaba la reparación de una vela gastada, mientras en la popa, en el modesto alcázar, un tipo recio de piel oscura regateaba con el patrón del puerto. Alderan subió por la pasarela con el brazo en alto.

—¡Saludos, Dail! ¡Aquí hay dos que suben a bordo!

El hombre del alcázar respondió al saludo, y luego se volvió hacia el corpulento patrón. Una bolsa cambió de manos, firmó un recibo y el patrón fue escoltado hacia el portalón. Una vez concluidos los negocios, Dail se acercó a saludar a los pasajeros. Caminaba con la desenvoltura de quien se ha pasado toda la vida en el mar, tono rubicundo, la piel curtida y los ojos azules, claros, que relucían como huevos en un nido hecho con hilo en lugar de paja.

Al hacer las presentaciones, Alderan dijo que Gair era un nuevo estudiante de la biblioteca. Dail lo miró de arriba abajo, como mesurando el aparejo, y acto seguido le tendió la mano.

—¿Has navegado antes, muchacho? —preguntó. Tenía acento syfriano, y cuando le estrechó la mano fue como si lo estrujara una zarpa de oso.

—Un poco. Desde Leahaven, siguiendo la costa.

—Entonces tendrás pocos problemas. A esta altura del año esto es una balsa de aceite. —Dio un silbido a uno de los marineros, y señaló la escala que llevaba bajo cubierta—. Coged vuestras cosas. Podéis escoger la cabina que queráis. Partiremos con la pleamar.

Bajo cubierta, un pasadizo corto discurría hacia la popa hasta desembocar en la cámara, donde tres puertas a ambos lados daban a las cabinas de los pasajeros. Todas ellas estaban vacías, de modo que escogieron una por cabeza. Los camastros pegados a los mamparos estaban hechos para gente de menor estatura que Gair, pero el colchón era bastante cómodo. Después de estibar el equipaje en el cajón situado bajo la cama, subió de nuevo a cubierta para reunirse con Alderan, justo a tiempo de oír a Dail llamar a los marineros para largar amarras. Al cabo de una hora, la
Kittiwake
abandonó Puertos Blancos.

Cuando dejaron atrás la costa de Syfria, Gair y Alderan cenaron con el capitán. Dail tenía un surtido inagotable de relatos de mar con los que amenizar la velada, acompañados por una generosa cantidad de vino dulce. A Gair no le gustaba mucho beber, así que mareó un brandy mientras los otros recordaban los viejos tiempos y vaciaban la jarra de vino. Lo despertó un cambio en el movimiento del barco, que cabeceó con mayor fuerza. Dail miró de reojo el tablonaje que tenía sobre la cabeza.

—El viento refresca —dijo—. Quizá más tarde llueva con ganas. —Y apuró la copa.

—Creí haberte oído decir que a esta altura del año esto era una balsa de aceite —murmuró Gair, que se llevó la mano a los labios para disimular un bostezo.

—Así es, no os inquietéis. Ahora, con vuestro permiso, debo cruzar unas palabras con el contramaestre antes de descansar un rato.

Gair deseó las buenas noches a Alderan y siguió afuera al capitán, para después dirigirse a su camarote. Cuando se tumbó en el camastro, su último pensamiento coherente fue que la brisa marina siempre le causaba ese efecto.

Despertó más tarde debido al vaivén del barco, que estuvo a punto de sacarlo de la cama. No hacía falta ser marino para comprender que las cosas no iban bien; tuvo que asentar bien los pies en el mamparo y los hombros contra el extremo para no verse proyectado sobre la cubierta. La
Kittiwake
ya no se desenvolvía con soltura en el oleaje, sino que se precipitaba con fuerza entre ola y ola, y luego se arrastraba hasta la siguiente entre las protestas de la madera. De pronto se impuso el sonido de alguien que golpeaba la puerta.

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