Bajo la hiedra (15 page)

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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

BOOK: Bajo la hiedra
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Se había vuelto muy complejo calcular el paso del tiempo. No tenía idea de cuánto llevaba en cubierta; lo único que sentía era el barco. Bajo los pies y las manos la gruesa madera le transmitía cada sacudida, cada gruñido de la
Kittiwake
. Los timoneles habían virado la nave y ésta se deslizaba con mayor soltura en el oleaje. Gair sintió el flujo del agua bajo la quilla cuando el barco se apartó del rumbo que lo llevaba a las islas y ganó la seguridad que le proporcionaba el mar abierto. El movimiento del barco se estabilizó, navegó más rápido y también con mayor soltura. El nexo que mantenía Alderan con su mente se aflojó.

El canto se agotó. Dejó un vacío envuelto en un fuerte zumbido. Gair levantó lentamente la cabeza. Los nubarrones se habían dispersado, y la luz del sol introducía tímida sus dedos. El mar seguía revuelto, gris, feo, pero el oleaje había perdido brío y el viento había amainado hasta convertirse apenas en una brisa. A su alrededor no vio más que expresiones de cansancio, magulladuras, ojeras, y uno o dos hombres con fracturas, todos calados hasta los huesos pero con una sonrisa en el rostro. El contramaestre sonreía como un mono, y el capitán Dail estrechó con fuerza la mano a Gair, que tuvo que soltarla de pronto cuando la náusea lo alcanzó.

9

CANTOS DE LA TIERRA

G
air abrió los ojos. Estaba en la cabina. Alguien le había quitado la ropa empapada y lo había secado, pero tenía un regusto amargo en la boca y aún oía el zumbido. Alderan estaba sentado en el camastro de enfrente, la espalda en el mamparo, con un libro en el regazo. La luz del sol que se filtraba por el ojo de buey formaba un charco radiante en la cubierta.

—Bienvenido. —El anciano dejó el libro a un lado—. ¿Te apetece un poco de agua?

—Por favor. ¿Qué ha pasado?

—Vomitaste en las botas del capitán Dail y caíste redondo. Te trajimos aquí para que pudieras descansar.

—Tengo la impresión de que me va a estallar la cabeza.

—Si te sirve de consuelo, te será más sencillo con la práctica. La próxima vez no te causará este efecto.

Alderan alcanzó una jarra de madera para llenar una taza que le ofreció. Gair se incorporó en el camastro y dio un largo sorbo. El agua le supo dulce después del sabor amargo que tenía en la boca.

—Hace años que conozco la magia, pero nunca había experimentado algo parecido —dijo al cabo de un momento.

—¿El maestro de armas nunca te hizo ejercitar tanto que acabaste vomitando? Es exactamente lo mismo. Absorber energía del canto es un ejercicio muy exigente, y anoche absorbiste más de lo que yo tenía derecho a esperar de ti. Me hubiera gustado tener más tiempo para prepararte.

—Creo que sobreviviré a la experiencia. Por los pelos. —Se masajeó la frente—. Por lo santos, menudo dolor. ¿Sufrimos muchos daños?

—Pues sorprendentemente pocos. Están envergando el mastelero de respeto y, aparte de uno o dos tablones rotos cuando el original cayó sobre el castillo de proa, el barco no encajó daños serios. ¿Necesitas algo para la cabeza?

—Sí, por favor.

—Sería peor bajo el sol. Iré a por mi bolsa.

Mientras el anciano iba a su cabina, Gair se recostó en el mamparo e intentó relajarse. Oía cerca el ruido de una bomba, y encima, en la cubierta principal, los carpinteros daban martillazos y serraban al compás de su intermitente dolor de cabeza. Cuando Alderan regresó, lo hizo con una bolsa de cuero en cuyo interior hurgaba. Sacó un frasquito de porcelana que descorchó. Acto seguido olfateó el contenido.

—Éste es. Me temo que voy a volver a darte athalina, pero es que funciona.

Espolvoreó el polvillo blanco en la palma de la mano, añadió un par de pellizcos a la taza de Gair, y luego le sirvió más agua. El resto de los polvillos los devolvió al interior del frasquito, que guardó en la bolsa.

—Bebe. Cuando te hayas lavado y vestido volverás a sentirte tú mismo.

Gair engulló la amarga bebida, y torció el gesto ante la sensación arenosa que le dejó en las encías.

—Dijiste que la tormenta no era natural. ¿Cómo lo supiste?

—Dail es un marino experimentado. Confío en su instinto.

—Ése no es el verdadero motivo. Tampoco me contaste que supieras de magia. ¿El canto? —Apartó la mirada de la taza vacía—. Que pudieras utilizarla.

—Es cierto, no lo hice. También te debo una disculpa por ello. La verdad es que no hubo ocasión.

—Sólo llevamos dos meses viajando juntos. Entiendo que no hayas encontrado el momento.

Alderan sonrió un poco ante la reprimenda del joven.

—De acuerdo, quise decir que no encontré el momento adecuado.

—¿Y qué otras cosas no me has contado? Eres más que el simple estudioso que aparentas, Alderan.

La diversión tiñó las temibles cejas del anciano, que dejó la bolsa en el camastro. Se sentó y se puso las manos en las rodillas, como quien se dispone a encajar un disgusto.

—Muy bien, muchacho —dijo—. Me has pillado. ¿Qué quieres saber?

—Todo, supongo.

—¡Eso nos llevaría horas de conversación! En este ancho mundo es mejor dar bocados pequeños.

¿Por dónde empezar? Gair tenía tantas preguntas… ¿Adónde había ido el canto desde aquel día en el camino, y por qué había vuelto justo cuando Alderan lo necesitaba? Sospechaba que el anciano había tenido algo que ver. ¿Era tal como se lo había dicho? ¿En realidad nunca se iba a ninguna parte? Y ¿quién era Alderan? Madre santa, qué dolor de cabeza. Pero tenía muchas cosas que averiguar

—El canto. ¿Por qué nunca había oído hablar de él?

—Probablemente sí lo hayas hecho y no lo sepas —respondió Alderan—, o tal vez lo has oído bajo un nombre distinto. Lo encuentras en toda clase de leyendas e historias. Los del norte, por ejemplo, dicen que es el canto que entonó el señor padre mientras trabajaba en su forja, y un fragmento de él está dentro de todo cuanto hizo. En otros lugares dicen que es la canción de cuna que cantó el creador a su hija el mundo, y que reverbera en el tiempo, y creo que ésa es una bonita historia y que es una explicación tan buena como cualquier otra.

—¿Es magia?

—Define magia. —El anciano se encogió de hombros—. Si la defines como una fuerza natural o una energía que constituye una parte intrínseca de todo ser vivo y el mundo que te rodea, entonces sí, el canto es magia. Pero es una etiqueta que no le hace justicia, ¿no crees? Tiene demasiadas connotaciones.

Gair recordó el grito agudo de Kemerode, el modo en que su rostro se vio vacío de todo color por la luz que él había creado.

—En la casa materna me llamaron aberración —dijo—. Y en casa, el ama me creyó una criatura de la sombra, parte humano, parte alguna otra cosa. Dijo que las criaturas feéricas me abandonaron en el porche de la capilla para engañarlos.

Alderan se mordió los labios.

—El Reino Oculto es mutable, un lugar traicionero poblado de gente dada al engaño, pero ¿abandonar bebés medio feéricos para que sean adoptados? No. Eso es cosa de los cuentos. Las criaturas que habitan más allá del Velo son muy longevas y rara vez engendran. Consideran su simiente demasiado preciosa para malgastarla en travesuras ociosas. —Ladeó la cabeza y preguntó—: ¿Te lo creíste? ¿Que no pertenecías del todo a este mundo?

Fue el turno de Gair para encogerse de hombros.

—No supe qué creer. Sabía que era distinto y también el porqué, pero ignoraba si mis diferencias se debían a mi capacidad para la magia o a alguna otra cosa. Entonces me enviaron a la casa materna, donde todo lo que me enseñaron provenía del
Libro de Eador
.

—«No permitirás que un brujo siga con vida» —citó Alderan—. Dura lección que enseñar a un joven.

—No supieron qué otra cosa hacer conmigo. Los habían educado en la fe; visitar la capilla cada domingo, dos veces los días de los santos. Aprendí a escribir copiando los salmos del padre Drumheller. ¿A qué otra cosa podían recurrir?

Aquella conclusión arrancó un gruñido.

—Tendríamos que mantener a la gente de iglesia al margen de la educación de los niños. Encierran las mentes jóvenes en cajas, y luego, cuando las sueltan, conservan para siempre su forma de caja.

Aunque no se había separado de sus padres adoptivos en los mejores términos, Gair se sintió obligado a defenderlos.

—Pensaron que hacían lo más conveniente para mí, Alderan.

El anciano torció de nuevo el gesto mientras se miraba las manos. Se frotó los dedos como si los tuviera sucios, o como si le picaran. La larga pausa la llenó el chapoteo del agua en la madera, y los ruidos de la carpintería. Más allá, Gair oyó el canto. Melodioso como una tonada lejana, rítmico como el ronroneo de un gato satisfecho, presente, cambiante como el cauce de un arroyo.

—Hubo un tiempo en que las cosas habrían sido diferentes —explicó Alderan en voz baja—. Habrían reconocido tu don por lo que es, y en lugar de castigarte por él te habrían proporcionado la oportunidad de desarrollarlo. Te habrían respetado, en lugar de ultrajarte. —Negó con la cabeza—. Creo que naciste con mil años de retraso.

—No te entiendo.

—Durante el Primer Imperio trataban a los guardianes del Velo con el respeto que merecían. Había colegios en todas las ciudades importantes, y no se desperdiciaba el talento que no debía desperdiciarse. Si hubieses nacido entonces, te habrían colmado de honores en su orden. Tras la Fundación, sin embargo, todo cambió. Por espacio de quince años persiguieron a los guardianes hasta casi extinguirlos, e incluso sus nombres fueron borrados de los anales de la historia gracias a los inquisidores. —Alderan frunció los labios en una mueca de disgusto—. No fue la mejor hora de la Madre Iglesia.

Gair preguntó, asombrado:

—¿Fue porque creían que esos guardianes usaban la magia? Pero dijiste que el canto forma parte del mundo que nos rodea, que es algo natural. ¿Por qué la Iglesia iba a considerarlo algo tan perjudicial?

—No lo comprendían, y la gente siempre teme aquello que no comprende. Fueron incapaces de ver la diferencia entre lo que hacían los guardianes y lo que hacían los hechiceros de Gwlach. Para ellos ambas cosas eran una y la misma.

A Gair le vinieron a la mente fragmentos de las enseñanzas del padre Drumheller. Pedazos de los sermones acompañados de saliva, pronunciados con voz estruendosa, que reverberaron a través de los años, recordándole los secretos que se había esforzado por mantener ocultos.

—La doctrina enseña que el único poder en el universo proviene de la diosa y su gracia —dijo—. ¿No significa eso que el canto también proviene de ella?

—Los lectores no lo ven de ese modo. No pueden aceptar la existencia de otra fuerza aparte de la divina, así que cualquier otra tiene que ser por definición diabólica.

—Malvada.

—Por resumirlo en una palabra. Al menos desde su punto de vista. «¿Por qué no caen las estrellas?», preguntas, y el lector responde: «Porque la diosa las puso allí». «¿Por qué cae una piedra al suelo cuando la suelto?» «Porque la diosa así lo quiere.» «¿Por qué puede una mujer imponer sus manos en un enfermo y ver cómo se levanta, curado?» «Porque es una bruja» —concluyó Alderan.

—No ha hecho más que recurrir al canto para curarlo.

—De hecho, ha recurrido al canto para hacer que el enfermo se cure a sí mismo, pero tendrás que preguntar a alguien más capacitado que yo para explicar las sutilezas de la curación. Puedo quitar una astilla y detener la hemorragia si te has curado, pero hasta ahí llega mi habilidad. Mis talentos apuntan en otras direcciones.

Cuando comprendió por fin, Gair no pudo sino preguntarse por qué había tardado tanto en hacerlo. Una escuela en las islas. Libros antiguos. De pronto encajaron todas las piezas.

—Eres uno de los guardianes —dijo en un hilo de voz.

Alderan sonrió con la mano en el corazón, antes de inclinarse ante el joven.

—Podrías decir que soy
el guardián
. Ha sido la labor de toda una vida intentar reconstruir nuestra orden y salvaguardar cuanto conocimiento del canto haya podido sobrevivir. Es lo único que preserva el Velo que separa ambos mundos.

Aquello trascendía lo increíble. El ascua de la esperanza recuperó la fuerza de una llama.

—¡Por eso sabes tantas cosas! —exclamó Gair—. Todo este tiempo me has hecho creer que no era más que una afición, algo que simplemente te interesaba. Ah, astuto… —Evitó pronunciar la palabra que tenía en la punta de la lengua—. ¿Por eso fuiste a buscarme a Dremen? Quieres que me una a la orden.

Pero Alderan sacudía la cabeza.

—Nada me complacería más que te unieras a nosotros, pero ésa es una decisión que debes tomar por ti mismo. Un obsequio dado a la fuerza deja de ser un obsequio. No, me encontraba en Dremen porque un viejo amigo mío me pidió que te ayudara, porque sabía que nadie más iba a hacerlo. Para mí fue un placer complacerlo.

—¿Ansel?

—No, y no preguntes quién es porque no te lo diré. Di mi palabra y no faltaré a ella.

Aquélla podía ser su oportunidad, pensó Gair. Si no se lo preguntaba, nunca lo averiguaría.

—¿Podrías enseñarme?

—Eso depende de por qué quieres aprender.

—No quiero temerlo nunca más.

—Y el conocimiento equivale al poder. Buena respuesta.

Alderan se puso en pie y anduvo por la cabina, con los brazos doblados a la altura del pecho.

—Si escojo aceptarte como alumno, Gair, hay algo que debo dejar claro desde el principio. Perteneces a una estirpe cada vez más rara. Eres capaz de escuchar los cantos de la tierra, tocar un poder tan inmenso que permite mover montañas, tan sutil que puede doblar un millar de pétalos para dar forma a un capullo de crisantemo del tamaño de tu pulgar. Ése es un don inconmensurable, y el acceso a un poder así tiene un precio. Ese precio es la moderación.

El anciano giró sobre sí.

—Lo que hagas con el canto tiene consecuencias. El porqué lo hagas tendrá mayores consecuencias. Tienes que responsabilizarte del resultado, sea cual sea. A veces la diferencia entre actuar y no actuar es la diferencia entre la insensatez y la sabiduría. Saber cómo usar el poder no sirve de nada sin saber también cuándo y cómo no usarlo. Ésa es la primera lección que imparto.

Gair pestañeó incrédulo. Nunca había oído a Alderan hablar de ese modo. Se había acostumbrado a su desenfadado sentido del humor; esa faceta de él, dura e imponente, lo sorprendió.

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