Bajo la hiedra (49 page)

Read Bajo la hiedra Online

Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

BOOK: Bajo la hiedra
7.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Tras lo cual vamos al grano.» Danilar permitió que una leve arruga le frunciese el ceño.

—De modo que queréis aseguraros de que esté aún en condiciones de tener las riendas del poder de nuestra orden. Comprendo. Bueno, puedo aseguraros, caballeros, que la reciente enfermedad del preceptor no ha menoscabado su capacidad para continuar con la administración diaria de esta casa.

—Gracias, capellán, pero el caso es que preferiríamos comprobarlo por nuestros propios medios.

—¿Dudáis?

—¡Pues claro que dudamos! —A Goran se le acentuó el color del rostro—. Hace cinco semanas que no le vemos el pelo. ¡Que nosotros sepamos, podría estar muerto y enterrado!

—Pero, Anciano, no lo está. Ya habéis leído los edictos que ha firmado. Todos ellos tienen su sello y cuentan con los testigos pertinentes, según dicta la ley. —Danilar, lisonjero, mantuvo un tono de voz neutro.

—Respecto a esos edictos… —declaró Goran, sacando de la amplia manga un puñado de documentos que sacudió en alto—. Un crío podría haberlos redactado, y la firma podría haberla estampado el mono amaestrado del preceptor. ¿Qué prueba contienen estos documentos de que conserve intactas la facultades?

—Ah. —Danilar dobló los brazos a la altura del pecho—. Llegamos al quid de la cuestión. No te preocupa su salud. Lo que te preocupa es en qué situación se encuentra su mente, o sea, para ser sinceros y no andarnos con tapujos, lo que quieres saber es si mi señor el preceptor tiene murciélagos en la azotea.

Goran carraspeó, incómodo.

—Yo no lo habría expresado con tanta crudeza, capellán, pero compréndelo, después de todo es un hombre mayor y…

—No tanto —lo interrumpió Danilar—. Conserva la misma agudeza de siempre, y mucho me temo que también el temperamento que lo caracteriza. Si dudas de mi palabra, pregunta a su secretario.

—No buscamos pruebas de segunda mano, capellán —intervino una nueva voz. Un dremeniano de facciones zorrunas, magras, se abrió paso entre el resto. Tocó el codo de Goran y el corpulento anciano se fundió en el resto del grupo.

—Ceinan —saludó Danilar, pensando que no le sorprendía lo más mínimo averiguar que ése era el auténtico cabecilla de la comitiva—, qué amable por tu parte haberte acercado a desearle una pronta recuperación al preceptor.

—Danilar —respondió Ceinan—, como puedes ver, no planeamos una insurrección. Venimos de buena fe, para que nuestras mentes y sus inquietudes encuentren descanso. Eso es todo. No tenemos intención de convocar al rede y proponer que Ansel sea apartado del cargo.

—Entonces, ¿qué os habéis propuesto hacer exactamente?

—Queremos verlo, nada más. —Ceinan extendió a ambos lados las palmas de las manos—. Asegurarnos de que todo va bien y de que nuestra orden se encuentra en buenas manos.

—Me temo que por el momento vais a tener que aceptar mi palabra de que así es. Nadie será llevado en presencia del preceptor, hasta que se descarte el riesgo de contagio.

La irritación asomó a los ojos azul claro de Ceinan.

—¿Contagio? —repitió Goran como un eco, los ojos abiertos desmesuradamente.

—Pues claro, Anciano Goran —respondió Danilar—. La fiebre negra pulmonar es muy contagiosa.

—¿Fiebre negra pulmonar? —preguntó el Anciano, pálido como una sábana.

—Por supuesto. No queremos que se extienda por todo el rede, ¿verdad? Que los ancianos cayeran como moscas sería un auténtico desastre.

—Pero tú sí entras y sales como te place, Danilar —señaló Ceinan.

—Yo ya he pasado esa fiebre —dijo, sorprendido de lo fácil que le resultaba mentir cuando así lo dictaba la necesidad—. Fue hace muchos años, en el desierto. Hengfors me dijo que nadie puede contraerla dos veces.

Goran buscó con torpeza un pañuelo.

—¿Estás seguro de que el preceptor padece esa enfermedad?

—Mucho me temo que los síntomas son muy específicos. No podemos correr ningún riesgo de que pueda propagarla por toda la orden, o por la población. Podría resultar letal. Hasta que nos hayamos asegurado de que no existe riesgo de infección, el preceptor permanecerá aislado, a pesar de lo cual desempeña sus responsabilidades de manera normal.

—¿Por qué no se nos ha puesto al corriente de esto antes? —quiso saber uno de los otros ancianos—. Tendrían que habernos informado en cuanto se le diagnosticó al preceptor.

—No creímos que fuera necesario alarmaros. —Danilar se encogió de hombros, ocultando las manos bajo las mangas—. En cuanto el preceptor se recupere, regresará al salón del rede. Entretanto, yo le transmitiré vuestros mejores deseos. Estoy seguro de que se sentirá emocionado al saber que sois tantos los que os preocupáis por él. Y ahora, buenos días.

La comitiva se dirigió entre murmullos hacia la puerta. Goran se secó la frente y echó un vistazo atrás, como quien espera ver al espectro de la enfermedad acechando decidido a atacarlo. Sólo Ceinan se quedó clavado en el mismo lugar.

—Porque sigue vivo, ¿verdad, Danilar? —preguntó el dremeniano—. Sabes tan bien como yo que su secretario podría falsificar su firma y todo el mundo sabe dónde guarda el gran sello.

—Ah, sí, sigue vivo, eso te lo aseguro, y coleando, como siempre. Pregunta a cualquiera que esté al servicio de Hengfors, a cualquiera de los físicos que cuidan de él.

Ceinan compuso una leve sonrisa.

—Sí, puede que lo haga. Sé que tu amistad con el preceptor se remonta a muchos años. Fuisteis novicios juntos, ¿verdad? ¿Hasta dónde alcanza tu lealtad, Danilar? ¿Mentirías para protegerlo, o conspirarías con él para impedir una elección justa?

—¿Quién dice que vaya a producirse una elección?

Ceinan pareció herido.

—Mi querido capellán, ambos sabemos que agoniza. Admito que tu modesta representación teatral para hacernos creer que padece fiebre negra pulmonar ha sido muy convincente. Salta a la vista que has logrado engañarlos. —Un movimiento brusco de la delgada cabeza señaló a los ancianos que se retiraban.

—No pretendía engañar a nadie, Ceinan —replicó Danilar—. El preceptor no está dispuesto a contagiar a todo el rede, sólo para satisfacer tu necesidad de comprobar que sigue estando en sus cabales y que es capaz de desempeñar sus responsabilidades. Sería una insensatez, por no mencionar lo incómodo que resultaría para cualquiera que contrajera la enfermedad. No es muy agradable, créeme: te llena los pulmones de una hedionda mucosidad negra.

—De ahí el nombre, lo sé. Sigo sin estar convencido, Danilar. Creo que Ansel tendría que comparecer ante nosotros, para que podamos comprobar lo bien o mal que está. Si no se encuentra en condiciones de mantener el puesto, la ley consistorial prevé un remedio claro.

La inquietud deslizó otro cuchillo en el costado de Danilar. No convenía que Ceinan tuviera tanto interés en el asunto. No era nada conveniente.

—Ceinan, aprecio sinceramente tu preocupación —dijo—. Es justo, y apropiado, que te muestres tan concienzudo en todo lo relativo al bienestar de la orden, pero puedo asegurarte que, en este caso, tu preocupación, aunque fundada, está fuera de lugar. Nos hallamos en muy buenas manos.

—Pero ¿por cuánto tiempo?

—Nadie es capaz de predecir eso a largo plazo. Sólo la diosa lo sabe.

—Y supongo que ella no dice nada…

—Eso roza la blasfemia, Anciano Ceinan —le advirtió Danilar—. Ella no comparte conmigo sus pensamientos, pero sé cómo se siente cuando aluden a ella del modo en que tú acabas de hacerlo. Ahora sugiero que dejemos que Ansel descanse. Cuando se encuentre mejor, concierta una cita si sigues interesado en visitarlo.

Ceinan le dirigió una sonrisa tensa, que acompañó con una levísima inclinación de cabeza. Luego se alejó. Danilar cerró la puerta, exhalando un suspiro de alivio. De regreso al dormitorio de Ansel encontró al anciano esperándolo, debilitado pero atento.

—¿Y bien?

—Creo que no tardaremos en enfrentarnos a un golpe.

—Nada nuevo bajo el sol. Me lo estaba temiendo. ¿Ceinan?

—Ceinan, sí.

—Es muy sutil, Danilar —señaló Ansel, negando con la cabeza—. Tendremos que andarnos con ojo con él.

—Lo sé. Tuve que perpetuar esa historia de la fiebre negra pulmonar por el bien de los demás, pero me ha dejado claro que no se la creía.

—Ya lo he oído. Dejaste la puerta entreabierta. —Ansel rió entre dientes—. Para ser un hombre de iglesia, mientes la mar de bien.

—Gracias, aunque no estoy seguro de que ése sea un mérito del que enorgullecerse.

—¿Cuántos eran?

—Nueve o diez, pero puedo garantizarte que no han acudido todos. Ceinan me dio a entender que tendrían quórum si convocan el rede, o que al menos llegarían tan cerca del quórum que no podríamos ignorarlos.

—Últimamente su facción parece haber cobrado fuerza —comentó Ansel—. Creo que tal vez hayamos perdido a uno o dos amigos cuando permitimos que el leahno escapara.

—Si preferían verlo arder en la hoguera no estoy seguro de que quiera tenerlos como amigos.

—En eso puede que tengas razón. A pesar de todo, Ceinan es a quien debemos vigilar, y no a sus parásitos. ¿Hasta qué punto está informado?

—No sabría decirlo. Me dio a entender que sabía que tramábamos algo, pero no de qué se trataba.

—Mientras la cosa siga así, no podemos quejarnos. Cuando descubra con todo lujo de detalles qué ha estado sucediendo delante de sus narices, quiero que sea una sorpresa.

Ansel arrojó a Danilar un papel arrugado. Había entre los pliegues restos de cera azul.

—Quémalo.

29

LABERINTO

G
air abrió los ojos. Tuvo que pestañear varias veces antes de que las manchas borrosas se definieran hasta adoptar la forma de sombras de árboles en la pared encalada, bailando a merced de la brisa. Aparte de la cama donde yacía tumbado, el único mobiliario era un solitario armarito y un aguamanil, ambos de madera sin adornos. No reconoció la estancia.

—Hola.

Voz de mujer, musical. Volvió la cabeza hacia ella. Sentada en un taburete junto a él vio a una mujer de piel dorada y pelo cobrizo. El cabello suelto le caía sobre los hombros y la capa verde que los cubría. Tenía bolsas bajo los rasgados ojos de almendra, producidas por el cansancio.

—Yo te conozco. —Gair sintió la boca rellena de lana, pastosa y seca.

Ella le sonrió.

—Soy Tanith, una de las sanadoras de la casa capitular.

—Lo recuerdo. Te veo cansada. —Tomó un tazón de agua que ella le tendió—. ¿Estoy en la enfermería?

—Sí. ¿Recuerdas cómo te llamas?

—Gair —respondió. ¿Por qué no iba a recordar su propio nombre?

—¿Y tu apellido?

—No tengo. —Apuró la taza y ella la llenó de nuevo.

—¿De qué color tienes los ojos?

—Grises. ¿Qué me ha pasado, Tanith?

—No te preocupes por eso ahora. Aquí estás a salvo. —Tanith acercó a su frente el dorso de la mano—. Voy a comprobar si tienes fiebre.

—¿He estado enfermo?

—En cierto modo. Te atacaron, y de resultas de ello algunos de tus recuerdos fueron dañados. No estaba segura de hasta qué punto alcanzaban los daños, pero parece que se limitan a tu pasado reciente. Recuerdas tu nombre, por ejemplo, pero no sabías el mío.

—¿Atacado? ¿Por quién?

—Luego Saaron te dará más detalles. Me pidió que lo avisara en cuanto despertaras. Iré a buscarlo. —Se levantó para salir.

Gair extendió una mano para detenerla, y en ese momento reparó en la herida reciente que le cruzaba el antebrazo derecho.

—¿Qué me ha pasado, Tanith? Recuerdo que estaba en la torre del campanario, contemplando el barco elfo. ¿Me caí?

«No. Esa herida es un tajo hecho con espada. O con algo afilado.»

—No exactamente. —Ella introdujo sus dedos largos bajo la mano de Gair para tomársela—. Has sufrido algo llamado exploración. Te han registrado la memoria, y una vez hecho eso te ha quedado algo revuelta, como la bolsa de una matrona. Te he protegido de la peor parte, pero tardarás en recuperar todos los recuerdos.

—Pero lo haré.

—Ah, sí. Con el tiempo te pondrás bien, no te preocupes por eso.

—¿Y esto? —preguntó Gair, señalándose el brazo con un gesto de cabeza.

—El ataque fue mental, pero también físico, me temo.

Gair apartó la sábana. Tenía el costado surcado de heridas de hacía unos días, y las piernas llenas de cortes encarnados y arañazos que cicatrizaban. «Por los santos y los ángeles, ¿qué me ha pasado? ¿Cuánto tiempo he perdido?», se preguntó. La curación podía reparar en horas lo que el cuerpo tardaba días o semanas en sanar por sus propios medios, pero aun así… Se cubrió de nuevo con la sábana.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

Tanith le puso la mano en el hombro.

—Deja que avise a Saaron.

Cuando se hubo retirado, contempló el techo e intentó recordar lo sucedido desde el momento en que subió por la escalera a la torre. No recordó nada, excepto una vaga inquietud que se hizo un hueco en su mente, densa como una nube cargada de tormenta. Los recuerdos producían ruidos sordos y relucían en sus profundidades, demasiado breves para ser alcanzados. ¿Era ése el escudo de Tanith?

Se abrió la puerta de nuevo, y entró por ella un tipo de pelo pajizo, cubierto por la capa verde de un sanador. Estaba muy flaco y sonreía de oreja a oreja.

—De modo que al fin has vuelto con los vivos —dijo, sentándose en el taburete que había junto a la cama.

—¿Saaron?

—El mismo que viste y calza. ¿Cómo te encuentras?

—¿Teniendo en cuenta que parezco la madera en la que el carnicero corta la carne? Pues sobre todo cansado.

—Eso es la curación. Unos días de descanso, una dieta adecuada y todo esto quedará atrás. Incluso las cicatrices desaparecerán en ese tiempo, a menos que quieras conservar una o dos para impresionar a las chicas. Aunque a juzgar por lo que he oído, hay alguna a quien ya no tienes que impresionar. —Saaron guiñó el ojo con cierta teatralidad.

—¿A qué te refieres?

—A ese pajarillo tuyo. Sometió a asedio a la enfermería durante dos días enteros, hasta que Alderan lo espantó.

«¿Pajarillo?»

—¿Dos días? ¿Es ése el tiempo que llevo aquí? —Experimentó una sensación de pánico en el pecho.

«Ruego a la diosa que no sea demasiado tarde», pensó.

—Un poco más, pero qué importa. Lo que importa ahora es que te estás recuperando y…

—Sí importa. ¿Cuánto, Saaron? ¿Qué me sucedió en la torre del campanario?

Other books

Sunruined: Horror Stories by Andersen Prunty
To Perish in Penzance by Jeanne M. Dams
As Lost as I Get by Lisa Nicholas
Halloween Party by R.L. Stine
Slow Burn: Bleed, Book 6 by Adair, Bobby
Moon Shadow by Chris Platt
Divined by Emily Wibberley
This Journal Belongs to Ratchet by Nancy J. Cavanaugh
Never Hug a Mugger on Quadra Island by Sandy Frances Duncan, George Szanto