Bajo la hiedra (47 page)

Read Bajo la hiedra Online

Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

BOOK: Bajo la hiedra
9.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Jadeó en busca de aire. El frío penetró en sus plumas, minándole la fuerza, haciéndole temblar. Moverse. Tenía que moverse. Savin no debía de andar lejos, a pesar de que no lo veía. ¡Tenía que moverse! Allí, una roca. Avanzó hacia ella con torpeza, a través de la nieve. Se subió a ella. Tenía las plumas empapadas, entumecidas. Se sacudió para desentumecerse, y una punzada de dolor le recordó las heridas del cuello y el lomo. La sangre salpicó la nieve que lo rodeaba.

Cansado, estremecido, Gair echó de nuevo a volar en dirección a la casa capitular, de donde lo separaba una considerable distancia. De inmediato Savin se precipitó sobre él y lo tumbó de lado. Una pesada zarpa de color plata se clavó en mitad de su pecho, inmovilizándolo. Más allá de la zarpa, un leopardo blanco.

El corazón de Gair latía con fuerza. Por mucho que forcejeó y aleteó, fue incapaz de zafarse de la amplia pata, y el pelaje era tan grueso que no podía herirlo a fuerza de picotazos. Chilló de nuevo cuando el felino cargó más peso sobre él.

La forma de azor había dejado de serle útil. Bastaría con aplicar más peso para que la caja torácica de cualquier ave cediera como un terrón de azúcar. Gair prescindió del canto y recuperó de inmediato la forma humana. Sentía el corazón atenazado por la desesperación, encarnada en un leopardo blanco cuyas garras de marfil le arañaban la piel. Un felino adulto de esa especie era capaz de derribar a un ciervo almizclero en plena carrera. No conocía lo bastante bien aquella forma para siquiera intentar enfrentarse a Savin en sus propios términos. No había nada que pudiera hacer.

Los ojos dorados, grandes como nueces, lo miraron entornados. El leopardo se rebulló, y la piel argéntea se tensó sobre sus fuertes hombros cuando puso otra pata en el pecho de Gair, en esa ocasión bajo la garganta. Emitió un gruñido, a Gair no le salían las palabras. El aliento le hedía a carne podrida.

—¿Qué quieres, Savin? —dijo, jadeando.

«A ti.»

Gair sintió mayor presión en la mente que la que acusaba en el esternón. Lo aplastaba, le aplastaba el cerebro dentro del cráneo, le arrancaba lágrimas de los ojos.

«Esto.»

Un dolor increíble. La presencia de Savin fluyó a través de él como el fuerte soplo del viento en invierno, helando todo cuanto tocaba. Gair recurrió apresuradamente al canto para interponer un escudo, pero Savin lo hizo trizas con sus garras. La presencia ajena se volvió más intensa. Se hizo más fuerte, más pesada, llenándole los pensamientos, arrastrándolo con la misma rotundidad que el océano priva del último aliento al ahogado.

Savin lanzó una risa ronca, hundió la mano en los recuerdos de Gair y tiró de ellos. Surgieron salpicándolo todo como hilos sueltos, una maraña de instantes de vivos colores: el sabor del pan con especias del desayuno; el silencio del bosque nevado; las campanadas que anunciaban las vísperas sobre el susurro de la nevisca que caía en la contraventana. Los tomó sin miramientos, haciéndose con lo que le interesaba y desembarazándose de lo que no, antes de hundir la mano y arrancar más. La mente de Gair se llenó de imágenes, esparcidas sin ton ni son, una sobre otra, apiladas a veces en combinaciones peculiares. Nada quedó incólume. Y le dolió.

Gair lanzó un grito. Cada violación de su memoria le dolía más que una estocada. Cada vieja herida reabierta supuró y le supuso un nuevo dolor. La caza siguió adelante. Su talento para cambiar de forma fue explorado de forma implacable. Savin rebuscó en su interior, lo revolvió todo dentro y fuera hasta que el joven olvidó cómo se sentía antes de aquella invasión. Entonces Savin se adentró más hondo para arrancar cada instante que Gair había compartido con Aysha, deteniéndose en cada uno de los besos dados, examinándolos como si de objetos curiosos se tratara.

«¿Sientes algo por ella? ¿Por una tullida?»

—Por favor… —Ay, diosa, qué dolor. «Aysha, ayúdame», pensó.

Savin arrojó a un lado los recuerdos de ella, para sustituirlos por los de todos y cada uno de los maestros que Gair había tenido en su vida. Cada palabra que pronunciaron fue examinada y descartada, cada lección aventada como el grano, tan dispuesto estaba Savin a encontrar lo que buscaba. Alderan obtuvo el mismo trato, más exhaustivo si acaso. Retales de conversación reverberaron en la mente de Gair.

«¿Qué te ha contado? —exigió Savin—. ¿Qué?»

Ahondó más y más. Atrás, en los hilos correspondientes a los años que había pasado en la casa materna, de vuelta a los veranos que pasó Gair en su infancia entre las calas y acantilados de la costa leahna, hasta la inocencia y la curiosidad del joven ante los colores que le ofrecía el mundo. De vuelta a una primera exclamación de asombro, de regreso al sueño, de vuelta a la bendita oscuridad y un canto entonado en la quietud de un ritmo lejano que correspondía a un latido distante.

Savin regresó hecho una furia.

«¿Dónde está la llave? ¡No puedes ocultármela, muchacho!»

Gair no podía responder. Tenía la mente paralizada de dolor, su propio llanto lo ensordecía. Flotaba a la deriva en una turbia maraña de recuerdos. Savin volvió a herirlo. Una. Otra vez. Los dolores recientes explotaron en su cráneo.

«¿Dónde está?»

Se deslizaba hacia el olvido, lejos, cada vez más…

«¡Tienes que saberlo! ¡Dímelo! ¡Dímelo!»

La oscuridad se abrió sobre él para envolverlo…

«¡Cuéntamelo!»

Incluso el dolor se hizo lejano. Pertenecía a otra persona, y la voz quejumbrosa, exigente, se desvaneció por fin en la nada.

Al final lo despertó el frío, capaz de paralizar a cualquiera de cuya espalda y extremidades se hubiera adueñado. Había perdido el tacto, los músculos de su cuerpo estaban entumecidos y no respondían, excepto cuando le dolían tanto que era insoportable. Lentamente, Gair abrió los ojos.

Gris. Todo era gris. Sin rasgos distintivos, sin colores, al menos que él pudiera ver. Intentó volver la cabeza para aumentar el campo de visión, momento en que sintió un fuerte dolor en el cuello. Cerró los ojos con un gruñido, e intentó mover los brazos. Más dolor, pero éste más tolerable. Pudo moverse, aunque algo le ponía resistencia. Probablemente, sus propias piernas. Abrió de nuevo los ojos, levantó la mano derecha y se la llevó a la cara. Cayó nieve de la manga y más nieve le cubría los dedos azulados. Ahí estaba la causa del intenso frío, y al poco comprendió por qué todo era gris: el cielo estaba cubierto por nubes de tormenta. A medida que se le aclararon las ideas, comprendió que tenía que hacer un esfuerzo por moverse, antes de que el frío glacial se apoderase por completo de él. Apretó con fuerza los dientes, rodó hasta quedar boca abajo y arrastró las piernas para ponerlas bajo el cuerpo.

Cuando se puso en pie con dificultad, se vio rodeado por la alfombra de nieve, cubierta de sangre. Todo aquel movimiento había bastado para que se le abriera de nuevo al menos una herida. Manchas rojas salpicaron la nieve que había a sus pies. Gair cayó postrado. Le rugió el estómago y, de pronto, le pudieron las náuseas. El vómito amargo le quemó la tráquea una y otra vez hasta que no le quedó nada que devolver en el estómago.

Cayó sollozando en la nieve. El cielo gris giró sobre él. Tardó mucho en volver a parar, pasó un buen rato hasta que la tierra dejó de tambalearse y él pudo intentar incorporarse de nuevo. Gair, dolorido, se puso en pie. La sangre le manaba del pecho y el brazo. Estuvo a punto de caer postrado de nuevo. Pestañeando, miró en derredor para orientarse.

Estaba en algún lugar de una isla. El mar rompía con fuerza a su derecha, y más allá se dibujaba el blanco contorno de otra isla. Estaba convencido de que tendría que saber su nombre, pero no le vino a la mente. Era consciente de que se trataba de otra, y que más allá estaba su hogar.

Para cruzar el agua hasta la siguiente isla tendría que volar. No estaba seguro de ser capaz de ello. Tras una exploración cuidadosa de la parte posterior del cuello, descubrió que tenía una herida considerable y una costra de sangre congelada. Cuando repasó con la yema de los dedos el borde de la herida, soltó un grito de dolor. Gair tomó un puñado de nieve que aplicó directamente a la herida. El frío lo atravesó, hiriente, con esa sensación de calor que pronto se volvió ardor. Aulló. Aplicó otro puñado de nieve y una lenta sensación de entumecimiento se impuso al dolor. Boqueó falto de aliento y recurrió al canto.

No era tan fuerte como lo recordaba. Lo percibió casi tan perjudicado y magullado como él. Pasó una eternidad mientras repasaba las melodías, tratando de encontrar la que andaba buscando. Una vez dio con ella, la sostuvo inerte en las manos. No podía entonarla.

—Ay, Aysha, ayúdame —susurró.

Gair lo intentó de nuevo. Esta vez sintió que el cambio de forma se iniciaba, y que estaba a medio camino antes de quebrarse y caer de nuevo de rodillas al suelo, presa del vómito. En cuanto la náusea aflojó, volvió a ponerse en pie y lo intentó de nuevo. No logró mejores resultados, pero esa vez decidió no soltar el canto. No podía permitirse ceder. ¡No estaba dispuesto a morir en ese lugar! Apretó los dientes para combatir el mareo que le revolvía el estómago, asió la música y deseó que se lo llevara consigo.

Echó a volar. Sobrevoló un angosto trecho, un paso más cerca de su hogar. Sombras negras le acotaban el cambio de visión, y voló apenas a unos pies de altura sobre el oleaje. El vértigo amenazó con sobrecogerlo y al llegar a la siguiente isla cayó de costado en la nieve. La sensación de dolor se intensificó, localizada en su cuello y el otro hombro. Poco a poco su visión se tiñó de color escarlata. Yació jadeando hasta que pudo reunir fuerzas de nuevo para sobreponerse al dolor, salvar la pendiente y alzar el vuelo en dirección a la siguiente isla. Antes de llegar a la cima, cayó postrado.

—¡Aysha! —llamó—. ¡Ay, diosa! ¡Aysha!

No hubo respuesta. Ella no podía oírlo. Tendría que acercarse, cambiar de nuevo de forma y volar de algún modo. Se echó al cuello más nieve y recurrió una vez más a la frágil y huidiza melodía.

Cuando se impuso la oscuridad, Alderan subió la escalera hasta la parte superior del campanario, con una segunda capa colgada del brazo. A pesar de la cercanía de la primavera, la nieve aún cubría con su grueso manto los campos, perlada bajo la segunda luna. No era noche para andar por ahí sin capa. De hecho, no era noche para andar por ahí.

Una a una fue cerrando las contraventanas, todas excepto la que daba a poniente. Extendió la manos e invocó un bril tan grande que no pudo abarcarlo con ambos brazos, y ahí lo dejó, en mitad de la estancia. La luz blanca alanceó la isla durmiente, recta como un camino imperial. Confió en que bastaría para guiar al muchacho de vuelta a casa. Tenía que bastar. Era todo cuanto podía hacer. Luego se sentó en un banco, decidido a esperar.

Transcurrió una hora antes de que sus ojos detectaran movimiento. Un cernícalo atravesó la ventana para posarse en el extremo del banco. Tenía las plumas desordenadas y había agresividad en su mirada.

«¿Dónde está? ¡He buscado por todas partes!»

«No lo sé, Aysha —respondió Alderan—. Está ahí afuera, en alguna parte, pero no sé dónde.»

«¡Le oigo! —gimió ella—. ¡Escucha!»

Sus colores llenaron la mente del anciano, practicando un canal que la llevó a su conciencia. Un aullido de desesperación encontró eco en el interior de la mente de Alderan, momento en que los colores de Aysha sufrieron una sacudida. Él cerró el canal con suavidad.

«¿Has hablado con él?»

«No puede oírme.»

«Vuelve a intentarlo. Ahora. Tenemos que traerlo de vuelta aquí.»

Alderan sintió que parte de su vínculo con Aysha se desvanecía. No pudo oírla, pero sus colores siguieron temblando, estremeciéndose en su mente como un animal enjaulado. En todos los años que hacía que la conocía jamás la había visto así antes, nunca había visto sus colores tan tensos, tan rasgados o teñidos de escarlata. ¿Cuánto tiempo más podría soportarlo? Miró por la ventana, contemplando la oscuridad en busca de algo, cualquier cosa que pudiera demostrar que Gair había encontrado el camino de vuelta.

«No hay respuesta.» Los colores de Aysha estaban congelados.

«Tal vez no tenga fuerzas para responder —aventuró Alderan—. Sigue intentándolo.»

El cernícalo inclinó la cabeza y el contacto mental desapareció. En cierto modo se alegró de ello. Había sentido todo su dolor cuando la alcanzó aquel impotente grito. Afuera había sucedido algo terrible que nadie podía imaginar. Gair era demasiado fuerte para haberse extraviado en un camino tejido por él. Demasiado fuerte. Alderan era consciente de ello y no tenía la menor duda al respecto, pero la duda precisamente fue la que siguió royéndolo por dentro a medida que transcurrieron los minutos y siguió sin ver ni rastro del joven.

Había ido a buscar a Gair una vez concluido el consejo, pero no había dado con él en su cuarto, en el refectorio ni en la biblioteca. Darin no lo había visto desde el desayuno, igual que los demás. Cada vez más preocupado, Alderan buscó sus colores, pero no encontró ni rastro de ellos en ninguna parte de Penglas. Había compartido su necesidad de dar con él con los guardianes de las demás islas habitadas. Les mostró la pauta del leahno, esmeralda y ámbar, pero uno tras otro todos ellos fueron respondiendo lo mismo. Estuviera donde estuviese, Gair no se hallaba en las islas Occidentales.

«¿Qué es eso? —preguntó de nuevo Aysha, cuya presencia se había vuelto a colar en un instante en la mente de Alderan—. Cerca de Cinco Hermanas. Me ha parecido ver algo.»

«Tienes mejor vista que yo, hermana. Yo no veo nada.»

«Yo sí. ¡Es él, tiene que serlo!»

Aleteó en dirección al borde de la ventana, pendiente de la noche. Reculó.

«¿Qué sucede?»

«Ay, diosa, está malherido —susurró ella—. Apenas puede conservar la forma. ¡Ayúdalo, Alderan!»

«No hay nada que yo pueda hacer desde aquí. Ya lo sabes. Ni siquiera el más fuerte de nosotros podría hacerlo. Tendrá que apañárselas él solo para regresar. Si no lo logra, iremos a buscarlo.»

«¡Si pierde la forma, la caída lo matará!»

«No perderá la forma, Aysha. Sé fuerte.»

Ella lanzó un juramento y sus colores sufrieron otra sacudida. Alderan contempló la noche. Ahí estaba, apenas era un destello en el haz plateado de su bril. Clavó los ojos en él, deseando verlo más y más cerca hasta que finalmente logró distinguir su silueta.

«Vete, Aysha. Vuelve a tus habitaciones.»

Other books

Kiss Tomorrow Goodbye by Jade, Imari
The Inheritance by Simon Tolkien
My Tired Father by Gellu Naum
Hardheaded Brunette by Diane Bator