Balzac y la joven costurera china (11 page)

BOOK: Balzac y la joven costurera china
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—Ya lo sé, es que la sangre del búfalo no me ha sentado bien —dijo el hijo—. Hay algo hediondo que me sube del estómago hasta la garganta.

—Por fortuna he traído un medicamento para la digestión —respondió la madre.

Completamente dominados por el pánico, no conseguíamos encontrar un rincón para escondernos en la cocina. Todo estaba tan oscuro que no veíamos nada. Topé con Luo cuando él estaba levantando la tapa de una gran vasija de arroz. Perdía la razón.

—Es demasiado pequeño —susurró.

Un ruido cacofónico de cadena resonó en nuestros oídos; luego, la puerta se abrió justo cuando nos lanzábamos hacia la alcoba, para metemos cada cual bajo una cama.

Entraron en el comedor y encendieron la lámpara de petróleo.

Todo salía al revés. En vez de esconderme bajo la cama del Cuatrojos, yo, que era más grande y más robusto que Luo, estaba atrapado bajo la de su madre, claramente menos espaciosa y, lo que era peor, provista de un orinal, como indicaba un molesto olor fácilmente definible. Un enjambre de moscas revoloteaba a mi alrededor. A tientas, intenté estirarme tanto como me lo permitía el exiguo lugar, pero mi cabeza estuvo a punto de volcar el nauseabundo cubo; oí un ligero chapoteo y el hedor, penetrante y vomitivo, se acentuó. Con instintiva repugnancia, mi cuerpo hizo un movimiento casi violento que produjo un ruido lo bastante audible, insólito y traidor.

—¿No has oído nada, mamá? —preguntó la voz del Cuatrojos.

—No.

Siguió un silencio total que duró casi una eternidad. Yo imaginaba cómo aguzaban el oído, en una inmovilidad teatral, para captar el menor ruido.

—Sólo oigo los gorgoteos de tu vientre —dijo la madre.

—Es la sangre del búfalo, la digiero mal. Me encuentro fatal, no sé si tendré fuerzas para volver a la fiesta.

—Ni hablar, ¡tenemos que ir! —insistió la madre con voz autoritaria—. Aquí están, he encontrado los comprimidos. Toma dos, te calmarán el dolor de estómago.

Oí que el hijo obediente se dirigía a la cocina, sin duda para beber agua. La luz de la lámpara de petróleo se alejó con él. Aunque no veía a Luo en la oscuridad, advertí que se alegraba tanto como yo de no haberse quedado allí.

Tragados los comprimidos, el Cuatrojos volvió al comedor. Su madre le preguntó:

—¿No habías empaquetado la maleta de libros?

—Sí, lo hice esta misma tarde.

—¿Y cómo es que la cuerda está en el suelo?

¡Cielos! Realmente no hubiéramos debido abrirla. Un sobresalto me recorrió el espinazo, aovillado bajo la cama. Me lo reprochaba. Busqué en vano la mirada de mi cómplice en la oscuridad.

Tal vez la voz tranquila del Cuatrojos fuera el indicio de una emoción violenta.

—Desenterré la maleta, detrás de la casa, cuando cayó la noche. Al entrar, limpié la tierra y las demás porquerías que la cubrían y comprobé escrupulosamente que los libros no estuvieran enmohecidos. Y al final, justo antes de ir a cenar con los aldeanos, la até con esa gruesa cuerda de paja.

—Entonces, ¿qué ha pasado? ¿Se habrá colado alguien en la casa durante la fiesta?

Con la lámpara de petróleo en la mano, el Cuatrojos corrió hacia la habitación. Bajo la cama de enfrente, vi los ojos de Luo que brillaban por la luz que se acercaba. A Dios gracias, los pies del Cuatrojos se detuvieron en el umbral.

—No es posible. La ventana sigue clavada y en la puerta está el candado —le dijo a su madre, volviéndose.

—Creo que, de todos modos, deberías echar una ojeada a la maleta para ver si faltan libros. Tus dos antiguos compañeros me dan miedo. No sé cuántas veces te lo escribí: no debiste tratar con esos tipos, eran demasiado maliciosos para ti, pero no me escuchaste.

Oí que la maleta se abría y la voz del Cuatrojos respondía:

—Me hice amigo de ellos porque pensé que papá y tú teníais problemas de dentadura y que, algún día, tal vez el padre de Luo podría seros útil.

—¿Es cierto?

—Sí, mamá.

—Eres un cielo, hijo mío —La voz de la madre se hizo sentimental—. Incluso en una situación tan adversa pensaste en nuestras muelas.

—Mamá, lo he comprobado: no ha desaparecido ningún libro.

—Mejor así, era una falsa alarma. Bueno, vámonos.

—Espera, pásame la cola del búfalo, la meteré en la maleta.

Minutos más tarde, mientras ataba la maleta, oí que el Cuatrojos gritaba:

—¡Mierda!

—Ya sabes que no me gustan las palabrotas, hijo mío.

—¡Tengo diarrea! —anunció el Cuatrojos con voz doliente.

—Utiliza el orinal, en la habitación.

Para nuestro alivio, oímos que el Cuatrojos corría hacia el exterior.

—¿Adónde vas? —gritó la madre.

—Al campo de maíz.

—¿Llevas papel?

—No —respondió la voz del hijo alejándose.

—¡Te traeré el necesario! —gritó la madre.

Qué suerte la nuestra que el futuro poeta tuviera la manía de descargar su vientre al aire libre. Puedo imaginar la escena horrorosa y humillante con la que nos habría mortificado de haber corrido a la habitación, cogido a toda velocidad el cubo higiénico bajo la cama, haberse sentado encima y evacuado la sangre del búfalo ante nuestras narices, con un estruendo tan ensordecedor como la caída de una impetuosa cascada.

En cuanto la madre salió corriendo, oí que Luo murmuraba en la oscuridad:

—¡Venga! ¡Nos largamos!

Al pasar por el comedor, Luo cogió la maleta de libros, y tras una hora de loca carrera por el sendero, cuando decidimos por fin hacer un alto, la abrió. La cola del búfalo, negra, de punta peluda y salpicada de oscuras manchas de sangre, destacaba sobre los montones de libros. Era de excepcional longitud: sin duda era la del búfalo que había roto las gafas del Cuatrojos.

Tercera Parte

Muchos años más tarde, una imagen del período de nuestra reeducación sigue grabada en mi memoria con excepcional precisión: ante la impasible mirada del cuervo de pico rojo, Luo, con un cuévano a la espalda, avanzaba a cuatro patas por un pasaje de unos treinta centímetros de ancho flanqueado a cada lado por un profundo precipicio. En su anodino cuévano de bambú, sucio pero sólido, había escondido un libro de Balzac,
Papá Goriot
, cuyo título en chino era El viejo Go; iba a leérselo a la Sastrecilla, que todavía era sólo una montañesa, hermosa pero inculta.

Durante todo el mes de septiembre, tras el éxito de nuestro robo, fuimos tentados, invadidos, conquistados por el misterio del mundo exterior, sobre todo el de la mujer, el del amor, el del sexo, que los escritores occidentales nos revelaban día tras día, página tras página, libro tras libro. El Cuatrojos no sólo se había marchado sin atreverse a denunciarnos sino que, por fortuna, el jefe de nuestra aldea había ido a la ciudad de Yong Jing para asistir a un congreso de los comunistas del distrito. Aprovechando estas vacaciones del poder político y la discreta anarquía que reinaba momentáneamente en la aldea, nos negamos a ir a trabajar a los campos, algo que a los aldeanos, ex cultivadores de opio reconvertidos en custodios de nuestras almas, les importó un pimiento. Me pasaba así los días, la puerta más herméticamente cerrada que nunca, con las novelas occidentales. Dejaba de lado los Balzac, pasión exclusiva de Luo, y me enamoraba sucesivamente, con la frivolidad y la seriedad de mis diecinueve años, de Flaubert, de Gogol, de Melville e, incluso, de Romain Rolland.

Hablemos de éste. La maleta del Cuatrojos sólo contenía uno de sus libros, el primero de los cuatro volúmenes de
Jean-Christophe
. Puesto que se trataba de la vida de un músico, y yo mismo era capaz de tocar al violín piezas como
Mozart piensa en el presidente Mao
, me sentí tentado a hojearlo, al modo de un coqueteo sin consecuencias, tanto más cuanto que había sido traducido por Fu Lei, el traductor de Balzac. Pero en cuanto lo abrí, ya no pude soltarlo. Mis libros preferidos eran, normalmente, las colecciones de cuentos, que narran una historia bien compuesta, con ideas brillantes, a veces divertidas o que te dejan sin aliento, historias que te acompañan toda la vida. Por lo que a las novelas largas se refiere, salvo por algunas excepciones, me mostraba bastante desconfiado. Pero
Jean-Christophe
, con su empecinado individualismo, sin mezquindad alguna, fue para mí una saludable revelación. Sin él, nunca hubiera conseguido comprender el esplendor y la amplitud del individualismo. Hasta aquel encuentro robado con
Jean-Christophe
, mi pobre cabeza educada y reeducada ignoraba, sencillamente, que fuera posible luchar en solitario contra el mundo entero. El coqueteo se transformó en un gran amor. Ni siquiera el énfasis excesivo en el que había caído el autor me parecía perjudicial para la belleza de la obra. Me zambullí literalmente en el poderoso río de aquellos centenares de páginas. Era para mí el libro soñado: al acabar de leerlo, ni la maldita vida ni el maldito mundo volvían a ser como antes.

Mi adoración por
Jean-Christophe
fue tal que, por primera vez en mi vida, quise poseerlo solo, y no ya como un patrimonio común, de Luo y mío.

En una página en blanco, detrás de la cubierta, redacté una dedicatoria según la cual era un regalo para mi futuro vigésimo aniversario, y pedí a Luo que la firmara. Me dijo que se sentía halagado, pues la ocasión era tan rara que se convertía en histórica. Caligrafió su nombre con un solo trazo de pincel suelto, generoso y fogoso, reuniendo los tres caracteres en una hermosa curva que ocupaba casi la mitad de la página. Por mi parte, le dediqué las tres novelas de Balzac,
Papá Goriot
,
Eugenia Grandet
y
Úrsula Mirouët
, como regalo de Año Nuevo, para el que faltaban varios meses aún. Bajo la dedicatoria, dibujé los tres objetos que representaban sendos caracteres chinos que componen mi nombre. Para el primero esbocé un caballo al galope, relinchando, con las suntuosas crines flotando al viento. Para el segundo, una espada larga y puntiaguda, con la empuñadura de hueso finamente labrada, engastada de diamantes. Por lo que al tercero se refiere, dibujé un pequeño cencerro, a cuyo alrededor añadí numerosos trazos en forma de ondas, como si se hubiera movido y sonado para pedir socorro. Estuve tan contento con aquella firma que casi derramé encima algunas gotas de mi sangre, para sacralizarla.

A mediados de mes, una violenta tormenta se desencadenó durante toda una noche en la montaña. Llovió a cántaros. Sin embargo, a la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, Luo, fiel a su ambición de hacer que una muchacha hermosa fuese culta, partió con
Papá Gariot
en su cuévano de bambú, y, como un caballero solitario sin caballo, desapareció por el sendero envuelto en la bruma matutina hacia la aldea de la Sastrecilla.

Para no violar el tabú colectivo impuesto por el poder político, al anochecer recorrió en sentido inverso el camino y regresó prudentemente a nuestra casa sobre pilotes. Aquella noche me contó que, tanto al ir como al volver, había tenido que atravesar un paso estrecho y peligroso, formado por un inmenso desprendimiento de tierra, producto de los estragos de la tormenta.

—La Sastrecilla y tú, sin duda, os atreveríais a correr por allí. Pero yo, aunque avanzo a cuatro patas, tiemblo de los pies a la cabeza —me confesó.

—¿Y es muy largo?

—Cuarenta metros por lo menos.

Para mí resultó siempre un misterio: Luo nunca tenía problemas con nada, salvo con la altura. Era un intelectual que en su vida había trepado a un árbol. Recuerdo todavía aquella lejana tarde, cinco o seis años antes, durante la cual se nos ocurrió subir por la escalera de hierro oxidado de un depósito de agua. Al comenzar, se arañó las palmas de las manos con la herrumbre y sangró un poco. Llegado a quince metros de altura, me dijo: «Tengo la impresión de que los barrotes de la escalera van a ceder bajo mis pies, a cada paso.» La mano herida le dolía, y eso alimentaba su angustia. Acabó renunciando y me dejó subir solo; desde lo alto de la torre, le envié un escupitajo burlón que desapareció inmediatamente en el viento. Los años pasaron, pero su miedo a la altura perduró. En la montaña, como él decía, la Sastrecilla y yo corríamos por los acantilados sin vacilación alguna, pero una vez llegados al otro lado teníamos, a menudo, que esperar a Luo un buen rato, porque éste nunca se atrevía a pasar de pie y avanzaba a gatas.

Cierto día, por cambiar de aires, lo acompañé, en su peregrinación a la belleza, hasta la aldea de la Sastrecilla.

En el peligroso paso del que Luo me había hablado, la brisa matinal se convirtió en un vendaval que soplaba en la montaña. A la primera ojeada comprendí hasta qué punto Luo se había superado al tomar aquel camino. Yo mismo, cuando puse los pies en él, temblé de miedo.

Una piedra se desprendió bajo mi bota izquierda y, casi al mismo tiempo, la derecha hizo caer algunos terrones que desaparecieron en el vacío. Tuvimos que esperar mucho tiempo antes de escuchar el ruido del impacto, que resonó con un lejano eco en el precipicio.

De pie en aquel paso de unos treinta centímetros de ancho, con un abismo a cada lado, nunca hubiera debido mirar hacia abajo: a la derecha había una pared rocosa, recortada, pelada, de una vertiginosa profundidad, en la que las frondas de los árboles no eran ya verdes sino de un gris blanquecino, vago y brumoso. Mis oídos comenzaron de pronto a zumbar cuando hundí la mirada en el abismo de la izquierda: la tierra se había corrido de modo tan violento como espectacular, formando un precipicio vertical de unos cincuenta metros.

Por fortuna, aquel paso tan peligroso sólo tenía unos treinta metros de largo. Al otro extremo, encaramado en una roca, había un cuervo de pico rojo, con la cabeza horriblemente hundida en el cuello.

—¿Quieres que lleve el cuévano? —pregunté con aire desenvuelto a Luo, que se había quedado de pie al comienzo del paso.

—Sí, cógelo.

Cuando me lo puse a la espalda, sopló una agresiva ráfaga de viento, los zumbidos de mis oídos se intensificaron y, en cuanto agité la cabeza, el movimiento me produjo un vértigo tolerable, agradable casi. Di unos pocos pasos, volví la cabeza y vi que Luo seguía en el mismo lugar, su silueta vacilando levemente ante mis ojos, como un árbol al viento.

Mirando hacia delante, avancé metro tras metro, como un funámbulo. Pero en mitad del camino, los roquedales de la montaña de enfrente, donde estaba el cuervo de pico rojo, se inclinaron violentamente hacia la derecha y hacia la izquierda, como en un terremoto. Inmediatamente, por instinto, me agaché, y el vértigo sólo cesó cuando mis dos manos consiguieron tocar el suelo. El sudor me corría por la espalda, el pecho y la frente. Con una mano, me enjugué las sienes; ¡qué frío era aquel sudor!

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