Read Balzac y la joven costurera china Online
Authors: Dai Sijie
—Viene a buscar a su hijo —añadió—. Le ha encontrado un buen puesto en su ciudad.
—¿Está su hijo reeducándose? —le preguntó Luo.
—Sí, como vosotros.
¿Quién podía ser el afortunado, el primer liberado del centenar de jóvenes reeducados de nuestra montaña? La cuestión nos obsesionó durante la mitad de la noche, por lo menos; nos torturó el espíritu, nos mantuvo en una enfebrecida vela, nos corroyó de envidia. Las camas del hotel se habían vuelto abrasadoras, era imposible dormir allí. No conseguíamos adivinar quién era aquel suertudo, aunque habíamos enumerado los nombres de todos los muchachos, a excepción de los de los «hijos de burgués» como el Cuatrojos, o de los «hijos de enemigos del pueblo», como nosotros, es decir, de los que tenían tres sobre mil de posibilidades.
Al día siguiente, en el camino de regreso, encontré a la mujer que había venido a salvar a su hijo. Fue justo antes de que el sendero se elevase por los roquedales y desapareciera en las nubes blancas de las altas montañas. Bajo nuestros pies se extendía una inmensa ladera, cubierta de tumbas tibetanas y chinas. La Sastrecilla había querido mostrarnos dónde estaba enterrado su abuelo materno, pero como no me gustaban mucho los cementerios, los había dejado entrar sin mí en el bosque de losas sepulcrales, algunas de las cuales estaban medio enterradas en el suelo y otras ocultas por lujuriantes hierbas.
A un lado del sendero, bajo una arista rocosa que sobresalía, encendí una hoguera, como de costumbre, con ramas y hojas secas, y saqué de la bolsa unas patatas dulces que metí en las cenizas para que se asaran. Entonces apareció la mujer, sentada en una silla de madera sujeta a la espalda de un joven por dos correas de cuero. Sorprendentemente, en aquella posición tan peligrosa, demostrando una calma casi inhumana, hacía calceta, como la hubiera hecho en su balcón. De estrecho talle, llevaba una chaqueta de pana verde oscuro, un pantalón beige y un par de zapatos de suela plana, piel flexible y un tono verde descolorido. Al llegar a mi altura, el porteador quiso hacer un alto y depositó la silla sobre una roca cuadrada. Ella siguió con su calceta, sin bajar de la silla, sin lanzar ni una sola ojeada a mis patatas asadas ni dirigir la menor frase amable a su porteador. Le pregunté, imitando el acento local, si se había alojado la víspera en el hotel de la ciudad. Ella asintió con un simple movimiento de cabeza y continuó su calceta. Era una mujer elegante, rica sin duda, a la que nada, aparentemente, podía asombrar.
Con una ramita de árbol, pinché una patata dulce del humeante montón y la palmeé, para limpiarla de tierra y cenizas. Decidí cambiar de pronunciación.
—¿Desea probar un asado montañés?
—¡Su acento es de Chengdu! —me gritó, y su voz era dulce y agradable.
Le expliqué que mi familia vivía en Chengdu, de donde yo procedía efectivamente. Bajó enseguida de su silla y, con la calceta en la mano, vino a acuclillarse ante mi hoguera. Sin duda no estaba acostumbrada a sentarse en semejante lugar.
Tomó la patata dulce que yo le tendía y la sopló, con una sonrisa. Dudaba en morderla.
—¿Qué está haciendo usted aquí? ¿Reeducarse?
—Sí, en la montaña del Fénix del Cielo —le respondí, buscando otra patata entre las brasas.
—¿De verdad? —exclamó—. También a mi hijo lo reeducan en esa montaña. Tal vez lo conozca. Al parecer es el único de ustedes que lleva gafas.
Perdí la patata dulce y mi rama pinchó en el vacío. Mi cabeza comenzó a zumbar de pronto, como si hubiera recibido un bofetón.
—¿Es usted la madre del Cuatrojos?
—Sí.
—¡De modo que él es el primer liberado!
—Oh, ¿está usted al corriente? Sí, trabajará en la redacción de una revista literaria de nuestra provincia.
—Su hijo es un auténtico especialista en canciones montañesas.
—Lo sé. Antes, temíamos que perdiera el tiempo en esta montaña. Pero no. Ha recopilado canciones, las ha adaptado, modificado, y los textos de esos cantos campesinos han gustado enormemente al redactor jefe.
—Ha podido hacer ese trabajo gracias a usted. Le dio muchos libros para que los leyera.
—Sí, claro.
De pronto, calló y clavó en mí una mirada desconfiada.
—¿Libros? Nunca —me dijo con frialdad—. Muchas gracias por la patata.
Era realmente susceptible. Lamenté haberle hablado de los libros viendo cómo devolvía, discretamente, su patata dulce al humeante montón, se levantaba y se disponía a partir.
De pronto, se volvió hacia mí y me hizo la pregunta que yo temía:
—¿Cómo se llama usted? Cuando llegue, le diré a mi hijo que lo he conocido.
—¿Mi nombre? —dije con tímida vacilación—. Me llamo Luo.
Apenas la mentira brotó de mi boca, me lo reproché mucho. Todavía me parece oír a la madre del Cuatrojos exclamando con voz dulce, como si de un viejo amigo se tratara:
—¡Es usted el hijo del gran dentista! ¡Qué sorpresa! ¿Es cierto que su padre cuidó los dientes de nuestro presidente Mao?
—¿Quién se lo ha dicho?
—Mi hijo, en una de sus cartas.
—No lo sé.
—¿Su padre no se lo contó nunca? ¡Qué modestia! Debe de ser un gran, un grandísimo dentista.
—Ahora está encarcelado. Lo consideran un enemigo del pueblo.
—Lo sé. La situación del padre del Cuatrojos no es mejor que la suya. (Bajó la voz y comenzó a susurrar.) Pero no se preocupe demasiado. Ahora está de moda la ignorancia, pero algún día la sociedad necesitará, otra vez, buenos médicos, y el presidente Mao volverá a necesitar a su padre.
—El día que vuelva a ver a mi padre, le transmitiré sus palabras de simpatía.
—No se abandone usted, tampoco. Yo, como puede ver, tejo sin parar ese jersey azul, pero es sólo una apariencia: de hecho, compongo poemas mentalmente, mientras hago calceta.
—¡Me deja usted pasmado! —le dije—. ¿Y qué clase de poemas?
—Secreto profesional, muchacho.
Con una aguja de hacer calceta, pinchó una patata dulce, la peló y se la metió, caliente, en la boca.
—¿Sabe usted que mi hijo le aprecia mucho? Me ha hablado a menudo de usted en sus cartas.
—¿De verdad?
—Sí, al que detesta es a su compañero, el que está en la misma aldea que usted.
Una verdadera revelación. Me felicité por haber adoptado la identidad de Luo.
—Pero ¿por qué? —pregunté, intentando mantener un tono tranquilo.
—Al parecer es un tipo retorcido. Sospecha que mi hijo ha escondido una maleta y, cada vez que va a verlo, la busca por todas partes.
—¿Una maleta con libros?
—No lo sé —dijo de nuevo desconfiada—. Cierto día, como no soportaba ya su actitud, le dio un puñetazo al muchacho y, luego, una paliza. Parece que había sangre por todas partes.
No la desmentí, y estuve a punto de decirle que, en vez de falsificar canciones montañesas, su hijo tendría que haberse dedicado al cine; entonces habría podido perder el tiempo inventando ese tipo de escenas idiotas.
—Aun así, ignoraba que mi hijo fuera tan fuerte para pelearse —prosiguió—. Le escribí para reñirle y decirle que no se metiera nunca más en ese tipo de situaciones peligrosas.
—Mi compañero se sentirá muy deprimido al saber que su hijo nos abandona definitivamente.
—¿Por qué? ¿quería vengarse?
—No, no lo creo. Pero no tendrá ya la esperanza de echar mano a la maleta secreta.
—¡Ah, claro! ¡Qué decepción para el muchacho!
Puesto que su porteador se impacientaba, se despidió de mí tras haberme deseado buena suerte. Subió de nuevo a la silla, reanudó su calceta y desapareció.
Lejos del sendero principal, la tumba del antepasado de nuestra amiga la Sastrecilla estaba encajonada en un rincón que daba al sur, entre las sepulturas de forma redondeada de los pobres, algunas de las cuales ya sólo eran sencillas protuberancias de tierra de desiguales tamaños. Otras se hallaban en mejor estado, con sus losas sepulcrales puestas de través en medio de las altas hierbas medio marchitas. La que honraba la Sastrecilla era muy modesta, al límite de la miseria: era una piedra gris oscuro, veteada de azul, gastada por varios decenios de intemperie, en la que sólo se había inscrito un nombre y dos fechas que resumían una existencia anodina. Acompañada de Luo, puso en ella las flores que había recogido por los alrededores: unos cercis de hojas verdes, brillantes, en forma de corazón; algunos ciclámenes que se doblaban graciosamente; balsaminas, denominadas «hadas fénix», y también orquídeas silvestres, tan raras con sus pétalos de color blanco lechoso, inmaculado, en los que se engastaba un corazón de color amarillo tierno.
—¿Por qué pones esa cara? —me gritó la Sastrecilla.
—Llevo luto por Balzac —les anuncié.
Les resumí mi encuentro con la poetisa disfrazada de calcetera. Ni el vergonzoso robo de las canciones del viejo molinero, ni el adiós a Balzac, ni la inminente partida del Cuatrojos les conmovieron tanto como a mí, más bien al contrario. Pero el papel de hijo de dentista que yo había improvisado les hizo soltar una carcajada que resonó en el cementerio silencioso.
Una vez más, ver reír a la Sastrecilla me fascinó. Era de una belleza distinta a la que me había seducido durante la sesión de cine al aire libre. Cuando se reía, estaba tan bonita que, sin exagerar, yo habría querido casarme enseguida con ella, aunque se tratara de la novia de Luo. En su risa, sentí el aroma de las orquídeas silvestres, más fuerte aún que el de las otras flores depositadas en la tumba; su aliento era almizclado y tórrido.
Luo y yo permanecimos de pie mientras ella se arrodillaba ante la tumba de su antepasado. Se prosternó varias veces y le dirigió palabras consoladoras, en una especie de monólogo murmurado con dulzura.
De pronto, volvió la cabeza hacia nosotros.
—¿Y si robáramos los libros del Cuatrojos?
Por el relato de la Sastrecilla, seguimos casi hora tras hora lo que ocurrió en la aldea del Cuatrojos durante los días que precedieron a su partida, prevista para el 4 de septiembre. Gracias a su oficio de costurera, le bastaba, para estar informada de los acontecimientos, con seleccionar los chismorreos de sus clientes, entre los que había tantos hombres como mujeres, jefes o niños, procedentes de todos los pueblos de los alrededores. Nada podía escapársele.
Para celebrar con gran pompa el final de su reeducación, el Cuatrojos y su madre la poetisa prepararon una fiesta para la víspera de su partida. Corrió el rumor de que la madre había comprado al jefe del pueblo, que había dado su conformidad para que se matara un búfalo y se ofreciera a todos los aldeanos un banquete al aire libre.
Quedaba por saber qué búfalo iba a ser sacrificado y cómo lo matarían, pues la ley prohibía matar los búfalos que servían para labrar los campos.
Aunque éramos los dos únicos amigos del afortunado elegido, no figurábamos en la lista de invitados. No lo lamentábamos, pues habíamos decidido poner en práctica nuestro plan de dar el golpe durante el banquete, que nos parecía el mejor momento para robar la maleta secreta del Cuatrojos.
En casa de la Sastrecilla, Luo encontró clavos, largos y oxidados, en el fondo de un cajón de la cómoda que constituyó, antaño, la dote de su madre. Fabricamos una ganzúa, como auténticos ladrones. ¡Cómo nos alegraba aquella perspectiva! Froté el clavo más largo con una piedra, hasta que se puso ardiente entre mis dedos. Luego lo limpié en mi pantalón, mugriento de barro, y lo pulí para devolverle su puro y claro brillo. Cuando lo acerqué a mi rostro, me pareció ver que reflejaba mis ojos y el cielo de finales del estío. Luo se encargó de la parte más delicada: con una mano, mantuvo el clavo sobre la piedra y, con la otra, levantó el martillo; éste describió una hermosa curva en el aire, cayó sobre la punta, la aplastó, rebotó, se levantó de nuevo y volvió a caer sobre ella...
Uno o dos días antes de nuestro robo, soñé que Luo me confiaba la ganzúa. Era un día de niebla; me acercaba a la casa del Cuatrojos caminando casi de puntillas. Luo acechaba bajo un árbol. Se escuchaban los gritos y los cantos revolucionarios de los aldeanos que se daban un banquete en un solar vacío, en el centro del pueblo. La puerta del Cuatrojos se componía de dos batientes de madera, cada uno de los cuales giraba en dos agujeros, uno excavado en el umbral y el otro en el dintel de la puerta.. Una cadena sujeta por un candado de cobre cerraba los batientes. El candado, frío, humedecido por la niebla, se resistió durante mucho tiempo a mi ganzúa. Yo la hacía girar en todas direcciones y la forzaba tanto que estuvo a punto de romperse en el agujero de la cerradura. Intenté entonces levantar un batiente, con todas mis fuerzas, para que el eje saliera del agujero del umbral. Pero también fue un fracaso. Probé de nuevo la ganzúa y, de pronto, clic, el candado cedió. Abrí la puerta pero, apenas hube penetrado en la casa, quedé petrificado del horror: la madre del Cuatrojos estaba allí, ante mí, en carne y hueso, sentada en una silla, detrás de una mesa, haciendo tranquilamente calceta. Me sonrió sin decir palabra. Sentí que me ruborizaba y tenía las orejas ardiendo, como un muchacho tímido en su primera cita galante. Ella no pidió socorro ni gritó que le robaban. Farfullé una frase, para preguntarle si estaba su hijo. No contestó, pero siguió sonriéndome; con sus manos de largos dedos huesudos, cubiertos de manchas oscuras y pecas, hacía calceta sin un segundo de reposo. Los movimientos de las agujas, que giraban y giraban, emergían y desaparecían, me deslumbraban. Di media vuelta, volví a cruzar la puerta, cerré despacio a mis espaldas, volví a poner el candado y, aunque ningún grito resonara en el interior, me largué a toda prisa, corriendo como un galgo. Fue entonces cuando desperté sobresaltado.
Luo tenía tanto miedo como yo, aunque me repetía sin cesar que los ladrones novatos siempre tenían suerte. Pensó mucho tiempo en mi sueño y revisó su plan de acción.
El 3 de septiembre a mediodía, la víspera de la partida del Cuatrojos y su madre, los desgarradores gritos de un búfalo agonizante se elevaron del fondo de un acantilado y resonaron a lo lejos. Podían oírse incluso desde la casa de la Sastrecilla. Pocos minutos más tarde, algunos niños vinieron a informarnos de que el jefe de la aldea del Cuatrojos, deliberadamente, había empujado un búfalo a un barranco.
El sacrificio se disfrazó de accidente; según su verdugo, el animal había dado un paso en falso en una curva muy cerrada y había caído al vacío con los cuernos por delante. Con un ruido apagado, como una roca cayendo de un acantilado, había golpeado en su caída un inmenso roquedal que sobresalía y en el que había rebotado para aplastarse contra otra roca, diez metros más abajo.