Read Balzac y la joven costurera china Online
Authors: Dai Sijie
Y ya está. Ha llegado el momento de describirles la escena final de esta historia. La hora de hacerles oír el chasquido de seis cerillas en una noche de invierno.
Fue tres meses después del aborto de la Sastrecilla. El débil murmullo del viento y los ruidos de la pocilga circulaban en la oscuridad. Luo había regresado, hacía tres meses, a nuestra montaña.
El aire estaba cargado de olor a hielo. El ruido seco del frote de una cerilla chasqueó, resonante y frío. La negra oscuridad de nuestra casa sobre pilotes, petrificada a pocos metros de distancia, se vio turbada por aquel brillo amarillento, y tembló en el manto de la noche.
La cerilla estuvo a punto de apagarse a medio camino y ahogarse en su propio humo negro, pero recuperó el aliento, vacilando, y se acercó a Papá Goriot que yacía en el suelo, ante la casa sobre pilotes. Las hojas de papel, lamidas por el fuego, se retorcieron, se acurrucaron unas contra otras y las palabras se lanzaron hacia el exterior. La pobre muchacha francesa fue despertada de su sueño de sonámbula por este incendio; quiso huir pero era demasiado tarde. Cuando encontró a su amado primo, estaba ya sumida en llamas, con los fetichistas del dinero, sus pretendientes y su millón de herencia convertidos todos en humo.
Tres cerillas más encendieron, simultáneamente, las hogueras de
El primo Pons
, de El coronel Chabert y de Eugenia Grandet. La quinta alcanzó a Quasimodo que, con sus abultamientos óseos, huía por los adoquines de Notre-Dame de París, con Esmeralda a cuestas. La sexta cayó sobre Madame Bovary. Pero la llama tuvo de pronto un momento de lucidez en el interior de su propia locura, y no quiso comenzar por la página donde Emma, en la habitación de un hotel de Ruán, fumando en la cama con su joven amante acurrucado a su lado, murmuraba: «Me abandonarás...» Aquella cerilla, furiosa pero selectiva, decidió atacar el final del libro, la escena en la que Emma cree, justo antes de morir, escuchar a un cantor ciego:
Suele hacer un buen día de frescor
que las niñas sueñen con el amor.
Precisamente cuando un violín comenzaba a tocar una fúnebre melodía, una ráfaga de viento sorprendió a los libros que ardían; las recientes cenizas de Emma emprendieron el vuelo, se mezclaron con las de sus compatriotas carbonizados y se elevaron, flotando, en el aire.
Cenicientas, las crines del arco resbalaban por las brillantes cuerdas, en las que se reflejaba el fuego. El sonido de aquel violín era mío. El violinista era yo.
Luo, el incendiario, el hijo del gran dentista, el amante romántico que había reptado a cuatro patas por el peligroso paso, aquel gran admirador de Balzac, estaba ahora ebrio, agachado, con los ojos clavados en el fuego, fascinado, hipnotizado incluso por las llamas en las que palabras y seres que antaño anidaban en nuestros corazones danzaban antes de quedar reducidos a cenizas. Unas veces lloraba, otras se reía a carcajadas.
Ningún testigo asistió a nuestro sacrificio. Los aldeanos, acostumbrados al violín, prefirieron sin duda quedarse en sus lechos calientes. Habíamos querido invitar a nuestro amigo, el molinero, para que se uniera a nosotros con su instrumento de tres cuerdas y cantara sus «viejos estribillos» lúbricos, haciendo ondular las innumerables y finas arrugas de su vientre. Pero estaba enfermo. Dos días antes, cuando le habíamos hecho una visita, tenía ya la gripe.
El auto de fe prosiguió. El famoso conde de Montecristo, que antaño había conseguido evadirse del calabozo de un castillo situado en medio del mar, se resignó a la locura de Luo. Los demás hombres o mujeres que habían habitado la maleta del Cuatrojos tampoco pudieron escapar.
Aunque el jefe del poblado hubiera aparecido ante nosotros en aquel preciso momento, no hubiésemos tenido miedo de él. En nuestra embriaguez, tal vez lo habríamos quemado vivo, como si hubiese sido también un personaje literario.
De todos modos no había nadie, salvo nosotros dos. La Sastrecilla se había marchado y nunca regresaría.
Su partida, tan súbita como fulminante, había sido una sorpresa total. Habíamos tenido que hurgar durante mucho tiempo en nuestras memorias debilitadas por el impacto para encontrar ciertos presagios, a menudo en su indumentaria, que insinuasen que estaba preparándose un golpe mortal.
Unos dos meses antes, Luo me había dicho que ella se había confeccionado un sujetador, de acuerdo con un dibujo que había encontrado en
Madame Bovary
. Yo le hice observar que aquélla era la primera lencería femenina en la montaña del Fénix del Cielo, digna de entrar en los anales locales.
—Su última obsesión es parecerse a una chica de la ciudad —me había dicho Luo—. Fíjate, ahora cuando habla imita nuestro acento.
Atribuimos la confección del sujetador a la inocente coquetería de una muchacha, pero no sé cómo pudimos olvidar las otras dos novedades de su guardarropa, ninguna de las cuales podían servirle en aquella montaña. Primero, había recuperado la chaqueta Mao azul, con tres botoncitos dorados en las mangas, que yo había llevado una sola vez, en nuestra visita al viejo molinero. La había retocado, acortado, y la había convertido en una chaqueta de mujer, que conservaba sin embargo cierto estilo masculino, con sus cuatro bolsillos y su pequeño cuello. Una obra encantadora pero que, por aquel entonces, sólo podía ser llevada por una mujer que viviera en la gran ciudad. Luego, le había pedido a su padre que le comprara en la tienda de Yong Jing un par de zapatillas deportivas blancas, de un blanco inmaculado. Un color incapaz de resistir más de tres días el omnipresente barro de la montaña.
Recuerdo también el Año Nuevo occidental de aquella temporada. No era realmente una fiesta, sino un día de descanso nacional. Como de costumbre, Luo y yo habíamos ido a su casa. Estuve a punto de no reconocerla. Al entrar, creí estar viendo a una joven colegiala de la ciudad. Su larga trenza habitual, sujeta por una cinta roja, había sido sustituida por unos cabellos cortos, a ras de oreja, que le daban una belleza distinta, la de una adolescente moderna. Estaba terminando sus retoques a la chaqueta Mao. A Luo le alegró esa transformación que no esperaba. La ceguera de su gozo llegó al colmo durante la sesión de prueba de la deslumbrante obra que ella acababa de concluir: la chaqueta austera y masculina, su nuevo peinado, las zapatillas inmaculadas que sustituían a los modestos zuecos le conferían una extraña sensualidad, un aire elegante que anunciaba la muerte de la hermosa campesina algo torpe. Viéndola así transformada, Luo se zambulló en la felicidad de un artista al contemplar su obra concluida. Susurró a mi oído:
—Esos meses de lectura no han sido inútiles. El desenlace de esa transformación, de esa reeducación balzaquiana, resonaba ya inconscientemente en la frase de Luo, pero no nos puso en guardia. ¿Nos adormecía, acaso, la autosuficiencia? ¿Sobreestimábamos las virtudes del amor? ¿O, sencillamente, no habíamos captado lo esencial de las novelas que le habíamos leído?
Cierta mañana de febrero, la víspera de la enloquecida noche del auto de fe, Luo y yo, cada cual con un búfalo, labrábamos un campo de maíz recién convertido en arrozal. Hacia las diez, los gritos de los aldeanos interrumpieron nuestros trabajos y nos devolvieron a nuestra casa sobre pilotes, donde nos aguardaba el viejo sastre.
Su aparición, sin la máquina de coser, nos pareció ya de mal agüero, pero cuando estuvimos frente a él, su rostro, fruncido y surcado por nuevas arrugas, sus pómulos, que se habían vuelto salientes y duros, y sus enmarañados cabellos nos dieron miedo.
—Mi hija se ha marchado esta mañana, al amanecer —nos dijo.
—¿Se ha marchado? —le preguntó Luo—. No comprendo.
—Tampoco yo, pero eso es lo que ha hecho.
A su entender, su hija había obtenido en secreto del comité director de la comuna todos los papeles y certificados necesarios para emprender un largo viaje. Sólo la víspera le había anunciado su intención de cambiar de vida, para ir a probar suerte en una gran ciudad.
—Le pregunté si vosotros dos estabais al corriente —prosiguió—. Me dijo que no y que os escribiría en cuanto se hubiera instalado en alguna parte.
—Tendría que haber impedido que se marchara —dijo Luo con voz débil, apenas audible.
Estaba hundido.
—No había nada que hacer —le respondió el anciano, agotado—. Le dije, incluso, que si se marchaba no quería que volviera a poner aquí los pies.
Luo se lanzó entonces a una carrera desenfrenada, desesperada, por los senderos escarpados para atrapar a la Sastrecilla. Al principio, lo seguí de cerca tomando un atajo por los roquedales. La escena recordaba uno de mis sueños en el que la Sastrecilla caía en el precipicio que flanqueaba el paso peligroso. Corríamos ambos, Luo y yo, por un abismo en el que no había ya sendero alguno; nos deslizábamos a lo largo de las paredes rocosas sin preocupamos, ni por un momento, de que pudiéramos hacernos pedazos. Durante unos instantes, no supe ya si corría en mi antiguo sueño o en la realidad, o si corría mientras soñaba. Las rocas tenían, casi todas, el mismo color gris oscuro y estaban cubiertas de musgo húmedo y resbaladizo.
Poco a poco, Luo se distanció. A fuerza de correr, de caracolear entre las rocas, de dar brincos de piedra en piedra, el final de mi antiguo sueño me vino a la memoria con detalles precisos.
Los funestos gritos de un invisible cuervo de pico rojo, girando por los aires, resonaban en mi cabeza; tenía la sensación de que, en cualquier momento, íbamos a encontrar el cuerpo de la Sastrecilla yaciendo al pie de una roca, con la cabeza doblada sobre el vientre y dos grandes fisuras, exangües, abriéndose hasta su hermosa frente, tan bien dibujada. El movimiento de mis pasos me turbaba la cabeza. No sabía ya qué motivación me mantenía en aquella peligrosa carrera. ¿Mi amistad por Luo? ¿Mi amor por su novia? ¿O era sólo un espectador que no quería perderse el desenlace de una historia? No comprendía por qué, pero el recuerdo de este antiguo sueño me obsesionó a lo largo de todo el camino. Uno de mis zapatos se rompió.
Cuando después de tres o cuatro horas de carrera, de galope, de trote, de pasos, de resbalones, de caídas e, incluso, de revolcones, vi aparecer la silueta de la Sastrecilla, sentada en una piedra que dominaba unas tumbas en forma de montículos, me alivió la sensación de ver exorcizado el espectro de mi vieja pesadilla.
Reduje el paso y caí al suelo, en el borde del sendero, agotado, con el vientre vacío y rugiente y la cabeza dándome vueltas.
El paisaje me era familiar. Allí, pocos meses antes, había conocido a la madre del Cuatrojos.
Afortunadamente, me dije, la Sastrecilla había hecho un alto allí. Tal vez había querido, de paso, despedirse de sus antepasados maternos. A Dios gracias, aquello ponía, por fin, término a nuestra carrera antes de que mi corazón estallara o me volviera loco.
Me hallaba a unos diez metros por encima de la Sastrecilla, y la posición me permitió contemplar, desde lo alto, la escena del reencuentro, que comenzó cuando ella volvió la cabeza hacia Luo, que se aproximaba. Exactamente como yo, él cayó al suelo sin fuerzas.
No podía creer lo que estaba viendo: la imagen se congeló. La muchacha con chaqueta de hombre, cabellos cortos y calzado blanco, sentada en la roca, permaneció inmóvil mientras el muchacho, tendido en el suelo, contemplaba las nubes sobre su cabeza. Yo no tenía la impresión de que estuvieran hablando. Al menos, no oía nada. Me hubiera gustado asistir a una escena violenta, con gritos, acusaciones, explicaciones, llantos, insultos; pero nada. El silencio. Sin el humo del cigarrillo que salía de la boca de Luo, hubiera podido creerse que se habían transformado en estatuas de piedra.
Aunque, en semejantes circunstancias, el furor y el silencio sean, a fin de cuentas, lo mismo, y sea difícil comparar dos estilos de acusación cuyo impacto es distinto, tal vez Luo se equivocara de estrategia o se resignase demasiado pronto a la impotencia de las palabras.
Bajo una arista rocosa que sobresalía, encendí una hoguera con ramas y hojas secas. Saqué unas patatas dulces de la pequeña bolsa que había llevado conmigo, y las metí en las cenizas.
Secretamente, por primera vez, me enfadé con la Sastrecilla. Aunque limitándome a mi papel de espectador, me sentía tan traicionado como Luo, no ya por su partida, sino por el hecho de que me había ignorado, como si toda la complicidad que habíamos mantenido durante su aborto se hubiera esfumado de su memoria y, para ella, yo sólo hubiera sido, y sólo seguiría siendo, un amigo de su amigo.
Con el extremo de una rama, pinché una patata dulce del montón humeante, la palmeé, soplé y la limpié de tierra y cenizas. De pronto, desde abajo, me llegó por fin un rumor de frases pronunciadas por las bocas de las dos estatuas. Hablaban en voz muy baja, pero airada. Escuché vagamente el nombre de Balzac y me pregunté qué tenía él que ver con esta historia.
Precisamente cuando me alegraba de la interrupción del silencio, la imagen fija comenzó a moverse: Luo se levantó y ella bajó de un brinco de su roca. Pero en vez de arrojarse en brazos de su desesperado amante, cogió su hatillo y partió, con paso decidido.
—Espera —grité blandiendo la patata dulce—. ¡Ven a comer una patata! Las he preparado para ti.
Mi primer grito la hizo correr por el sendero, el segundo la propulsó más lejos aún, y el tercero la transformó en un pájaro que emprendió el vuelo sin concederse ni un instante de reposo. Se hizo cada vez más pequeña y desapareció.
Luo se reunió conmigo junto al fuego. Se sentó, pálido, sin un lamento ni una protesta. Fue unas horas antes del auto de fe.
—Se ha marchado —le dije.
—Quiere ir a una gran ciudad —me dijo—. Me ha hablado de Balzac.
—¿Y qué?
—Me ha dicho que Balzac le había hecho comprender algo: la belleza de una mujer es un tesoro que no tiene precio.