Balzac y la joven costurera china (4 page)

BOOK: Balzac y la joven costurera china
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A decir verdad, aceptamos participar en aquella prueba infernal por deseo de «mantenernos en carrera», aunque nuestras posibilidades de regresar a la ciudad fuesen irrisorias y representasen sólo una probabilidad de «tres sobre mil». No imaginábamos que aquella mina iba a dejar en nosotros una huella tan oscura e indeleble, física y, sobre todo, moralmente. Hoy todavía, esas terribles palabras, «la pequeña mina de carbón», me hacen temblar de miedo.

A excepción de la entrada, donde había un tramo de unos veinte metros cuyo techo bajo era aguantado por vigas y pilares hechos con groseros troncos de árbol, sumariamente escuadrados y rudimentariamente dispuestos, el resto de la galería, es decir, más de setecientos metros de corredor, no disponía de protección alguna. Las piedras podían, a cada instante, caer sobre nuestras cabezas, y los tres viejos campesinos mineros, que se encargaban de excavar las paredes del yacimiento, nos contaban sin cesar accidentes mortales que se habían producido en el pasado. Cada cesto que sacábamos del fondo de la galería se convertía, para nosotros, en una especie de ruleta rusa.

Cierto día, durante el ascenso habitual por la larga pendiente, mientras los dos empujábamos el cesto cargado de carbón, oí que Luo decía a mi lado:

—No sé por qué, desde que estoy aquí se me ha metido una idea en la cabeza: tengo la impresión de que voy a morir en esta mina.

La frase me dejó sin voz. Proseguimos nuestro camino, pero me sentí de pronto empapado en sudor frío. A partir de aquel instante, me contagió su miedo de morir allí.

Vivíamos con los campesinos mineros en un dormitorio, una humilde cabaña de madera adosada al flanco de la montaña, encajonada bajo una arista rocosa que sobresalía. Cada mañana, cuando despertaba, escuchaba las gotas de agua que caían de la roca sobre el tejado hecho de simples cortezas de árbol, y me decía con alivio que no había muerto aún. Pero cuando abandonaba la choza, nunca estaba seguro de que fuese a regresar por la noche. La menor ocurrencia, por ejemplo una frase fuera de lugar de los campesinos, una broma macabra o un cambio de tiempo, adquiría, a mi modo de ver, una dimensión de oráculo, se convertía en el signo anunciador de mi muerte.

A veces, trabajando, llegaba a tener visiones. De pronto, tenía la impresión de caminar por un suelo blando, respiraba mal y, en cuanto advertía que podía ser la muerte, creía ver desfilando mi infancia a una velocidad de vértigo por mi cabeza, como se decía siempre de los moribundos. El suelo, como de caucho, comenzaba a estirarse bajo mis pies, a cada uno de mis pasos; luego, estallaba por encima de mí un ruido ensordecedor, como si el techo se derrumbara. Como un loco, reptaba a cuatro patas mientras el rostro de mi madre se aparecía sobre fondo negro ante mis ojos, muy pronto sustituido por el de mi padre. La cosa duraba unos segundos y la visión furtiva desaparecía: yo estaba en el corredor de la mina, desnudo como un gusano, empujando mi cargamento hacia la salida. Miraba al suelo: a la luz vacilante de mi lámpara de aceite, veía una pobre hormiga que trepaba lentamente, impulsada por la voluntad de sobrevivir.

Cierto día, hacia la tercera semana, oí de pronto que alguien lloraba en la galería; sin embargo, no vi a nadie, ni la menor luz.

No era un sollozo de emoción, ni el gemido de dolor de un herido sino, más bien, llantos desenfrenados, derramados junto a cálidas lágrimas en la oscuridad. Repercutidos por las paredes, esos llantos se transformaban en un largo eco que ascendía del fondo de la galería, se fundía, se condensaba y acababa formando parte de la oscuridad total y profunda. El que lloraba era Luo, sin duda alguna.

Al finalizar la sexta semana, cayó enfermo. El paludismo. Cierto mediodía, mientras comíamos bajo un árbol ante la entrada de la mina, me dijo que tenía frío. En efecto, unos minutos más tarde, su mano comenzó a temblar tan fuerte que no conseguía ya sujetar sus palillos ni su bol de arroz. Cuando se levantó para dirigirse al dormitorio y tenderse en la cama, caminaba con paso oscilante. Había en sus ojos algo difuso. Ante la puerta de la cabaña, abierta de par en par, gritó a alguien invisible que le dejara entrar. Aquello provocó las carcajadas de los campesinos mineros que comían bajo el árbol.

—¿Con quién hablas? —le dijeron—. No hay nadie.

Aquella noche, a pesar de varias mantas y del inmenso horno de carbón que caldeaba la choza, siguió quejándose de frío.

Se inició una larga discusión en voz baja entre los campesinos. Hablaron de llevarse a Luo a orillas de un río y lanzarlo al agua helada de improviso. Al parecer, el choque iba a producir un inmediato efecto saludable. Pero la proposición fue rechazada por temor a que se ahogara en plena noche.

Uno de los campesinos salió y volvió a entrar con dos ramas de árbol en la mano, «una de melocotonero, la otra de sauce», me explicó. Los demás árboles no servían. Hizo que Luo se levantara, le quitó la chaqueta y las demás ropas y le azotó la espalda desnuda con las dos ramas.

—¡Más fuerte! —gritaban los demás campesinos, a su lado—. Si lo haces suavemente, nunca expulsarás la enfermedad.

Las dos ramas chasqueaban en el aire, una tras otra, alternativamente. La flagelación, que se había tornado maliciosa, abría surcos rojo oscuro en la carne de Luo.

Éste, que estaba despierto, recibía los golpes sin especial reacción, como si asistiera en sueños a una escena en la que azotaran a otro. Yo no sabía lo que pasaba por su cabeza, pero tenía miedo, y la frasecita que me había dicho en la galería, unas semanas antes, volvía a mi memoria, resonando entre los desgarradores ruidos de la flagelación: «Se me ha metido una idea en la cabeza: tengo la impresión de que vaya morir en esta mina.»

Fatigado, el primer azotador solicitó que lo relevaran. Pero no se presentó candidato alguno. El sueño había recuperado sus derechos, los campesinos habían vuelto a la cama y querían dormir. Entonces, las ramas del melocotonero y del sauce cayeron en mis manos. Luo levantó la cabeza. Su rostro estaba pálido y de su frente brotaban finas gotas de sudor. Su mirada ausente se cruzó con la mía:

—Vamos —dijo con voz apenas audible.

—¿No quieres descansar un poco? —le pregunté—. Mira cómo te tiemblan las manos. ¿No sientes nada?

—No —dijo levantando una mano y poniéndola ante sus ojos para examinarla—. Es cierto, estoy temblando y tengo frío, como los viejos que van a morir.

Encontré una colilla de cigarrillo en lo más hondo de mi bolsillo, la encendí y se la tendí. Pero escapó enseguida de sus dedos y cayó al suelo.

—¡Mierda! Cómo pesa... —dijo.

—¿Realmente quieres que te pegue?

—Sí, eso me calentará un poco.

Antes de azotarle, quise recoger primero el cigarrillo y darle una buena calada. Me agaché y tomé la colilla, que no se había apagado aún. De pronto, algo blanquecino atrajo mi mirada; era un sobre que estaba a los pies de la cama. Lo cogí. El sobre, en el que habían escrito el nombre de Luo, no estaba abierto. Les pregunté a los campesinos de dónde procedía. Uno de ellos contestó desde su cama que un hombre lo había dejado hacía unas horas, cuando vino a comprar carbón.

Lo abrí. La carta, de apenas una página, estaba escrita a lápiz, con una caligrafía densa unas veces, espaciada otras. Los trazos de los caracteres estaban a menudo mal dibujados, pero de aquella torpeza emanaba cierta dulzura femenina, cierta sinceridad infantil. Lentamente, se la leí a Luo:

Luo, contador de películas:

No te burles de mi caligrafía. Nunca estudié en un colegio, como tú. Bien sabes que la única escuela cerca de nuestra montaña es la de la ciudad de Yong Jing, y son necesarios dos días para llegar. Mi padre me enseñó a leer y a escribir. Puedes colocarme en la categoría de «terminados los estudios primarios».

Hace poco he oído decir que contabas maravillosamente las películas, con tu compañero. He ido a hablar con el jefe de mi pueblo y está de acuerdo en enviar dos campesinos a la pequeña mina, para sustituiros durante dos días. Y vosotros vendréis a nuestra aldea para contarnos una película.

Quería subir a la mina para anunciaros la noticia, pero me han dicho que allí los hombres van desnudos y que es un lugar prohibido para las muchachas.

Cuando pienso en la mina, admiro vuestro valor. Sólo espero que la galería no vaya a derrumbarse. Os he conseguido dos días de descanso, es decir, dos días menos de riesgo.

Hasta pronto. Saluda a tu amigo el violinista.

La Sastrecilla

8-07-1972

He terminado ya mi nota, pero pienso en algo divertido que debo contarte: desde vuestra visita, he visto a varias personas que tienen también el segundo dedo del pie más largo que el pulgar, como nosotros. Me decepciona, pero así es la vida.

Decidimos elegir la historia de
La pequeña florista
.

De las tres películas que habíamos visto en la cancha de baloncesto de la ciudad de Yong Jing, la más popular era un melodrama norcoreano cuyo personaje principal se llamaba «la chica de las flores». Se la habíamos contado a los campesinos de nuestra aldea y, al finalizar la sesión, cuando pronuncié la frase final imitando la voz en off, sentimental y fatal, con una ligera vibración en la garganta: «Dice el proverbio: un corazón sincero podría lograr que incluso una piedra floreciese. Y sin embargo, ¿no era bastante sincero el corazón de la chica de las flores?», el efecto fue tan grandioso como durante la auténtica proyección. Todos nuestros oyentes lloraron; ni siquiera el jefe del poblado, por muy duro que fuera, pudo contener la cálida efusión de las lágrimas que brotaban de su ojo izquierdo, marcado aún por las tres gotas de sangre.

Pese a sus recurrentes accesos de fiebre, Luo, que se consideraba ya convaleciente, partió conmigo hacia la aldea de la Sastrecilla con el ímpetu de un auténtico conquistador. Pero, por el camino, tuvo una nueva crisis de paludismo.

A pesar de los rayos del sol, que le cubrían el cuerpo con su fulgor, me dijo que sentía que el frío lo invadía de nuevo. Y cuando estuvo sentado junto al fuego que conseguí encender con ramas de árboles y hojas muertas, el frío, en vez de disminuir, se le hizo insoportable.

—Sigamos —me dijo levantándose. (Sus dientes rechinaban.)

A lo largo del sendero, oímos el rumor de un torrente, gritos de monos y otros animales salvajes. Poco a poco, Luo conoció la enojosa alternancia del frío y el calor. Cuando lo vi caminar vacilando hacia el profundo acantilado que se extendía bajo nuestros pies, cuando vi algunos terrones desprenderse a su paso y caer a tanta profundidad que era preciso esperar mucho tiempo antes de percibir el ruido de su caída, lo detuve e hice que se sentara en una roca para esperar a que su fiebre pasara.

Cuando llegamos a casa de la Sastrecilla, supimos que, por fortuna, su padre estaba otra vez de viaje. Como la visita precedente, el perro negro vino a olisquearnos sin ladrar.

Luo entró con el rostro más colorado que un fruto bermejo: deliraba. La crisis de paludismo había causado en él tales estragos que la Sastrecilla quedó impresionada. Hizo anular, de inmediato, la sesión de «cine oral» e instaló a Luo en su alcoba, en su lecho rodeado por una mosquitera blanca. Se enrolló la larga trenza en lo alto de la cabeza haciéndose un gran moño. Luego se quitó los zapatos rosados y, con los pies desnudos, corrió afuera.

—Ven conmigo —me gritó—. Conozco algo muy eficaz para eso.

Era una planta vulgar que crecía a orillas de un pequeño arroyo, no lejos de su aldea. Parecía un arbusto de apenas treinta centímetros de altura, con flores de un rosa vivo cuyos pétalos, que evocaban los de las flores del melocotonero, aunque más grandes, se reflejaban en las aguas límpidas y poco profundas del riachuelo. La parte medicinal de la planta eran sus hojas angulosas y puntiagudas, en forma de patas de ánade, y la Sastrecilla recogió muchas.

—¿Cómo se llama esta planta? —le pregunté.

—«Trozos de cuenco roto.»

Las majó en un mortero de piedra blanca. Cuando estuvieron reducidas a una especie de pasta verdosa, untó con ella la muñeca izquierda de Luo que, aunque deliraba aún, recobró cierta lógica de pensamiento. Permitió que la Sastrecilla le vendase la muñeca, enrollándole una larga tira de lino blanco.

Al anochecer, la respiración de Luo se apaciguó, y se quedó dormido.

—¿Tú crees en esas cosas...? —me preguntó la Sastrecilla con voz vacilante.

—¿En qué cosas?

—Las que no son del todo naturales.

—A veces sí, a veces no.

—Parece que tienes miedo de que te denuncie.

—En absoluto.

—¿Y entonces?

—A mi entender, no podemos creerlas por entero, ni negarlas por completo.

Pareció satisfecha de mi posición. Lanzó una ojeada a la cama donde dormía Luo y me preguntó:

—¿Qué es el padre de Luo? ¿Budista?

—No lo sé. Pero es un gran dentista.

—¿Qué es un dentista?

—¿No sabes lo que es un dentista? El que cuida los dientes.

—¿De verdad? ¿Quieres decir que puede quitar los gusanos ocultos en las muelas que duelen?

—Eso es —le respondí sin reírme—. Te diré incluso un secreto, pero debes jurar que no vas a contárselo a nadie.

—Te lo juro...

—Su padre —le dije bajando la voz— quitó los gusanos de las muelas del presidente Mao.

Tras un instante de respetuoso silencio, me preguntó:

—Si hago que vengan unas brujas para velar esta noche por su hijo, ¿se enojará?

Vistiendo largas faldas negras y azules, con los cabellos salpicados de flores y pulseras de jade en las muñecas, cuatro ancianas llegadas de tres aldeas distintas se reunieron, hacia medianoche, alrededor de Luo, cuyo sueño seguía siendo agitado. Sentada cada una de ellas en una esquina de la cama, lo observaban a través de la mosquitera. Era difícil decir cuál era la más arrugada, la más fea, la que asustaría más a los malos espíritus.

Una de ellas, sin duda la más retorcida, tenía en las manos un arco y una flecha.

—Te garantizo —me dijo— que el mal espíritu de la pequeña mina que ha hecho sufrir a tu compañero no se atreverá a venir aquí esta noche. Mi arco procede del Tíbet y mi flecha tiene punta de plata. Cuando la lanzo, es semejante a una flauta voladora, silba en el aire y atraviesa el pecho de los demonios, sea cual sea su poder.

Pero su avanzada edad y la hora tardía no ayudaron mucho. Poco a poco, comenzaron a bostezar. Y pese al té fuerte que nuestra anfitriona les hizo beber, el sueño se apoderó de ellas. La propietaria del arco se durmió también. Dejó su arma en la cama y luego sus párpados fláccidos y maquillados se cerraron pesadamente.

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