Bar del Infierno (29 page)

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Authors: Alejandro Dolina

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Bar del Infierno
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Ceilán, Sri Lanka, «la isla resplandeciente», tiende a la veneración dental. Las muchedumbres reverencian allí al dalada, o diente sagrado de Buda.

En la ciudad de Kandy se realiza todos los años una solemne procesión. Además del diente sagrado, participan del desfile cuatro deidades: Natha, la divinidad tutelar de Kandy; Vishnú, miembro ilustre del panteón brahamánico; Skanda, el dios enemigo de los ignorantes que anda siempre montado en un pavo real, y Pattini, que protege la salud y auspicia la castidad.

En 476 AC murió el Buda. Sus discípulos lo incineraron a orillas del Ganges. Uno de ellos, llamado Khema, después de escarbar un rato, alcanzó a salvar de las llamas un diente que, sin dilaciones, fue considerado el canino superior izquierdo. El discípulo galopó hasta la ciudad de Dantapura, capital del reino de Kalinga, y entregó la reliquia al rey Brahmadata.

El diente permaneció ochocientos años en aquel lugar. Pero un día, el rey Guhesimba fue derrocado por fieles hinduistas hartos de la persecución religiosa. Guhesimba encargó a una de sus hijas que huyera a Ceilán y llevara consigo el diente sagrado. Allí se guardó con gran cuidado y se erigió un templo en su honor.

En el año 1560 llegaron los portugueses. Después de saquear el templo, entregaron el diente a Constantino de Braganza, virrey en Goa. Los portugueses trataban de imponer la fe católica y destruían todos los templos de Buda.

Los budistas de Ceilán hicieron un último esfuerzo para rescatar el diente y ofrecieron por él una enorme suma de dinero. Constantino iba a aceptar, pero el arzobispo de Goa, Leao Pereiro, se opuso a devolverlo. Adujo que aquel objeto idolátrico conduciría a aquellas pobres gentes a una inexorable condenación. Pereiro y varios inquisidores pusieron el diente en un mortero, lo machacaron y arrojaron el polvo al río.

Pero un funcionario inescrupuloso tuvo la idea de tomar un diente cualquiera y vendérselo al rey de Ceilán. Los budistas dieron la reliquia por buena y la llevaron a Kandy.

En 1815 llegaron los ingleses, secuestraron el diente falso y le pusieron guardia armada.

En mayo de 1828 fue sacado por primera vez en procesión y, desde entonces, cada año se repite la marcha.

Un elefante, entre los muchos que desfilan, lleva sobre su lomo la Karanduwa, que es un recipiente dentro del cual va el diente sagrado. Como se ha dicho, éste no es el diente verdadero pero los fieles lo ignoran y para evitar que algo le suceda al falso diente, lo sustituyen por otro, cuya falsedad es ampliamente reconocida.

El rey San Luis era fanático de las reliquias. Había gastado una fortuna para comprar a los venecianos la corona de espinas de Jesús. Tenía también un pedazo de la cruz, gotas de sangre del Cristo y el hierro de la lanza con que lo habían herido. Muchos de aquellos objetos provenían del saqueo de Constantinopla, donde —según parece— se falsificaban las mejores reliquias. En una misma feria podían encontrarse diez o más fémures del Salvador. Algunos catálogos hablan de las mantas que se usaron como pañales del Niño Jesús, un pedazo de pan de la Ultima Cena, fragmentos del catre de la Virgen, el velo de Verónica, la vara de Moisés y la mano del apóstol Santiago.

Luis tenía, aún en vida, reputación de santo. La gente se disputaba los objetos que habían estado en su proximidad, calculando que tendrían propiedades milagrosas. Si se sentaba en el suelo, los cortesanos guardaban cuidadosamente la tierrita sobre la que se había posado. Los barberos vendían sus rulos y su barba.

Algunas reliquias de la colección de San Luis estaban en el castillo de Vincennes. En 1791, los oficiales de la Revolución Francesa encontraron un diente de leche del Niño Jesús. Inmediatamente consideraron falso aquel objeto y lo destruyeron en una solemne demostración de celo republicano.

Pasada la época del Terror y restituida la confianza en las reliquias, el diente fue exhibido en la capilla de Vincennes. Algunos escépticos hicieron notar la incongruencia de esta exhibición, dada la previa aniquilación del diente del Enviado. Mirabeau respondió a esa objeción con una monografía en la que se defendía el carácter alegórico de las reliquias. No era tan importante la presencia de un verdadero diente como la fe que suscitaba.

Después vino a saberse que aquel informe no había sido escrito por Mirabeau y que se trataba de una falsificación posterior a su muerte.

En el año 624, después de ser derrotados por Mahoma cerca del pozo de Badr, los mequineses alistaron tres mil hombres y atacaron nuevamente al profeta. El los esperó al pie del monte Ohod con mil guerreros.

En medio del entrevero, un mequinés llamado Otba le acertó un piedrazo y le rompió un diente, que el juicio histórico ha descripto como un central superior. El diente se perdió en el desierto. Sin embargo, en el museo Topkapi de Estambul, puede vérselo en el interior de una cápsula convenientemente ornamentada. En el museo explican que un sultán ordenó a sus hombres cernir toda la arena de la región, hasta dar con el diente. Les juró que si no lo hallaban, los degollaría a todos. A los pocos días los hombres regresaron con el diente y lograron salvar sus vidas.

CORO

Después de años de ausencia

Alí, el mercader de Tiro

regresa a su casa.

Lleva dientes postizos

y un ojo de vidrio

y una peluca roja.

Su madre, al verlo, le dice:

«Este no es tu ojo,

ni éstos, tus dientes,

ni éste es tu pelo, Alí».

El mercader contesta:

«Tampoco soy Alí, madre».

Y la anciana responde:

«Tampoco soy tu madre».

ZORROS CHINOS

S
e ha hablado mucho acerca de las destrezas de los zorros chinos. Se dice que son capaces de producir viento con las orejas, de encender fuego con la cola, o de retardar el paso del tiempo con sus garras.

Muchos suponen que estos animales son en realidad almas transmigradas de hombres que han muerto violentamente. Suelen vivir cerca de los sepulcros y se los considera de mal agüero. Su longevidad es prodigiosa: vivir ochocientos años para ellos no es nada.

Pero lo que más asombra es su capacidad para las transformaciones. Con la mayor facilidad asumen el aspecto de guerreros, funcionarios, dragones, pájaros y —con toda frecuencia— mujeres hermosas. Bajo esa apariencia tienen por costumbre seducir a los hombres. Viven con ellos largos años y luego, de ser posible en el momento en que ellos están más enamorados, toman su forma original o, lo que es peor, forma de mujer desdeñosa.

Para completar estos engaños actúan con enorme paciencia. A veces, se transforman en niñas y van creciendo, conforme a los plazos usuales, hasta llegar a la edad más conveniente para la seducción.

Los sabios aconsejan el siguiente procedimiento para saber si una mujer es en realidad un zorro: tirarle tres veces de la oreja derecha y luego besarla. Ante estas acciones, el zorro deberá egresar de sus fingimientos y revelar su verdadera condición.

Los zorros chinos menos pacientes suelen aprovechar los viajes de las mujeres para raptarlas, encerrarlas y sustituirlas en fingidos regresos. Los esposos y novios casi nunca advierten estas usurpaciones.

Un funcionario de la ciudad de Ch'ang-an permitió a su esposa que viajara al norte a visitar a sus padres. Los zorros la capturaron y uno de ellos tomó su lugar para regresar junto al marido. El hombre no sospechó nada y continuó su vida junto al zorro, siguiendo sus hábitos de siempre.

Tiempo después, el zorro chino, aburrido de su papel de esposa del funcionario, solicitó permiso para visitar nuevamente a sus padres e hizo liberar a la verdadera mujer para que regresara a Ch'ang-an.

Pero esta vez el funcionario entró en sospechas. La dama estaba cambiada: su piel estaba gris y sus ojos rojos. Además, hablaba todo el tiempo de zorros y cautiverios. El funcionario consultó a sus amigos de la administración y éstos le aconsejaron que echara a su mujer, ya que con toda probabilidad era un zorro.

Los empleados del censo han calculado que un quinto de la población del mundo ha sido sustituida por zorros. A veces ocupan cargos de gran importancia. Y es posible que algunos hasta gobiernen provincias. Casi nadie efectúa denuncias porque los zorros que se han transformado en jueces se burlan de ellas y persiguen a los acusadores.

El sabio Wei Hei escribió, durante la dinastía T'ang, un libro erudito y revelador. En él se establece la falsedad de todas las creencias populares. Si bien no niega la existencia cierta de zorros, Wei Hei sostiene que la vida de estos animales es perfectamente anodina y que no se diferencia mucho de seres tan poco milagrosos como el perro o el dragón. Para desalentar la superstición, Wei Hei incluyó en el libro unas historias edificantes que cuentan las desgracias que padecieron los que se atrevieron a creer en la magia del zorro chino.

El alfarero Tz'í acostumbraba a contar todas las noches historias de zorros chinos a sus amigos de la posada. Una noche, al regresar a su casa, encontró en la puerta a un monje armado con una espada de fuego. La figura, con voz muy grave, le preguntó: «¿ Tú eres el alfarero que cuenta historias sobre zorros chinos?». «Sí», contestó el hombre aterrorizado. El monje le dijo: «Marcaré para siempre tu carne con esta espada de fuego, para que veas el destino que los demonios tienen preparado para los supersticiosos, los hechiceros y los mistificadores».

El alfarero descreyó de los zorros y dedicó largos años al estudio de las matemáticas, la hidráulica y la predicción del futuro. Una noche, volvió a encontrarse con el monje que, suspendido en el aire, le dijo estas palabras: «Has seguido el camino de la sensatez y la razón. La marca que te hice desaparecerá».

A la mañana siguiente, el cuerpo de Tz'iya no presentaba cicatrices. El alfarero vivió muchísimo tiempo y enseñó a sus hijos a no hacerse eco de las leyendas que referían los ignorantes.

El libro de Wei Hei afirma que todas las historias de aparecidos forman en verdad un cuerpo de amenaza e intimidación, cuyo fin es abusar de las personas menos dotadas.

Sus enemigos hicieron ver a las autoridades un sentido de rebeldía en esas ideas. Fue hostilizado y perseguido durante mucho tiempo, hasta que finalmente lo acusaron de promover la heterodoxia y la desobediencia. Su libro fue quemado en un acto público, mientras unos ancianos repetían este refrán: «Ser un zorro es deshonroso, pero más deshonroso es ser un necio que no cree en los zorros».

Después, el verdugo se dispuso a azotar al sabio. Pero cuando el látigo estaba en el aire, Wei Hei se convirtió en zorro y desapareció velozmente.

GEOGRAFÍA FANTÁSTICA

E
n las afueras del pueblo de I Shi, justo al pie de una montaña, se alzan unas estatuas misteriosas. Los nativos cuentan que, en tiempos remotos, un soldado enamorado debió marchar a una guerra lejana. La novia fue a despedirlo al pie de aquella montaña. Con lágrimas en los ojos vio cómo el guerrero se alejaba hasta perderse en el atardecer. Sin embargo, ella permaneció en ese lugar durante largas horas, largos días y largos meses, hasta que finalmente se convirtió en piedra.

En los años siguientes, en ese mismo lugar, otras personas resultaron petrificadas por despedirse demasiado. Hubo también quienes pudieron huir a tiempo, pero con el corazón endurecido para siempre.

Hoy, las gentes de I Shi, dicen que no debe despedirse a nadie al pie de la montaña. El que lo hace no vuelve a ver jamás al que se va. Nosotros sabemos más que eso y decimos que todos los pueblos son I Shi, que nadie vuelve a ver al que se va, que todo regreso es falso, que toda despedida es definitiva.

Luciano de Samosata ha dado testimonio de la existencia de la Isla de los Dichosos. Está situada en el océano Atlántico y tiene más de 700 kilómetros de largo. No hay montañas: toda la extensión de la isla es una amable llanura. Sus habitantes no son, a decir verdad, personas de carne y hueso, sino almas recubiertas por una tenue apariencia corpórea. Las ropas están confeccionadas con telas de araña, que luego son teñidas con la más fina púrpura.

La capital, es decir la Ciudad de los Dichosos, es de oro, excepción hecha del muro que la circunda, que ha sido edificado con ladrillos de esmeralda.

El gobierno es ejercido por el cretense Radamantis que, como sabemos, es también uno de los tres jueces del infierno. Esta superposición de funciones asegura una saludable desidia en las acciones del estado.

Hay templos de todos los dioses paganos. La ciudad tiene siete puertas y está rodeada por un río de mirra. La curiosa hidrografía de la isla registra, además, siete ríos de leche, ocho de vino y algunos manantiales de miel. El aseo de los sutiles ciudadanos se cumple con rocío caliente.

No hay en esta región noches oscuras ni soles de mediodía. Perpetuamente la ilumina una luz suave como la del amanecer o el ocaso. En la Isla de los Dichosos siempre es primavera y solamente sopla un viento: el céfiro.

Es de suponer que la dicha que se consigue en estas latitudes sea tan homogénea y accesible como la geografía y el clima. En el siglo V unos nobles romanos que huían de las invasiones bárbaras arribaron a sus costas, después de un viaje horrible. Vivieron un año de molicie y serenidad hasta que —cercanos a la locura— se embarcaron de regreso a Roma para hacerse matar por los visigodos.

Sin duda, la más ostentosa de las ciudades fue Iram Zat Al-Amad. Tal como puede leerse en
Las mil y una noches,
se alzaba en medio del desierto del Yemen. Tenía sólo dos puertas enormes, incrustadas con toda clase de piedras preciosas, cuyo brillo era inmediatamente empalidecido por centenares de castillos construidos con oro, plata y rubíes.

La ciudad fue fundada por Saddad, un rey aficionado a la lectura. Una descripción literaria del Paraíso lo entusiasmó de tal manera que decidió construir un lugar idéntico en la Tierra.

El rey Saddad sojuzgaba a cien mil reyes. Cada uno de estos reyes era obedecido por cien mil jefes valientes. Y cada jefe valiente comandaba a cien mil soldados. Es propio del pensamiento árabe el encontrar solaz en el vértigo de los números: el tablero de ajedrez que duplica granos muestra la asombrosa facilidad con que puede llegarse a una cantidad inconcebible. Del mismo modo, los soldados de Saddad son 100.0003, es decir, mucho más numerosos que la población de cien mil mundos actuales.

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