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Authors: Alejandro Dolina

Tags: #Humor, Relato

Bar del Infierno (12 page)

BOOK: Bar del Infierno
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INMORTALIDAD III

E
n la corte del emperador Wu Wang, de la antiquísima dinastía Chow, vivía el infame alquimista Fu-tsien. Este hombre había sido apresado por participar en una conspiración. Para evitar que lo ejecutaran, prometió conseguirle al emperador la vida eterna.

Instalado en un gabinete al que nadie podía entrar, Fu-tsien fingía destilar unos elixires a partir de las piedras de jade que, según creían los chinos, tenían poderes benéficos. Wu Wang bebía con obediencia los brebajes que Fu-tsien le preparaba.

Pasaron los años. El emperador confiaba en no morirse. Tuvo cierto temor de haber sido engañado cuando el falso alquimista murió. Temió más aún cuando padeció los primeros achaques de la vejez. Lleno de indignación imperial, hizo exhumar el cadáver de Fu-tsien y mandó decapitarlo.

Luego, desesperado, fue hasta el gabinete del alquimista y se tragó una piedra de jade de enorme tamaño. El emperador Wu Wang murió asfixiado unos momentos después.

INMORTALIDAD IV

K
o Hung divide a los inmortales en distintas jerarquías, que se establecen al considerar los procedimientos utilizados para alcanzar la vida perdurable.

En lo más alto están los que han tomado el elixir de oro o de jade y han realizado mil doscientas buenas acciones. Estos inmortales pueden optar entre la ascensión a los cielos en pleno día o la permanencia en la Tierra como maestros de alquimia.

Al observar que algunos inmortales se morían, el pensamiento taoísta formuló una explicación.

Según la teoría del Shih-chieh o separación del cadáver, el inmortal asume la apariencia de un muerto antes de efectuar la ascensión al cielo. Así, la muerte es en verdad la liberación de lo que es terrenal e innoble, la condición de la transformación esencial que la inmortalidad requiere. Para saber si algún difunto era inmortal se abría el ataúd un tiempo después del entierro. Señales positivas eran la desaparición del cadáver, su aspecto lozano o la salida del cuerpo flotando en el aire. Los inmortales vivían en los montes, en los bosques, en los cielos, en las islas del este o en la cordillera del K'un-lun, al oeste. Viajaban montados en grullas.

En épocas tardías, fueron considerados como inmortales algunos personajes de la historia china.

Los más conocidos son los Ocho Inmortales. El arte los representó con el cuerpo emplumado tal vez como referencia al ideograma de la escritura que los aludía. Este carácter consistía en un signo cuyo significado era «elevarse en el aire». Más tarde vino a utilizarse otro signo, formado por los ideogramas hombre y montaña. Esto implica en cierto modo que un inmortal es en verdad uno que busca la soledad de las montañas.

El primero de los Ocho Inmortales es Li T'ieh-kuai, o sea Li, el de la muleta de hierro. Se lo representa con cara negra, cabeza puntiaguda, cabello enmarañado, una pierna renga y llevando una muleta y una calabaza que contiene drogas mágicas. Parece que cierto día, Lao-tsé bajó del cielo para enseñarle a Li los pormenores de la doctrina taoísta. La docencia fue ejercida con tal acierto que, al poco tiempo, Li alcanzó la inmortalidad. Una tarde, resolvió abandonar su cuerpo para dirigirse al monte Hua sin molestos contrapesos. Por precaución, encargó a un alumno que le cuidara el organismo durante su ausencia. Sin explicar por qué, ordenó a aquel discípulo que si él no regresaba al cabo de una semana, incinerara el cuerpo.

A los seis días, el alumno se enteró de que su madre estaba muy enferma. Entonces quemó el cuerpo de Li y corrió a cumplir con sus deberes de hijo. Li regresó al séptimo día y, después de encontrar sus propias cenizas, no tuvo más remedio que buscar un nuevo cuerpo a los apurones. En una encrucijada, pudo ocupar el cadáver de un mendigo feo y rengo. Li pensó en deshacerse de aquella envoltura carnal tan pronto como pudiera, pero Lao-tsé bajó del cielo nuevamente para pedirle que no lo abandonara. Parece que acompañó esta solicitud con dos discretos obsequios: una banda de oro para sujetar las crenchas y una muleta de hierro.

El segundo inmortal se llamaba Chang Kuo-lao. Era un funcionario de la dinastía T'ang. Su leyenda puede parecer confusa e insatisfactoria. Dicen que el emperador sospechó que Chang era algo más que un hombre. Entonces indagó a un célebre maestro taoísta. El maestro declaró que él sabía quién era realmente Chang pero que no se atrevía a decirlo porque esta revelación le costaría la vida. Había sin embargo una posibilidad: si después de la respuesta el emperador en persona, descalzo y rapado, acudía a Chang Kuo-lao para que perdonara la infidencia, el maestro podría volver a la vida.

El emperador declaró que estaba dispuesto a cumplir aquellas comisiones, con tal de saber quién era realmente Chang Kuo-lao. Recibida esta garantía imperial, el maestro taoísta declaró que Chang Kuo-lao era la encarnación del caos primordial y cayó redondo. El emperador cumplió su promesa minuciosamente y Chang resucitó al maestro taoísta salpicándolo con un poco de agua. Algunos dicen que Chang Kuo-lao tenía un burro blanco que podía recorrer mil millas en un día. Este animal podía además doblarse como si fuera un pañuelo y guardarse en el bolsillo. Los vikings hablaban de la nave Skithblathnir, que también tenía ese carácter plegable. Chang Kuo-lao murió solo en las montañas. Años después, sus discípulos abrieron el ataúd y lo encontraron vacío.

El tercer inmortal es Chung Li-ch'üan. Su emblema es un abanico de plumas y se lo representa como un hombre corpulento, pelado y con una barba hasta el ombligo. Algunos dicen que era un mariscal que en la vejez se retiró a las montañas. Allí encontró unos santos que lo ayudaron a alcanzar la inmortalidad. Otros dicen que mientras meditaba en una celda se derrumbó la pared y apareció una caja de jade que contenía la receta de la vida eterna. Chung Li-ch'üan siguió las instrucciones y enseguida una nube multicolor lo transportó a la morada de los inmortales.

Después viene Lü Tung-pin. Nació en 798 en el norte de la China. Pertenecía a una familia de funcionarios. Siendo muy joven emprendió un viaje a los montes Lü, en el sur. Allí se cruzó con un dragón de fuego que le obsequió una espada mágica.

En otro viaje, se encontró con el ya citado inmortal Chung Li-ch'üan, que en ese momento estaba calentando un vino. Después de algunos tragos, Lü se quedó dormido y soñó que era muy rico y que ocupaba un alto cargo. También soñó que vivía cincuenta años de prosperidad. Finalmente soñó que un delito lo conducía al destierro y al exterminio de su familia. Entonces despertó y comprobó que sólo había dormido unos minutos. Convencido de que este sueño era una advertencia, Lü Tung-pin resolvió eludir la carrera de funcionario que era tradición en su familia y se marchó a la montaña junto con Chung Li-ch'üan. Allí aprendió los misterios de la alquimia y el arte de la esgrima. Dicen que a los cien años Lü Tung-pin mantenía su aspecto juvenil y podía recorrer cien millas en un momento.

Lü Tung-pin fue el primero en usar el elixir interno y juraba que la misericordia era el factor esencial para el logro de la perfección. Su espada mágica no es el símbolo de la destrucción sino del triunfo sobre el deseo, el encono y la ignorancia.

Ts'an kuo-chiu es el quinto inmortal y se lo representa con unas castañuelas en la mano. Era cuñado de un emperador Sung. Su hermano menor cometió un asesinato y Ts'ao, avergonzado, se retiró a las montañas para vivir como un ermitaño. Un día se lo encontraron Chung Li-ch'üan y Lü Tung-pin y le preguntaron qué andaba haciendo en aquellos andurriales. Ts'ao contestó que estaba estudiando el Tao, es decir, el camino. Los dos inmortales le preguntaron dónde estaba ese camino y Ts'ao señaló el cielo. Inmediatamente se le preguntó dónde estaba el cielo y Ts'ao señaló su corazón. Complacidos por aquellas respuestas, los maestros resolvieron adiestrar a Ts'ao en el logro de la perfección. En pocas clases, el alumno se convirtió en un inmortal.

El sexto es Han Hsiang-tzu. Era el sobrino de Han Yu, el poeta antibudista de la dinastía T'ang. Se lo representa, por lo común, con algo en la mano, que puede ser un ramillete, una flauta o un durazno.

Se le atribuye el prodigio de haber hecho florecer peonías en pleno invierno. Todas estas flores llevaban en sus pétalos escrito un poema, siempre el mismo:

Las nubes ocultan la cumbre del Ch'in-ling

¿Dónde está tu hogar?

La nieve es profunda en el paso de Lan

Los caballos no avanzan.

Han Hsiang-tzu advirtió en estas líneas un sentido profético. Su tío Han Yu se burló de aquella idea. Sin embargo, poco tiempo después, Han Yu fue desterrado por el emperador Sui Wen Ti, por burlarse de las reliquias del Buda. Al llegar al paso de Lan, la nieve le impidió seguir adelante. Se acordó entonces del poema de las peonías de su sobrino. Entonces apareció el propio Han Hsiang-tzu y limpió el camino en un momento. Mientras tanto, aprovechó para predecir a su tío que pronto recuperaría su lugar en la corte.

Ho Hsien-ku es la única mujer de los ocho inmortales. Siempre vivió retirada en las montañas. Cuando tenía catorce años, un espíritu le ordenó en sueños moler una piedra y comerse el polvo resultante. El espíritu aseguró que este procedimiento la volvería al mismo tiempo liviana e inmortal. Ho Hsien-ku cumplió aquella comisión, a la que agregó, como yapa, un voto de celibato. Desde ese momento tuvo el poder de volar entre las montañas. Además, ya no necesitó alimentarse.

Los glosadores heterodoxos aseguran que el vuelo, la saciedad y la inmortalidad le fueron conferidos por un durazno que le convidó un maestro del Tao con el que se cruzó mientras estaba perdida en la montaña. Aquel maestro no era otro que el ubicuo Lü Tung-pin.

El octavo inmortal es Lan Ts'ai-ho. Se lo dibuja rotoso, con un cinto de madera y con un pie descalzo. En verano, andaba con mantos gruesos y enojosas bufandas. En invierno salía en camiseta. Su respiración ardía. Mendigaba por las calles, borracho, cantando y tocando las castañuelas. Un día, en la puerta de una posada, se despojó de sus ropas, montó en una grulla que pasaba por ahí y desapareció entre las nubes.

Con el tiempo, las creencias del taoísmo fueron adquiriendo un sentido metafórico. El elixir se convirtió en una purificación del espíritu. Los vuelos por sobre las montañas empezaron a entenderse como hazañas del pensamiento. La inmortalidad misma empezó a interpretarse como unas perfecciones que convenía buscar aun conociendo la imposibilidad de su hallazgo.

El camino del descreimiento suele ser éste: primero creemos algo de un modo literal. Después creemos que es en verdad la metáfora de otra cosa. Más tarde, descubrimos que toda metáfora es un capricho y entonces dejamos de creer.

CORO

Ah, vientos rojos del tiempo

que soplan siempre en la misma dirección

y que no saben regresar.

Todo es siempre nuevo,

no hay una luna ni un sol,

infinitos soles de un día

se suceden a lo largo de las edades.

Todo ocaso es definitivo.

SALVACIÓN

E
l monasterio de Monte Cassino fue construido en terrenos donados por San Benito, creador de una orden y de una regla que fueron modelo del monaquismo de occidente. Según una creencia oficializada por una opinión del Papa Gregorio, todos los que morían en Monte Cassino conseguían la salvación.

A fines del siglo XVI, el ladrón toscano Carlo Tagliaferre sostuvo una violenta pelea con un hombre en una timba. Tagliaferre mató a su oponente pero quedó bastante malherido. Presintiendo que iba a morir, calculó que lo esperaba la condenación eterna: su vida estaba llena de pecados abominables. Tuvo entonces la idea de trasladarse a Monte Cassino y aprovechar la indulgencia que era usual con los que allí morían.

Llegó a la abadía hecho un despojo. Cuando los abates vieron a aquel hombre, se asustaron y le cerraron la puerta.

Tagliaferre suplicó que lo dejaran entrar pero los monjes fueron inflexibles. Entonces el moribundo se dejó caer y pasó un brazo a través de los barrotes, confiando en que la salvación sería concedida si al menos una porción de su cuerpo estaba dentro del lugar santo en el momento de su muerte.

Carlo Tagliaferre murió y quedó instalada una controversia leguleya.

Algunos sostienen que se salvó raspando y que su alma de ladrón se codea en el Paraíso con las de los santos más piadosos. Otros, imaginan a Tagliaferre en el infierno, sintiendo las llamas en todo su cuerpo, excepto en el brazo, que está en el cielo, apoyándose en el hombro de los ángeles.

Finalmente, en el colmo de la extravagancia, hay quienes opinan que la salvación prometida en Monte Cassino es una mentira de monjes supersticiosos y que da lo mismo morirse en cualquier parte.

CORO

Si pudiéramos decidir

el lugar de nuestra muerte

elegiríamos la lejana Thule

o el helado estrecho de Behering

o la superfina isla de Santa Elena

o cualquier lugar

al que no iremos jamás.

EL BAR IV

E
l que ingresa a ciertos salones del bar se mete en el pasado. Pero se trata de un pasado muy próximo. El visitante apenas si retrocede diez minutos. De todas maneras, resulta interesante ver entrar a los mozos trayendo en sus bandejas las cosas que los ocupantes del salón les pedirán inmediatamente después.

A dos días de camino de nuestro mostrador, hay una serie de salones sucesivos unidos por grandes puertas. En cada uno de ellos sucede lo que sucedió un minuto antes en el anterior. Un mozo explica este detalle a un visitante y lo invita a asomarse al salón siguiente. El visitante se ve a sí mismo recibiendo la explicación del mozo y asomándose a otro salón para ver allí, una vez más, la explicación y el asomo.

Si alguien caminara a través de los salones a la velocidad de un minuto por habitación, permanecería siempre en aquella escena del mozo y el visitante. Una velocidad mayor nos conduciría a tiempos donde el visitante aún no ha llegado y el mozo tal vez se ocupa de otras tareas.

Según los ancianos, esta serie de salones es infinita y puede recorrerse en ambos sentidos.

DOS PLATEAS

D
urante su exilio en Bruselas, el director teatral Enrique Argenti consiguió instalarse en un viejo salón que tenía dos entradas opuestas que daban a calles diferentes. Gracias a vaya a saber qué influencias, logró que unos empresarios convirtieran el salón en dos teatros. El Terencio, sobre el Boulevard Anspach, y el Plauto Palace, sobre la Rue Neuve.

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