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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (16 page)

BOOK: Bestias
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Por supuesto, mientras los hombres no abandonaran del todo las ciudades, las cucarachas florecían. Pero ahora, de pronto, ese día no parecía muy lejano.

En la Quinta Avenida, más allá de Harlem, los frentes renacentistas estaban manchados y las ventanas cerradas con hojas de acero o madera terciada. El parque que durante mucho tiempo había sido como una propiedad privada, estaba abandonado e invadido por la vegetación, y los escasos guardianes, armados con agujas eléctricas, se ocupaban principalmente de cuidar los patios de cemento abiertos durante el día para los niños que jugaban sombríamente con sus atentas niñeras entre los columpios tatuados. Poca gente se aventuraba en la parte más salvaje del parque, al norte de los museos, donde las enredaderas sofocaban los viejos árboles de nombres extraños, y las cizañas se apoderaban de los más jóvenes. Pocos, salvo si era indispensable. «Los perdimos en el parque», solía informar la policía provisional después de una pelea callejera con una u otra facción; entre la vegetación y las rocosas pendientes que a veces ocultaban heridos, y a veces cadáveres. Las ocasionales batidas de la policía descubrían normalmente en el parque a alguien muerto o escondido, y una cantidad de prudentes perros que se mostraban a lo lejos, jamás a tiro de rifle.

Allí vio Sweets por primera vez a Blondie: más allá del museo, en el límite sur del territorio.

Los espacios abiertos alrededor del museo eran ahora la plaza universal de los perros, a pesar de las advertencias policiales. Muy pocos se atrevían a pasar por el parque sin un perro. Sweets conoció muchos, tuvo miedo de algunos: sabuesos que se asustaban de las ardillas, tiesos dobermans y susceptibles pastores que sólo sabían jugar a
Ataque
y a nada más, torpes y malolientes san bernardos. Era un lugar desconcertante y agotador, un palimpsesto de reclamaciones que todos discutían. Sweets se sentía excitado y temeroso; tironeaba de la correa, ladrando locamente como un cachorro tonto cuando su ama, Lucille, lo llevó allí por primera vez. Y cuando lo dejó en libertad, se quedó paralizado, incapaz de separarse de ella, asaltado por tantos olores.

La gente suprimía cualquier idea clara que Sweets y los demás pudieran formarse acerca del lugar. Sweets merecía a esa weimaraner; estaba en celo y no deberían haberla llevado allí; pero ya que así había ocurrido, ¿por qué le habían arrebatado ese primer triunfo, el primero, sobre otros más grandes y mezquinos? La perra lo había elegido. Sweets no había tenido nunca una hembra, y su corazón era grande: hubiera matado por ella, y ella lo sabía. Pero llegó un hombre con grandes botas, y los separó a puntapiés, y dejó a Sweets sin alivio en mitad de su triunfo. Exaltado, zumbando de poder, un poder que parecía brotarle del lomo, se apartó y oyó que Lucille lo llamaba desde lejos. Todos se desvanecieron detrás de él, y él sólo sentía su propio olor; bajó la nariz hasta el suelo, con aire condescendiente, pero no le llegó nada. Subió hasta la parte más alta y Blondie salió de los arbustos a recibirlo. Él alzó la cabeza, decidió no ladrar. Se sentía temible, enorme, potente; y ella lo reconoció aunque no estaba en celo. Era más grande que él, pero en ese preciso momento ella sabía que él era más grande. Serena y admirativamente, aspiró el olor de Sweets. Y luego se echó de nuevo a terminar el sueño del que él la había despertado, dando unos golpes blandos con la cola sobre el suelo sucio.

Y ahora Blondie estaba muerta, asesinada —sólo él lo comprendía— por un trozo de carne que un hombre había envenenado; y Lucille se había ido. Unos hombres grandes, cuyos abrigos olían a miedo, se la habían llevado en mitad de la noche. Sweets, encerrado en el dormitorio, tenía que haber muerto de hambre, pero no fue así aunque Lucille, en el centro de reubicación, lloró al pensarlo; para ese momento él sabía bastante de puertas y cerraduras, y aunque ni sus dientes ni sus garras estaban hechos para eso, abrió la puerta del dormitorio y contempló el apartamento saqueado, por cuya puerta abierta entraban indeseadas brisas y fragancias de la noche.

Fue al parque porque no tenía ningún otro lugar adonde ir. Si no hubiese sido por Blondie, habría muerto de hambre ese primer invierno, porque ya no quería acercarse a los hombres ni volvería a esperar de ellos comida, consuelo o ayuda. Lo que era para los perros salvajes un derecho de nacimiento —nacer alejados de los hombres—, lo tenía Sweets merced al don de la memoria eidética que los hombres le habían concedido por accidente. Sabía que los hombres no eran ya de la manada. Si él pudiera, llevaría a la manada, a todos ellos, lejos de los sitios de los hombres, a algún otro lugar, aunque conocía un lugar así sólo como un santo conoce el cielo. Lo imaginaba, vagamente, como un parque sin muros, sin límites y sobre todo, sin hombres.

Si pudiera...

Cuando él atacó a Duke, el doberman no retrocedió. Tenía la cara negra y angosta descubierta, y la temible boca preparada. En cierta ocasión, Duke había matado a un hombre, o había ayudado a hacerlo, cuando era el perro de guardia de una joyería; la pistola del hombre le había arrancado la oreja que la agencia le había recortado cuidadosamente cuando era cachorro. Sólo tenía miedo de Blondie y de los ruidos violentos. Giraba para seguir haciendo frente a Sweets —que daba vueltas alrededor y amagaba un ataque— con el desesperado deseo de empezar la pelea, pero sin posibilidad de hacerlo porque ése era el derecho de Sweets.

Cuando por fin Sweets se decidió y atacó, la ferocidad de Duke lo dejó sin aliento. Lucharon boca contra boca, y sintió de inmediato el sabor de la sangre, aunque no las heridas de los labios y la cara. Hubo una serie de caídas que duraban segundos, como las de los luchadores: cuando Duke vencía, Sweets se detenía, paralizado, ofreciendo la garganta a los ávidos dientes de Duke, a punto de morderle la yugular. Entonces Duke se retiraba, y había una nueva confusión de músculos y gruñidos guturales, y era entonces Duke quien se quedaba paralizado. Duke era el más fuerte; su nerviosa energía, incrementada por el entrenamiento de la agencia, parecía incesante, y Sweets, sin poder evitarlo —también él había sido manipulado por los hombres— empezó a imaginar una posible derrota.

En ese momento, cuatro cartuchos de dinamita destruyeron un cuartel provisional de la policía en la Avenida Columbus, y el estruendo los golpeó como una bofetada.

Duke se separó, moviendo la cabeza aterrorizado, buscando el ruido para morderlo. Sweets, sorprendido pero no asustado, atacó otra vez y obligó a Duke a ceder; Duke, enloquecido, trató de huir, cedió nuevamente, y quedó debajo de Sweets, sometido.

Sweets permitió que se levantara. Debía hacerlo. Sintió el irresistible deseo de orinar, y cuando se alejó, Duke echó a correr. No fue muy lejos: ladró desde detrás de unos bancos verdes, en el camino interior, para que Sweets supiera que aún estaba allí. Aún pertenecía a la manada. Sólo que no era el jefe.

Sweets, con el corazón palpitante y una pata entumecida, y los labios que le ardían en el aire frío, inspeccionó su reino. Los demás se mantenían a distancia: eran apenas manchas obscuras en un mundo incoloro. Estaba solo.

En el cuartel provisional de la Avenida Columbus había cuatro policías y un solo detenido. Lo habían traído desde el norte, donde lo habían capturado, y lo llevaban a un sitio desconocido para los agentes, que eran municipales y no federales; sólo sabían que debía ser retenido y transferido. Y, por supuesto, que era necesario redactar un informe. Ése era el informe que el sargento había dactilografiado, con gran cuidado y dos dedos adornados por anillos, en seis finas hojas de papel de colores de confetti, cuando fue decapitado por el cajón del archivo metálico, K-L, donde habían escondido la carga, y que estalló volando como una flecha torpe y gruesa.

«Estatura: 1,85», había escrito. «Peso: 85.» No lo parecía: era fuerte, pero delgado y macizo. «Ojos: amarillos.» Casi podía sentir esos ojos extraños, detrás de él, en la celda, mirándolo. «Señas particulares.» El sargento era un hombre metódico y estúpido. Reflexionó. ¿Qué quería decir? ¿Particulares para su especie, o para los hombres? Había visto otros, en películas, y todos eran muy parecidos. No pensaba acercarse a buscar cicatrices o señas. La especie existía desde hacía casi medio siglo, pero sin embargo pocos hombres —y menos en las ciudades— habían tenido uno tan cerca como ahora el sargento. Eran tímidos, callados. Y estaban condenados a extinguirse.

Sencillamente, el formulario no era adecuado para el detenido. El sargento sabía bien qué hacer si, por ejemplo, el nombre de un prisionero era demasiado grande para el espacio previsto en la hoja. También podía calcular pesos y estaturas, e inventar las deplorables circunstancias de un arresto. Señas particulares... Escribió: «Leo».

Sin duda alguna, era una seña bastante particular. El sargento la usó dos veces más: en «Alias» y en «Raza». Satisfecho consigo mismo, estaba a punto de escribir «Leo» por tercera vez en «Nacionalidad/Autonomía» cuando la carga estalló.

Dos de los tres restantes se encontraban en la recepción, y uno gritaba. El tercero estaba junto a la cafetera, al lado de la puerta del calabozo: intentaba ver por la ventanilla al extraño detenido. Ahora su cabeza, partida por el postigo, estaba encajada en la ventanilla; sus ojos parecían mirar el interior, desorbitados, sorprendidos.

El leo gritó de dolor y furia, pero no pudo oír su propia voz.

¿Qué había ocurrido? Las calles al norte de Cathedral Parkway estaban siempre mortalmente silenciosas en las noches de invierno como ésa; los ruidos más fuertes eran los propios, cuando volcaban cubos de basura y emitían ladridos de furia o de triunfo. Sólo ocasionalmente algún vehículo solitario y brillante recorría despacio las avenidas para imponer el toque de queda. Esta noche las calles estaban vivas; las ventanas se abrían y se cerraban violentamente, atronadoras sirenas y bocinas desgarraban el silencio, y las luces rojas, la obscuridad. En alguna parte, un edificio ardía, poniendo un halo de luz opaca en las calles. Se oían disparos, en explosiones aisladas y en bruscas ráfagas.

Ahora que Blondie se había ido, Sweets no tenía nadie que pudiera interpretar lo que ocurría, y decir sensatamente «huyamos» o bien «no importa, no es nada». Ahora todo tenía que resolverlo él mismo. La manada estaba dispersa a lo largo de dos o tres manzanas cuando Sweets empezó a desconfiar moviendo la cabeza de lado a lado, con las ventanas de la nariz muy abiertas, buscando a los otros. Cuando los encontró, tenían olor a miedo. Todos deseaban huir, y empezaban a volverse hacia la gran obscuridad del parque, en el sur. No obstante, Sweets siguió dando vueltas, inseguro, incapaz de recordar a cuál había visto y a cuál no. Duke, Randy, Spike, el sabueso, la pequeña Heidi, la hija de Blondie, algún otro... No pudo más. Echó a correr por la avenida, dispuesto a buscar cierto portal en la calle 110, cuando el tanque dobló la esquina y se le acercó.

Nunca había visto una cosa semejante, y se quedó paralizado. El gran cañón se movía de lado a lado y las orugas mordían el pavimento. Era como si el suelo tuviera la piel de gallina. El tanque zumbó, buscando con unas luces blancas, que cegaron a Sweets; luego avanzó hacia él, casi tan ancho como la calzada. Por encima del ruido se oía la voz susurrante de una radio; y en el último instante, antes de que lo embistiera, en la parte superior del tanque apareció una figura humana, como un juguete movido por un resorte. Eso restauró de algún modo la furia de Sweets; después de todo, sólo se trataba de otro hombre que pretendía hacerle daño. Saltó, casi con la rapidez necesaria; alguna parte sobresaliente del tanque lo golpeó arrojándolo a un lado. Se levantó y corrió en tres patas, mientras un miedo negro y una furia roja luchaban dentro de él. Corrió dejando un reguero de gotitas brillantes en la calle, hasta que el frío le cerró la herida. Corrió alejándose del parque, buscando la obscuridad, cualquier obscuridad. Esta obscuridad: un área de maniobras, una escalera, una puerta metálica falseada, y luego un sótano húmedo. Y silencio. Obscuridad. Ningún movimiento. Sólo el rápido murmullo de su propia respiración y el rugido de la furia que se alejaba.

Entonces la piel se le erizó de nuevo. Había alguien más en el sótano.

Las bestias heridas se ocultan. No era sólo porque él, un leo, jamás habría pasado inadvertido en las calles, y menos sin un abrigo, y con un brazo hinchado, inútil y posiblemente roto; y tampoco porque nada sabía de la ciudad. Había salido a la calle todavía ensordecido y deslumbrado por la explosión; el aire estaba lleno de humo. Oyó gente que gritaba y se acercaba. Luego el gemido de las sirenas. Necesitaba desesperadamente silencio, obscuridad, seguridad. Ese sótano era lo que estaba más cerca. Se arrancó la manga de la camisa con los dientes para que no le apretara el brazo; trató de no quejarse cuando dio contra algo y un dolor tibio lo inundó. Pasó todo el día sin moverse, acurrucado en un rincón frente a la puerta, mientras el dolor y la confusión se retiraban como un mar que aún podía lanzarle de vez en cuando una gran ola contra la costa de la conciencia y obligarlo a gritar.

Sólo cuando la noche llegó a borrar la luz gris que se filtraba en el sótano, pudo pensar otra vez. Estaba libre. O al menos no estaba en la cárcel. Esto no lo asombró, así como no se había asombrado cuando lo detuvieron. Ignoraba por qué el zorro lo había traicionado, pero estaba seguro de que así había empezado todo. Ningún otro sabía que se encontraba en la Reserva ni qué había estado haciendo en el norte; pero por lo menos podía imaginar el motivo de Reynard: su propio pellejo. No importaba, no por el momento, aunque importaría cuando volviera a encontrarse con Reynard. Ahora lo importante era salir de alguna manera de la ciudad.

Sabía que había un río al oeste y que sólo se podía salir de la ciudad a través de ese río. No sabía en qué dirección estaba el río; en cualquier lugar hubiera distinguido de inmediato el este y el oeste, pero el furgón cerrado en que lo habían traído, la explosión y la maraña de calles lo habían perturbado. Y aunque pudiera localizar el río, ignoraba si era posible cruzarlo y de qué manera. Además, las patrullas recorrían las calles y avenidas, describiendo paralelogramos infinitamente minuciosos. No había afuera un solo camino que él pudiese encontrar.

Cuando cayó la noche empezó a oír los ruidos de la represalia contra quien había puesto la bomba en el cuartel: la pesada marcha de los tanques, la voz fría e insistente de los megáfonos. Los disparos. Los ruidos se aproximaron, como si lo buscaran. Empuñó la pistola que le había quitado a un policía muerto; esperó. No sentía ningún miedo, no podía. Pero la rabia no lo dejaba un instante. No había ninguna razón para permitir que volvieran a detenerlo.

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