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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

Bestias (24 page)

BOOK: Bestias
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La noche lo hizo evidente. Caddie trataba de decidir a qué fuego se acercaría, de saber dónde podía comprar comida, cuando un hombre con barba, sonriente, le puso en la mano una hoja de papel.

¿DÓNDE ESTA?

Gritaba la hoja, y debajo había un grotesco dibujo de lo que podía ser un leo. Asombrada, alzó la vista. El hombre le trajo el recuerdo de Meric, a pesar de la barba, el pecho hundido y el cuello largo: alguien de mirada y maneras suaves y modestas. Trató de leer el texto, pero con las últimas luces apenas alcanzó a vislumbrar unas palabras sueltas: derechos civiles, Naturaleza, leo, crímenes, SIS, libertad, Sten Gregorius.

Él observó sin duda la expresión de sorpresa de la cara de Caddie, y después de distribuir algunas hojas más se acercó otra vez.

—Aquí tienes —dijo, buscando en el bolsillo— ponte una insignia —él llevaba una igual a la que ofrecía: el dibujo de un leo, y debajo las palabras NACIDO LIBRE.

Caddie ignoraba cómo había llegado a ocurrir, pero ese hombre era un amigo. Hubiese querido decírselo, desesperadamente, pedirle ayuda, pero no se atrevió. Lo miró un instante, y luego miró la insignia. Él se volvió para marcharse. Ella dijo:

—¿Estarás aquí mañana?

—Aquí o allí —respondió él, señalando un lugar rodeado de columnas y vistosamente iluminado—. Todos los días. Si no estoy en la cárcel —hizo un brusco ademán agresivo con el puño en alto, pero su rostro amable aún sonreía.

Ella lo miró alejarse, con el corazón conmovido.

No estaba sola. Había otros que sabían de Painter. Muchos otros. Ignoraba si eso era bueno o malo. Se deslizó entre la silenciosa multitud en la base del monumento, con la extraña insignia apretada en la mano como un talismán, y apoyó la espalda contra la piedra. Había comido por última vez muchas horas antes, pero apenas notó que tuviera hambre; el hambre se había convertido, a lo largo de los meses, en su estado natural.

—Lo traerán dentro de un momento —dijo Barron—. Sí. Aquí está.

La habitación donde se encontraban era el consultorio de lo que había sido antes un hospital mental público para dementes peligrosos. No había nadie ahora, excepto un paciente o prisionero; éste había sido instalado allí porque nadie pudo pensar en otro lugar mejor, en otra jaula.

La ventana del consultorio daba a un patio interior, una caja alta de ladrillo obscurecido, sin adornos. La herrumbrosa puerta del patio se abrió lentamente. No se podía ver el interior. Luego salió el leo.

A pesar de la distancia, y aunque vestía un viejo abrigo militar, Reynard pudo ver que estaba flaco y deteriorado. Durante un instante caminó al azar, a pasos cortos, con movimientos que parecían restringidos; Reynard advirtió entonces que tenía esposas en las muñecas. Se preguntó si habían tenido que hacerle unas esposas especiales. Painter se dirigió al único rincón del patio donde caía oblicuamente la tenue luz del Sol, y se sentó con cuidado en el suelo. Apoyó la espalda contra los ladrillos y miró hacia la nada, inmutable. De vez en cuando movía las muñecas dentro de las esposas, quizás porque le apretaban, quizás porque de pronto olvidaba que las tenía puestas.

—¿Qué le han hecho? —preguntó Reynard.

—La culpa es sólo de él —respondió rápidamente Barron—. No quiere alimentarse, no responde a la terapia. Por lo que sabemos, no está afectado físicamente. Apenas débil. Desde luego, pone dificultades cuando intentamos examinarlo.

—Me parece —dijo Reynard— que el prisionero se está muriendo.

—No es así. Recibe inyecciones diariamente. Casi diariamente —como si intentara arrastrar consigo a Reynard y alejarlo de la ventana, se encaminó al otro extremo de la habitación y se subió a un escritorio de metal cubierto de polvo—. Y no es un prisionero. Está dentro de la jurisdicción del departamento de investigación del Proyecto de Especies Híbridas del SIS, de manera que técnicamente es un sujeto de experimentación.

—Ah.

—Sea como fuere, usted lo ha visto. Ahora, ¿podemos comenzar? Como comprenderá —aclaró—, no tengo ninguna autorización del gobierno. No puedo hacer ningún trato legal.

—Por supuesto.

—Sólo puedo actuar como un mediador.

—Creo que será suficiente.

—No lo tendremos en cuenta —dijo Barron, mirándose los nudillos—; pero usted, personalmente, ha creado enormes dificultades al gobierno. Enormes. El gobierno tendría perfecto derecho a apoderarse de usted y juzgarlo o...

—O arrojarme ahí dentro. Lo sé. Creo que lo que puedo ofrecer es más importante que cualquier sentimiento de venganza.

—Sten Gregorius.

—Sí. Dónde está, quiénes lo ayudan, las pruebas contra él, todo.

—No tenemos muchas razones para creer que lo sabe.

—Mi información acerca de él —dijo Barron, y señaló el patio bajo la ventana— ha sido bastante precisa.

—Nos ha causado gran cantidad de problemas. Problemas innecesarios.

—Ya.

—Quizás usted sólo quiera confundirnos, decir mentiras...

—Me he puesto voluntariamente en sus manos esta vez —dijo Reynard—. Estoy indefenso. Sé que si en este momento les mintiera, el peso de la autoridad caería enseguida sobre mí. Y también estoy seguro de que ustedes tienen... bueno, métodos experimentales para arrancar la verdad. El departamento de investigación.

—Ésa es una odiosa calumnia.

—¿De veras?

—No permitiríamos que se desmintiera, eso es cierto —dijo Barron, irritado.

—Eso es lo que quería decir.

—Además, lo que pide usted a cambio. No parece suficiente. No para semejante traición.

Reynard se volvió hacia la ventana y miró afuera.

—Quizás usted tenga sentimientos más profundos que los míos acerca de la traición. —Barron se veía obligado a inclinarse sobre el escritorio para llegar a oír el áspero susurro—. La explicación es que yo estoy al fin de mis fuerzas. Hasta ahora, he conseguido eludir al gobierno sólo gracias a la fortuna que gané trabajando para Gregorius. Y esa fortuna se ha agotado. Soy viejo, no estoy bien, he pasado mi vida yendo de aquí para allá, pero no puedo seguir corriendo. Tarde o temprano, me acorralarán y me detendrán... —se interrumpió, mirando el patio—. Y antes de que esto suceda, prefiero negociar lo último que me queda por un poco de paz. Un poco de tiempo para morir pacíficamente —se volvió hacia Barron y dijo—: Recuerde. No soy un hombre. Soy el único, el primero y el último de mi especie. No habrá otros. Sabe usted que soy estéril. No tengo lealtades. Sólo ventajas.

Barron no dijo nada por un momento; la fría voz parecía paralizarlo. Luego se aclaró la garganta, abrió la cartera, miró dentro, la cerró. Era nuevamente dueño de sí mismo.

—En suma —dijo vivamente—, a cambio de la inmunidad, y de una pensión, o algo parecido, ya negociaremos los detalles, usted está dispuesto a proporcionar pruebas de que Sten Gregorius y usted mismo planearon el asesinato de Gregorius; de que el SIS no tuvo nada que ver; de que los asesinos no eran agentes del SIS; de que Sten Gregorius continúa conspirando contra el gobierno federal provisional de la Autonomía del Norte. ¿Y Nashe?

—Según he oído decir, Nashe ha muerto.

—Entonces, lo que diga usted de ella no le hará ningún daño.

—Allí está la otra cosa que quiero —dijo Reynard.

—¿Cuál?

—El leo.

Barron se enderezó.

—Eso es extraño.

—¿Le parece?

—Y además, probablemente, imposible. Ha cometido varios crímenes; es peligroso.

Reynard emitió un ruido que podría haber sido una risa.

—Mírelo —dijo—. Le han quebrado la voluntad. Por lo menos.

—Las causas criminales...

—Vamos —dijo Reynard, casi alegremente—. Usted mismo ha dicho que no es un prisionero. Sólo un sujeto de experimentación. Está bien. Pues ponga fin al experimento.

—Todavía es peligroso. Sería como... como... —aparentemente, buscaba una imagen olvidada—. Como entregar a Barrabás al populacho.

Reynard no respondió. Barron pensó que la criatura no lo había entendido.

—En todo caso, formaba parte de la conspiración —dijo.

—Una parte ínfima —replicó Reynard—. Jamás entendió nada. Fue utilizado en primer lugar para mi conveniencia, y luego para distraer la atención. Sirvió, simplemente.

—Él y el resto de su especie están ahora unidos en la mente del pueblo con Sten Gregorius. Pudo haber sido un accidente...

—Ningún accidente. Se debió a la estupidez de perseguir a, los leos con tan poca... gracia. Sten se sumó entonces a la causa de los leos. Algo directamente provocado por ustedes —cojeó hasta el escritorio donde estaba Barron, que retrocedió como si algo repulsivo se le acercara—. Quizá pueda explicar dónde está ahora la posible ventaja. Ustedes se proponen enviar a los leos a una reserva en alguna parte, una especie de cuarentena.

—En la Autonomía del Sudeste.

—Bien. Una vez que tengan a Sten, y que el leo haya ido voluntariamente a esa reserva, la unión se evaporará.

—Jamás irá voluntariamente —dijo Barron—. Estas bestias sólo hacen una cosa voluntariamente: crear problemas.

—Déjeme hablar con él. Yo podría convencerlo. Me escucha. He sido su consejero, su amigo.

No había la menor ironía en sus palabras. Era solamente un argumento. Barron se maravilló: ningún pretendido disfraz cubría la amoralidad de este ser. La discusión era así más fácil. Aunque...

—¿Por qué —preguntó— insiste usted? No puede ser sólo para facilitarnos las cosas.

Reynard se sentó en el borde de una silla metálica plegable. Barron se preguntó si se daba por vencido. No lo parecía. Reynard movió las manos sobre la empuñadura del bastón. Los largos pies apenas le llegaban al suelo.

—¿Va usted al zoológico? —preguntó finalmente.

—Iba cuando muchacho. En mi opinión, los zoológicos...

—Quizás haya observado usted —le interrumpió Reynard— que, según la curiosa lógica humana, el tamaño de las jaulas depende del animal que contienen. Pequeñas jaulas para animales pequeños, hurones, zorros; jaulas grandes para animales grandes. Por lo menos, en los antiguos zoológicos.

—¿Y qué?

—La gente va al zoológico. Compadece al león, esa noble bestia enjaulada que apenas tiene espacio donde moverse... Pero, en verdad, el león está relativamente cómodo. Es una bestia perezosa y sólo se esfuerza cuando es necesario. Si no, descansa. Otros animales —y en particular los zorros— tienen una necesidad natural de movimiento. En libertad, pueden recorrer kilómetros y kilómetros en una noche. Recorren incesantemente las pequeñas jaulas. A la noche, cuando el zoológico está cerrado, caminan, dos largos de cuerpo en una dirección, dos en otra. Durante horas. Probablemente, enloquecen pronto. Una locura que nadie advierte... Para decirlo con absoluta claridad: yo haría cualquier cosa por evitar la jaula. Espero que usted lo comprenda. A él, el que está abajo, probablemente no le importe. Mientras tenga una jaula adecuada a su dignidad.

—La reserva.

—Eso es lo menos que puedo hacer por él —dijo Reynard, como siempre sin ironía—. Lo mínimo.

Barron se puso de pie y fue hacia la ventana. El leo no se había movido; sus ojos parecían cerrados. ¿Dormía? Tal vez el zorro tenía razón. Barron había sentido —aunque no lo había tenido en cuenta— cierta compasión por los leos condenados. Quizás un residuo de culpa, como en el caso de las reservas de indios. Pero los indios eran, después de todo, seres humanos. Quizás el plan del SIS, aparte de ser el único practicable, fuera también el más compasivo.

—Está bien —dijo al fin—. ¿Cuándo quiere hablar con él? No he prometido nada. Pero, en principio, acepto.

—Ahora —dijo Reynard.

Con la cara alzada a la débil luz solar, Painter miraba el resplandor que se expandía y se le licuaba en los párpados. En un trance provocado por el hambre, resbalaba entre el ensueño, la memoria, el despertar. Extendido al Sol, gordo y fuerte; sabor de sangre en los labios cortados, una niebla de furia, luego alguna victoria: la infancia más distante. Sol y obscuridad, calidez de la luz y luego calidez de la carne ligera entre otros cuerpos. Sueño. La conciencia, a saltos, ardía como la ira en la carne mas o menos despierta; nada podía hacer el padre Sol contra este otro padre al que se enfrentaba. Éste era su propio combate, percibido sólo en vastos relámpagos de sentimiento, la posibilidad de la victoria, la prolongación de la batalla, las manos esposadas... Esposadas. Alzó los brazos y abrió los ojos. Nada. Siempre las esposas. Manchas de viejas lluvias en el centro del patio, rayos de un sol negro diminuto, lágrimas de un ojo muerto.

Desvarío. Nada que hacer, nada que él pudiera hacer; maldijo el caudal de su propia sangre y sus corrientes giratorias. Pero sangre canalizada; un cauce formado por orillas de hombres. Él presionaba contra aquellos rostros unidos, pasaba a través, ellos volvían a reagruparse adelante y atrás y él rebotaba. Ciudades y caminos. Fuerzas en venta: fríos medios dólares de acero, papeles tan finos como la piel de una víbora. Él los utilizaba a manera de disfraz. Los olores ardían; el tabaco quemaba los olores; los medios dólares lo compraban; el lenguaje se le deslizaba entre los ojos y le salía por la boca con sabor a tabaco. La cólera podía estallar al menor roce; ellos estaban tan juntos.... ¿cómo podían soportarse a sí mismos? Aprendían cómo torcer las fuerzas y trenzarlas, hasta que los haces estuvieran demasiado apretados para arder. Hasta que él estuviera tan atado y preñado como dinamita, sin cara como las paredes de las canteras, las paredes de piedra que se cortaban en ángulo recto, las paredes facetadas de la misma piedra, como esas caras que lo miraban, facetadas, incesantes; sólo la dinamita podía conmoverlas.

Las paredes que lo rodeaban eran negras; aquellas otras habían sido claras. ¿Moriría aquí? El Sol se había retirado. Aquí moriría cuando el Sol se alejara del todo; días tras día era más escaso, ahora apenas una bendición de unos pocos minutos, que acariciaba tiernamente los ladrillos mientras ascendía y se alejaba de él. En el invierno moriría prisionero.

En la prisión. Allí lo habían partido en dos, años antes, en la obscuridad. La piel de hombre se le desprendía en la obscuridad como un ser diferente. Solitario. Ningún otro lugar donde ponerte. Puertas de acero que se cerraban como un llanto. Odio a la obscuridad. Demasiado necios para comprender. Mitad hombre, decían. Como el joven rubio que le besaba llorando las manos. No un hombre. No sabían que tenía un hombre oculto en su ser. Llevaba un arma escondida, solitaria, que rechazaba la cárcel; en la obscuridad sentía que el hombre se le desprendía, como una piel, y que la piel de hombre, en la obscuridad, adquiría vida propia.

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