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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (33 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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—No. Era poco más de la una cuando volví de Königstein. —Suspiró—. Vi a un hombre sentado en el banco de la parada del autobús y me detuve. Entonces me di cuenta de quién era. —Meneó la cabeza despacio, los oscuros ojos rebosantes de compasión—. Tobias Sartorius estaba completamente borracho y con hipotermia. Había vomitado y perdido el conocimiento. Tardé diez minutos en meterlo en el coche. Después, Hartmut y yo lo subimos a su habitación y lo metimos en la cama.

—¿Le dijo algo? —quiso saber Pia.

—No —respondió la doctora—. No estaba en condiciones de hablar. En un principio me planteé llamar a urgencias y que se lo llevaran al hospital, pero sabía que no le habría hecho ninguna gracia.

—¿Por qué?

—Unos días antes me ocupé de él cuando lo atacaron y lo molieron a palos en el pajar. —Se echó hacia delante y le dirigió a Bodenstein una mirada tan penetrante que este se acaloró—. Me da auténtica pena, independientemente de lo que haya hecho. Puede que los demás digan que diez años de prisión son demasiado pocos. Yo creo que Tobias está condenado por el resto de su vida.

—Hay indicios que apuntan a que podría tener que ver con la desaparición de Amelie —comentó Bodenstein—. Usted lo conoce mejor que muchos otros. ¿Lo considera posible?

Daniela Lauterbach se retrepó en su asiento y guardó silencio un minuto sin apartar la mirada de Bodenstein.

—Ojalá pudiera decir que no con plena convicción —repuso al cabo—, pero por desgracia no es así.

Se quitó la peluca de pelo corto y la tiró al suelo de cualquier manera. Los dedos le temblaban demasiado para desatar la cinta roja del rollo, por eso cogió con impaciencia unas tijeras y la cortó. Con el corazón desbocado, desenrolló los cuadros en su mesa. Eran ocho, y se quedó sin aliento cuando descubrió, horrorizada, lo que había en ellos. Ese pedazo de capullo había plasmado en los lienzos los acontecimientos del 6 de septiembre de 1997 con precisión fotográfica, no se le había pasado ni el más mínimo detalle. Se distinguía perfectamente hasta la estúpida frase y el estilizado cerdito de la camiseta verde oscura. Se mordió los labios, con la sangre agolpándose a sus orejas. El recuerdo revivió de golpe y porrazo. La humillante sensación de fracaso, así como la gran satisfacción de ver a Laura, que por fin recibía lo que se merecía, esa maldita zorra presuntuosa. Fue cogiendo los otros cuadros, alisándolos con ambas manos. La asaltó el pánico, igual que entonces. Incredulidad, desconcierto, una rabia sorda. Se irguió y se obligó a respirar hondo. Tres, cuatro veces. Muy despacio. Pensar. Lo que tenía delante no era ninguna catástrofe, era una auténtica hecatombe. Podía dar al traste por completo con sus minuciosos planes, y eso no podía permitirlo. Encendió un cigarrillo con dedos temblorosos. No quería ni pensar lo que habría ocurrido si la pasma hubiese encontrado los cuadros. El estómago se le encogió. ¿Qué podía hacer ahora? ¿De verdad eran esos todos los cuadros, o Thies había pintado más? No podía correr ningún riesgo, había demasiadas cosas en juego. Se fumó el cigarro hasta el filtro dando caladas apresuradas; después supo lo que debía hacer. Siempre había tenido que tomar todas las decisiones sola. Haciendo gala de una gran determinación, empuñó las tijeras y fue cortando los cuadros, uno tras otro, en trocitos. Después lo echó todo a la trituradora, sacó la bolsa con los papelitos y agarró el bolso. Lo importante era no perder los nervios, y todo iría bien.

El inspector mayor Kai Ostermann tuvo que admitir desconsolado que la escritura secreta del diario de Amelie era un enigma indescifrable para él. Primero pensó que sería sencillo descifrar los jeroglíficos, pero ahora estaba a punto de rendirse. Sencillamente, no daba con un patrón. Era evidente que la chica había utilizado distintos símbolos para las mismas letras, lo cual hacía que fuese prácticamente imposible que descifrara el código. Behnke entró por la puerta.

—¿Y bien? —preguntó Ostermann.

Bodenstein asignó a Behnke la detención de Claudius Terlinden, que ocupaba uno de los calabozos desde esa mañana.

—No dice ni mu, ese cerdo arrogante. —Frustrado, Behnke se dejó caer en su silla y cruzó los brazos detrás de la cabeza—. El jefe puede pedir lo que quiera. Que comprometa a ese tío con algo, ya, pero ¿con qué? He intentado provocarlo, he sido amable, lo he amenazado, y él tan tranquilo, sonriendo. Lo que me habría gustado es cruzarle la cara.

—Es lo que te faltaba. —Ostermann miró a su compañero, y este se enfureció en el acto.

—No es necesario que me recuerdes que estoy jodido —rugió, y dio tal puñetazo en la mesa que el teclado rebotó—. Estoy empezando a pensar que el viejo quiere hacerme la vida imposible para que me vaya por mi propio pie.

—Eso es absurdo. Además, no te ha dicho que lo comprometas, solo que le bajes un poco los humos.

—Claro. Para que él venga con su sucesora y se lo encuentre todo hecho. —Behnke estaba rojo de ira—. Y del trabajo sucio que me encargue yo.

A Ostermann casi le dio pena Behnke. Lo conocía de la academia, habían patrullado juntos y estuvieron en las fuerzas especiales hasta que Ostermann perdió una pierna en una operación. Behnke siguió unos años en las fuerzas especiales y después pasó a la Policía Judicial de Frankfurt y de ahí a la K 11, la brigada estrella. Era un buen policía. Lo había sido. Desde que su vida privada era un desastre, también su trabajo se había visto resentido. Behnke apoyó la cabeza en las manos y comenzó a devanarse los sesos en silencio.

En ese momento la puerta se abrió de par en par y entró Kathrin Fachinger, con las mejillas encendidas de rabia.

—¿Estás mal de la cabeza o qué? —le soltó a su compañero—. Me dejas sola con el tío ese y te largas. ¿A qué viene esto?

—Tú lo haces todo mejor que yo —contestó, sarcástico, Behnke.

Ostermann miraba a los dos gallos de pelea.

—Teníamos una estrategia —le recordó ella—. Y tú vas y te largas sin más. Pues mira por dónde, conmigo ha hablado —dijo con aire triunfal.

—Pues mira qué bien. Vete corriendo a ver al jefe y cuéntaselo, imbécil.

—¿Qué has dicho? —Kathrin se plantó delante de él, en jarras.

—Imbécil, eso es lo que he dicho —le repitió a voz en grito—. Y si quieres te lo digo más claro: eres una falsa y una egoísta. Te chivaste de mí, y no te lo perdono.

—¡Frank! —exclamó Ostermann al tiempo que se levantaba.

—No me estarás amenazando, ¿no? —Kathrin no se dejó intimidar. Rio con desdén—. No te tengo miedo, bocazas. Solo sabes fanfarronear, y del trabajo que se encarguen los demás. No me extraña que tu mujer se largara. ¿Quién querría estar casada con alguien como tú?

Behnke se puso como un tomate y apretó los puños.

—¡A ver! —terció Ostermann, muy preocupado—. Tranquilizaos los dos.

Era demasiado tarde. Behnke descargó de manera explosiva en su compañera la ira que llevaba acumulando tanto tiempo. Se puso en pie de un salto, derribando la silla, y le propinó un fuerte empujón a Kathrin, que se golpeó contra el armario; las gafas fueron a parar al suelo, donde Behnke las pisó adrede, los cristales se hicieron pedazos bajo el tacón de su zapato. Kathrin se incorporó.

—Muy bien, ahora sí que la has cagado del todo, colega —dijo, esbozando una sonrisa fría.

Behnke perdió los estribos por completo. Antes de que Ostermann pudiera impedirlo, se abalanzó sobre Kathrin y le dio un puñetazo en la cara. Ella levantó maquinalmente la pierna y le hundió la rodilla en los genitales. Behnke cayó al suelo con un grito de dolor ahogado. En ese preciso momento la puerta se abrió y apareció Bodenstein. Su mirada pasó de Kathrin Fachinger a Behnke.

—¿Me puede explicar alguien qué está pasando aquí? —preguntó, controlando la voz a duras penas.

—Se me echó encima y me rompió las gafas —contestó ella al tiempo que señalaba la montura pisoteada—. Yo solo me defendí.

—¿Es eso cierto? —Bodenstein miró a Ostermann, que levantó las manos con aire suplicante y tras echar un vistazo a su compañero, que estaba aovillado en el suelo, asintió.

—Bien —dijo Bodenstein—. Ya estoy harto de esta guardería. Behnke, levántese.

El aludido obedeció, el rostro deformado por la ira y el odio. Abrió la boca, pero Bodenstein no lo dejó hablar.

—Creía que había entendido lo que la señora Engel y yo le dijimos —aseveró en un tono glacial—. Queda suspendido desde este mismo instante.

Behnke clavó la vista en él, mudo, y a continuación se acercó a su mesa y cogió su cazadora, que había colgado del respaldo de la silla.

—Deje usted aquí su placa y su arma reglamentaria —ordenó Bodenstein.

Behnke se quitó el arma, que arrojó de cualquier manera en la mesa junto con la placa.

—Que os den por el culo a todos —escupió, y pasó por delante de Bodenstein y se fue. Se hizo un silencio absoluto.

—Bien, ¿cómo ha ido el interrogatorio de Terlinden? —preguntó Bodenstein a Kathrin Fachinger como si no hubiera pasado nada.

—El Ebony Club de Frankfurt es suyo —contestó ella—. Al igual que el Zum Schwarzen Ross y el otro restaurante que regenta Andreas Jagielski.

—¿Y qué más?

—No ha habido manera de sacarle más. Pero en mi opinión, eso explica algunas cosas.

—¿Qué cosas?

—Claudius Terlinden no habría tenido que respaldar económicamente a Hartmut Sartorius de no haberle hundido la existencia abriendo el Zum Schwarzen Ross —repuso Kathrin—. A mi juicio, es todo menos el buen samaritano. Primero arruina a Sartorius, pero después evita que pierda la granja y se vaya de Altenhain. Seguro que tiene en nómina a más gente del pueblo, por ejemplo, a ese Jagielski, al que ha nombrado gerente de sus restaurantes. Me recuerda un poco a la mafia: él los protege y ellos a cambio cierran el pico.

Bodenstein miró a la benjamina de la plantilla y frunció el ceño con aire pensativo. Después asintió.

—Bien hecho —admitió—. Muy bien.

Tobias se levantó del sofá como electrizado cuando se abrió la puerta de la casa. Nadja entró. En una mano sostenía una bolsa de plástico, con la otra intentaba deshacerse del abrigo.

—¿Y bien? —Tobias la ayudó a quitarse el abrigo y lo colgó en el perchero—. ¿Has encontrado algo? —preguntó ansioso; tras horas de espera y tensión apenas podía contener la curiosidad.

Nadja fue a la cocina, dejó la bolsa en la mesa y se sentó en una silla.

—Nada. —Sacudió la cabeza con cansancio, se soltó la coleta y se pasó la mano por el cabello suelto—. Registré la puñetera casa de arriba abajo. Empiezo a pensar que esos cuadros no fueron más que una invención de Amelie.

Tobias la miró fijamente. La decepción era inmensa.

—No puede ser —objetó con vehemencia—. ¿Por qué se iba a inventar algo así?

—Ni idea. Tal vez quisiera darse importancia —replicó Nadja, encogiéndose de hombros. Parecía agotada y tenía ojeras. La situación parecía afectarle tanto como a él—. Comamos algo primero —propuso mientras echaba mano de la bolsa—. He traído comida china.

Aunque Tobias no había probado bocado en todo el día, el apetitoso olor que salía de las bolsas de papel no lo atraía. ¿Cómo podía pensar ella en comer en un momento así? Amelie no se había inventado lo de los cuadros, ¡de eso nada! No era la clase de chica que quería darse pisto, ahí Nadja se equivocaba de medio a medio. Sin decir nada, vio cómo abría una bolsa, separaba los palillos y se ponía a comer.

—La Policía me está buscando.

—Lo sé —replicó ella con la boca llena—. Haré todo lo que pueda para ayudarte.

Tobias se mordió los labios. Maldita sea, lo cierto era que no podía reprocharle nada, pero le volvía completamente loco estar condenado a la inactividad. Le habría gustado salir a buscar por su cuenta a Amelie, pero lo detendrían en cuanto pusiera un pie en la calle. No le quedaba más remedio que ser paciente y confiar en Nadja.

Bodenstein aparcó en la acera de enfrente, apagó el motor y permaneció al volante. Desde allí podía observar las idas y venidas de Cosima por la ventana de la cocina, que estaba iluminada. Había hablado con Engel, por lo de Behnke. Como era de esperar, el incidente se extendió como la pólvora por toda la sección. Nicola Engel había ratificado la suspensión de Behnke, pero ahora Bodenstein tenía un serio problema de personal, pues no solo faltaba Behnke, sino también Hasse.

De camino a casa, Bodenstein fue rumiando cómo debía comportarse con Cosima. ¿Recoger sus cosas en silencio y desaparecer? No, tenía que oír la verdad de boca de su mujer. No estaba enfadado, tan solo estaba muy dolido por la tremenda decepción. Tras algunos minutos de titubeo, se bajó del coche y cruzó despacio la calle mojada. La casa que Cosima y él construyeran juntos, en la que había vivido y sido feliz veinte años, de la que conocía cada rincón, de pronto se le antojaba ajena. Por la tarde le apetecía llegar a casa. Le apetecía ver a Cosima, a sus hijos, al perro, le apetecía ocuparse del jardín en verano, pero ahora le daba pánico abrir la puerta. ¿Cuánto hacía que Cosima se tumbaba a su lado en la cama mientras en el fondo deseaba a otro hombre, que la acariciaba y la besaba y se acostaba con ella? ¡Si no la hubiera visto con ese tipo! Pero la vio, y ahora todo en él gritaba ¿por qué?, ¿desde cuándo?, ¿cómo?, ¿dónde?

Jamás habría creído que alguna vez se vería en semejante situación. Su matrimonio había sido bueno hasta que… sí, hasta que Sophia vino al mundo. Después, Cosima cambió. Siempre había sido muy inquieta; sin embargo, sus expediciones a países lejanos habían satisfecho su ansia de libertad y aventura lo bastante para poder soportar la cotidianidad los meses restantes. Él lo sabía y había aceptado sus viajes sin rechistar, aunque nunca le gustaron aquellas largas separaciones. Desde que naciera Sophia, es decir, desde hacía apenas dos años, Cosima estaba en casa. Nunca le manifestó que se sintiera insatisfecha, pero si volvía la vista atrás, Bodenstein veía los cambios. Antes nunca se peleaban, ahora lo hacían a menudo, y por cosas sin importancia. Se dirigían reproches, de pronto criticaban las manías del otro. Bodenstein se encontró ante la puerta con la llave preparada cuando, repentina e inesperadamente, se inflamó de ira. Su mujer le había ocultado su embarazo durante semanas. Era ella quien había decidido tener ese hijo, a él se limitó a exponerle los hechos consumados. Y eso que debía de tener claro que con un niño su vida nómada terminaría al menos durante un tiempo.

Abrió la puerta. El perro saltó de su sitio y se acercó a saludarlo alegremente. Cuando Cosima apareció en la puerta de la cocina, a Bodenstein le dio un vuelco el corazón.

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