Blancanieves debe morir (48 page)

Read Blancanieves debe morir Online

Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Blancanieves debe morir
3.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

La actriz se encogió de hombros.

—Y ha armado una buena.

—Quería evitar que volvieran a herir a Tobias —aseguró ella—. Ya ha sufrido bastante y…

—¡Pamplinas! —la cortó Bodenstein, que se acercó a la mesa y se sentó frente a ella, de forma que se viera obligada a mirarlo—. Quería evitar que él averiguara lo que hizo usted, o mejor dicho: lo que no hizo. Era la única que habría podido impedir que lo condenaran y lo metieran en la cárcel, pero no hizo nada. Por su orgullo herido, por unos celos infantiles. Vio cómo humillaban y destruían a su familia en ese pueblo, le robó a su gran amor diez años de su vida por puro egoísmo, solo para que un día él fuera suyo. Probablemente sea el motivo más rastrero con el que me he topado en mucho tiempo.

—¡Usted no lo entiende! —exclamó Nadja von Bredow con repentina amargura—. No tiene ni idea de lo que se siente cuando se es rechazada siempre.

—Y ahora él la ha vuelto a rechazar, ¿no es así? —Bodenstein, que la miraba atentamente, reparó en unos gestos que iban del odio al despecho airado, pasando por la autocompasión—. Él creía que estaba en deuda con usted, pero eso no bastó. La ama tan poco como antes. Y no puede esperar que alguien le quite siempre de en medio a sus rivales.

Nadja von Bredow lo miró rebosante de odio. Por un momento, en la sala se hizo un silencio sepulcral.

—¿Qué le ha hecho a Tobias Sartorius? —preguntó Bodenstein.

—Ha recibido su merecido. Si yo no puedo tenerlo, nadie más lo tendrá.

—Está muy mal de la cabeza —dijo Pia desconcertada cuando varios policías se llevaron detenida a Nadja von Bredow.

La mujer se enfureció y se puso a chillar cuando comprendió que no la dejarían irse. Bodenstein había justificado la orden de detención con el peligro de fuga inminente que existía, ya que Nadja von Bredow tenía casas y pisos en el extranjero.

—Es una psicópata —convino él—. No me cabe la menor duda. Cuando supo que Tobias Sartorius no la amaba a pesar de todo lo que había hecho por él, lo mató.

—¿Tú crees que ha muerto?

—Por lo menos, lo temo. —Bodenstein se levantó de la silla cuando a Gregor Lauterbach lo hacía pasar un agente. Su abogado apareció segundos después.

—Quiero hablar con mi cliente —pidió Anders.

—Podrá hacerlo más tarde —denegó Bodenstein al tiempo que escudriñaba a Lauterbach, que estaba sentado en la silla de plástico hecho una auténtica calamidad—. Bien, señor Lauterbach. Ahora hablaremos sin andarnos con rodeos. Nadja von Bredow acaba de incriminarlo: la noche del 6 de septiembre de 1997 golpeó usted con un gato a Stefanie Schneeberger delante del pajar de la propiedad de los Sartorius porque temía que Stefanie le contara a su mujer la aventura que tenía con ella. Stefanie lo había amenazado con hacerlo. ¿Qué tiene que decir al respecto?

—No tiene nada que decir —respondió su abogado.

—Sospechó usted que Thies Terlinden había presenciado el crimen y lo presionó para que no dijera nada.

El móvil de Pia sonó. Tras mirar la pantalla, se levantó y se alejó unos metros de la mesa. Era Henning: había analizado los medicamentos que la doctora Lauterbach llevaba prescribiendo a Thies durante años.

—He hablado con un colega psiquiatra —contó el forense—. Es experto en autismo, y se quedó de piedra cuando le pasé por fax la receta. Esos medicamentos son absolutamente contraproducentes para el tratamiento de alguien con síndrome de Asperger.

—¿En qué sentido? —quiso saber Pia, y se tapó la otra oreja, ya que su jefe había levantado la voz y estaba lanzando la artillería pesada contra Lauterbach y su abogado, que no paraba de decir: «Sin comentarios», como si ya se encontrara en medio de la prensa ante los juzgados.

—Cuando se mezclan las benzodiacepinas con otros fármacos que actúan en el sistema nervioso central, como neurolépticos y tranquilizantes juntos, su efecto se intensifica mutuamente. Los neurolépticos que habéis encontrado, en realidad se utilizan en casos de trastornos psicóticos agudos con ideas delirantes y alucinaciones; los sedantes, para tranquilizar, y las benzodiacepinas, para tratar el miedo. Sin embargo, estas últimas tienen otro efecto que podría resultaros interesante: amnésico. Lo cual significa que el paciente pierde la memoria mientras el fármaco surte su efecto. En cualquier caso, al médico que le prescribe a un autista esos fármacos durante un periodo de tiempo prolongado debería retirársele la autorización para ejercer. Esa medicación le ha causado, cuando menos, lesiones graves.

—¿Puede redactar tu colega un informe?

—Sí, desde luego.

A Pia se le aceleró el corazón de puro nerviosismo cuando comprendió lo que significaba todo eso. La doctora Lauterbach había estado atiborrando a Thies de fármacos que alteraban la personalidad para tenerlo bajo su control. Tal vez sus padres creyeran que la medicación que le prescribía ayudaría a su hijo. Por qué había hecho eso Daniela Lauterbach era evidente: quería proteger a su marido. Pero de pronto apareció Amelie, y entonces Thies dejó de tomar su medicación.

En ese preciso instante, Bodenstein abría la puerta. Lauterbach había enterrado el rostro en las manos y sollozaba como un niño mientras su abogado, Anders, cogía su maletín. Entró un agente que se llevó al lloroso Lauterbach.

—Ha confesado. —Bodenstein parecía sumamente satisfecho—. Mató a Stefanie Schneeberger. Que fuera en un acto pasional o que hubiera premeditación, es algo que carece de importancia. En cualquier caso, Tobias es inocente.

—Lo sabía, estaba segura —comentó Pia—. Pero seguimos sin saber dónde están Amelie y Thies. Aunque ahora tengo claro quién se los ha quitado de en medio. Hemos estado detrás de una pista falsa todo el tiempo.

Hacía frío, mucho, muchísimo frío. Un viento helado ululaba y silbaba, los copos de nieve le laceraban el rostro como si fueran agujas diminutas. Ya no veía nada, todo a su alrededor era blanco, y los ojos le lloraban de tal forma que era como estar ciego. Había dejado de sentir los pies, la nariz, las orejas y las puntas de los dedos, deambulaba por la tormenta de nieve de reflector en reflector para no perder del todo la orientación. Hacía un buen rato que había perdido la noción del tiempo, y tampoco tenía esperanza de toparse con una quitanieves. ¿Por qué seguía adelante? ¿Adónde se dirigía? Apenas lograba sacar de la nieve los pies, que tenía congelados en las finas zapatillas de deporte, y era preciso hacer un esfuerzo auténticamente sobrehumano para avanzar paso a paso por ese infierno blanco. Se cayó de nuevo y aterrizó a cuatro patas en la nieve. Las lágrimas le corrían por el rostro y se helaban. Tobias se dejó vencer hacia delante y se quedó tumbado sin más. Le dolía cada fibra de su cuerpo, tenía completamente entumecido el antebrazo izquierdo, donde ella le había dado con el atizador de hierro. Se abalanzó sobre él como una loca, y lo había golpeado, pisoteado y escupido con una rabia sorda, rebosante de odio. Después salió a todo correr de la cabaña y se largó sin más, dejándolo abandonado en medio de la nada en los Alpes suizos. Permaneció durante horas tirado desnudo en el suelo, incapaz de moverse, como conmocionado. Esperó y temió al mismo tiempo que ella volviera a buscarlo. Pero no sucedió.

¿Qué había ocurrido? Pasaron durante un día estupendo en la nieve, bajo un cielo azul resplandeciente, luego, cocinaron y comieron juntos e hicieron el amor apasionadamente. Después, Nadja perdió los estribos sin venir a cuento. Pero ¿por qué? Ella era su amiga, su mejor amiga, la más íntima y antigua, la que nunca lo había dejado en la estacada. De repente lo asaltó el recuerdo. «Amelie», musitó con los labios congelados. Había mencionado el nombre de Amelie porque estaba preocupado por ella, y acto seguido, Nadja enloqueció. Tobias se llevó los puños a las sienes y se obligó a pensar. Poco a poco, su ofuscado cerebro estableció los nexos que hasta ese momento se había negado a ver. Nadja estaba enamorada de él desde antes, pero no se había dado cuenta. Cuánto daño tenía que haberle hecho cuando le contaba los pormenores de sus numerosas aventuras. Pero a ella nunca se le notó nada, le daba consejos y recomendaciones, tal como hace un buen amigo. Tobias levantó la cabeza aturdido. La tormenta había amainado. Reprimió el impulso de quedarse tumbado en la nieve y se puso de rodillas como buenamente pudo, jadeando. Se restregó los ojos. ¡Sí! Abajo, en el valle, veía luces. Se obligó a continuar. Nadja había estado celosa de sus novias, incluidas Laura y Stefanie. Y cuando no hacía mucho, en la linde del bosque, le preguntó como si tal cosa si le gustaba Amelie, él respondió que sí ingenuamente. Pero ¿cómo se le hubiese podido llegar a suponer siquiera que Nadja, la famosa actriz, podía estar celosa de una chica de diecisiete años? ¿Le habría hecho algo a Amelie? ¡Santo Dios! La desesperación hizo que se pusiera de pie y continuara bajando hacia el valle. Nadja le sacaba una noche y un día de ventaja. Si a Amelie le pasaba algo, él sería el único culpable, ya que le había hablado a Nadja de los cuadros de Thies y le había contado que Amelie quería ayudarlo. Se detuvo y abrió la boca para lanzar un alarido furioso que las montañas le devolvieron. Gritó hasta que le dolió la garganta y se quedó sin voz.

Era como si a la doctora Daniela Lauterbach se la hubiera tragado la tierra. En su consulta pensaban que estaba en un congreso médico en Múnich, pero las pesquisas habían revelado que no era así. Tenía el móvil apagado y no había manera de encontrar su coche. Para volverse locos. En el psiquiátrico consideraban posible que la doctora se hubiera llevado a Thies. Formaba parte del equipo de médicos del hospital, y a nadie le llamaba la atención cuando entraba en una unidad. Ese sábado por la noche no había tenido ninguna emergencia. Fingió haber recibido una llamada y se dirigió al Zum Schwarzen Ross. Dado que Amelie la conocía, sin duda se subió a su coche sin desconfiar nada. Con el objeto de que las sospechas recayeran en Tobias, Daniela Lauterbach le metió el móvil de Amelie en el bolsillo del pantalón cuando más tarde lo llevó a casa. La treta era perfecta, y además contó con la ayuda de alguna que otra casualidad. La probabilidad de encontrar con vida a Amelie Fröhlich o Thies Terlinden era poco menos que nula.

Esa noche, a las diez, Bodenstein y Pia se hallaban en la sala de reuniones viendo el programa Hessenjournal, que se hacía eco de la orden de búsqueda de la doctora Daniela Lauterbach e informaba de la detención de Nadja von Bredow. Delante de la comisaría seguían revoloteando periodistas y dos equipos de televisión deseosos de obtener noticias sobre la actriz.

—Creo que me voy a casa. —Pia bostezó y se estiró—. ¿Te llevo a algún sitio?

—No, no, vete —contestó Bodenstein—. Cogeré un coche del parque.

—¿Estás más o menos bien?

—Más o menos. —Se encogió de hombros—. Se me pasará. Bueno, eso supongo.

Ella lo miró con escepticismo y después cogió la cazadora y el bolso y se marchó. Bodenstein se levantó y apagó el televisor. Durante el día había logrado desterrar de su cabeza el desagradable encuentro con Cosima desarrollando una actividad febril, pero ahora volvía el recuerdo en una oleada molesta, amarga como la hiel. ¿Cómo pudo perder el control de ese modo? Apagó la luz y enfiló despacio el pasillo, camino de su despacho. La habitación de invitados de la casa de sus padres le apetecía tan poco como un bar. Podía pasar la noche igual de bien sentado a su mesa. Cerró la puerta al entrar y permaneció un instante indeciso en medio de la estancia, que la iluminación de fuera bañaba en una tenue luz. Había fracasado como marido y como policía. Cosima había preferido a un hombre de treinta y cinco años, y Amelie, Thies y Tobias probablemente hubieran muerto hacía tiempo porque él no los había encontrado cuando debía. El pasado era un montón de ruinas, y el futuro no parecía pintar mucho mejor.

Si se inclinaba y alargaba el brazo podía tocar el agua con la punta de los dedos. El agua subía mucho más deprisa de lo que Amelie había pensado, a todas luces no había ningún desagüe. Dentro de poco los alcanzaría allí arriba, en la estantería. Y aunque no se ahogaran, ya que el agua saldría por el tragaluz, se morirían de frío. Y es que hacía un frío que pelaba. Además, Thies había empeorado mucho. Temblaba y sudaba y estaba ardiendo. La mayor parte del tiempo parecía dormir, rodeándola con un brazo, pero cuando estaba despierto, hablaba. Lo que decía era tan horrible e inquietante que Amelie se habría echado a llorar de buena gana.

Como si le hubieran apartado la cortina negra en su cabeza, el recuerdo de los acontecimientos que la habían llevado hasta ese agujero volvía a ser transparente. La doctora Lauterbach debía de haberle puesto algún preparado en el agua y en las galletas, por eso se dormía siempre después de comer o beber. Pero ahora volvía a recordar. La doctora la había llamado y la estaba esperando en el aparcamiento; amable y preocupada, le pidió que la acompañara a ver a Thies, que no se encontraba bien. Amelie se subió a su coche sin vacilar… y había despertado en ese sótano. Ella creía que en las casas deshabitadas, los albergues y las calles de Berlín ya había visto todo lo malo de este mundo, pero no tenía la menor idea de lo crueles que podían ser las personas. En Altenhain, ese pueblecito idílico que ella creía aburrido y monótono, vivían monstruos despiadados, brutales, disfrazados de inocentes burgueses. Si salía con vida de ese sótano, no volvería a confiar en nadie jamás. ¿Cómo podía una persona hacerle algo tan horrible a otra? ¿Por qué los padres de Thies no se habían dado cuenta de lo que la amable y cordial vecina le estaba haciendo a su hijo? ¿Cómo podía un pueblo entero presenciar en silencio cómo un joven se pasaba diez años en la cárcel siendo inocente mientras los verdaderos culpables seguían allí tan campantes? En las largas horas transcurridas en aquella oscuridad, Thies le había ido contando poco a poco todo lo que sabía de los espeluznantes acontecimientos de Altenhain, y no era moco de pavo. No era de extrañar que la doctora Lauterbach lo quisiera muerto. Nada más pensarlo, a Amelie la asaltó la aplastante certeza de que eso precisamente sería lo que pasaría. La doctora Lauterbach no era tonta. Seguro que se había cuidado muy mucho de que nadie los encontrara. O de que cuando los encontraran fuera ya demasiado tarde.

Bodenstein, con el mentón apoyado en la mano, contemplaba la copa de coñac vacía. ¿Cómo se había podido equivocar de tal modo con Daniela Lauterbach? Su marido había matado a Stefanie Schneeberger en un acto pasional, pero fue ella la que ocultó el crimen a sangre fría y después amenazó a Thies Terlinden durante años, lo atontó a fuerza de administrarle medicamentos y lo había amedrentado. Permitió que Tobias Sartorius fuera a la cárcel y sus padres pasaran por un infierno. Bodenstein echó mano de la botella de Rémy Martin que alguien le había regalado y llevaba más de un año en el armario sin abrir. Aborrecía el coñac, pero el cuerpo le pedía alcohol. No había comido nada en todo el día, pero sí bebido café en cantidad. Se bebió de un trago la tercera copa en el último cuarto de hora y torció el gesto. El coñac avivó un pequeño fuego reparador en su estómago, corrió por sus venas y lo relajó. Su mirada descansó en la foto enmarcada de Cosima, junto al teléfono. Le sonreía, desde hacía años. Le ofendía que esa mañana su mujer lo hubiera acechado y provocado para que dijera e hiciera cosas tan terribles. Se arrepentía de haber perdido el control. Aunque era ella la que se lo había cargado todo, Bodenstein sentía que se había equivocado. Y eso lo cabreaba casi tanto como su presuntuosidad al creer que su matrimonio era perfecto. Cosima lo engañaba con otro hombre más joven porque para ella él ya no era suficiente. Se aburría a su lado y por eso se había buscado a otro, un aventurero como ella. Esa idea le hería en su autoestima mucho más de lo que pensaba. Llamaron a la puerta del despacho cuando se estaba bebiendo el cuarto coñac.

Other books

Three Princes by Ramona Wheeler
Courting Death by Carol Stephenson
No Choice but Surrender by Meagan McKinney
Vicky Angel by Jacqueline Wilson
Empire of Silver by Conn Iggulden
In Cold Blonde by Conway, James L.
King Arthur Collection by Sir Thomas Malory, Lord Alfred Tennyson, Maude Radford Warren, Sir James Knowles, Mark Twain, Maplewood Books