Bocetos californianos (17 page)

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Authors: Bret Harte

BOOK: Bocetos californianos
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La verdad era que Poker Flat andaba tras de alguno. Había sufrido recientemente la pérdida de algunos miles de dólares, de dos caballos de valor y de un ciudadano preeminente, y en la actualidad pasaba por una crisis de virtuosa reacción, tan ilegal y violenta como cualquiera de los actos que la originaron. El comité secreto había resuelto expulsar de su seno todo miembro podrido. Practicóse esto de un modo permanente, respecto a dos hombres que colgaban ya de las ramas de un sicomoro, en la hondonada, y de un modo temporal con el destierro de otras varias personas de pésimos antecedentes. Es sensible tener que decir que algunas de éstas eran señoras; pero en descargo del sexo, debo advertir que su inmoralidad era profesional y que sólo ante un vicio tal y tan patente se atrevía Poker Flat a erigirse en inflexible tribunal.

A don Jorge le sobraba razón al suponer que estaba él incluido en la sentencia. Alguien del comité había insinuado la idea de ahorcarlo, como ejemplo tangible y medio seguro de reembolsarse, a costa de su bolsillo, de las sumas que les había ganado.

—No es justo —decía Simón Velero— dejar que ese joven de Roaring Camp, extranjero por sus cuatro costados, se lleve nuestros ahorros.

Sin embargo, un imperfecto sentimiento de equidad, emanado de los que habían tenido la buena suerte de limpiar en el juego a don Jorge, acalló las mezquinas preocupaciones de los más irreductibles.

Don Jorge recibió el fallo con filosófica calma, tanto mayor en cuanto sospechaba ya las vacilaciones de sus juzgadores. Era muy buen jugador para no someterse a la fatalidad. En su sentir, la vida era un juego de azar y reconocía el tanto por ciento usual en favor del banquero.

Una escolta de hombres armados acompañó a esa escoria social de Poker Flat hasta las afueras del campamento. Formaban parte de la partida de los expulsados, además de don Jorge, reconocido como hombre decididamente resuelto, y para intimidar al cual se había tenido cuidado de armar el piquete, una joven conocida familiarmente por la Duquesa, otra mujer que se había ganado el título de madre Shipton, y el tío Billy, sospechoso de robar filones y borracho empedernido. La cabalgada no excitó comentario alguno de los espectadores, ni la escolta dijo la menor palabra. Solamente cuando alcanzaron la hondonada que marcaba el último límite de Poker Flat, el jefe habló cuatro palabras en relación con el caso: el que desease conservar su vida, no debía poner más los pies en Poker Flat.

Luego, cuando se alejaba la escolta, los sentimientos comprimidos se exhalaron en algunas lágrimas histéricas por parte de la Duquesa, en injurias por la de la madre Shipton y en blasfemias que, como flechas envenenadas, lanzaba el tío Billy. Tan sólo el estoico don Jorge permanecía mudo. Escuchó impasible los deseos de la madre Shipton de sacar el corazón a alguien, las repetidas afirmaciones de la Duquesa de que se moriría en el camino, y también las alarmantes blasfemias que al tío Billy parecían arrancarle las sacudidas de su cabalgadura. Para no desmentir la franca galantería de los de su clase, insistió en trocar su propio caballo, llamado
El Cinco
, por la mala mula que montaba la Duquesa; pero ni aun esta acción despertó simpatía alguna entre los de la comitiva errante. La Duquesa arregló sus ajadas plumas con cansada coquetería; la madre Shipton miró de reojo con malevolencia a la posesora de
El Cinco
, y el tío Billy no perdonó a ninguno de la partida con sus diatribas.

De todos modos, el camino de Sandy Bar, campamento que en razón de no haber experimentado aún la regeneradora influencia de Poker Flat, parecía ofrecer algún aliciente a los emigrantes, atravesaba una escarpada cadena de montañas, y ofrecía a los viajeros una jornada bastante regular. En aquella avanzada estación, la partida pronto salió de las regiones húmedas y templadas de las colinas, al aire seco, frío y vigoroso de las sierras. El sendero era estrecho y dificultoso; hacia el mediodía, la Duquesa, dejándose caer de la silla de su caballo al suelo, manifestó su resolución de no continuar más allá.

El paraje era singularmente imponente y salvaje. Un anfiteatro poblado de bosque, cerrado en tres de sus lados por rocas cortadas a pico en el desnudo granito, se inclinaba suavemente sobre la cresta de otro precipicio que dominaba la llanura. Sin duda alguna, era el punto más a propósito para un campamento, si hubiera sido prudente el acampar. Pero don Jorge, que no perdía fácilmente su orientación, sabía que apenas habían hecho la mitad del viaje a Sandy Bar, y la partida no estaba equipada ni provista para hacer alto. Sin embargo, no hizo más que recordar esta circunstancia a sus compañeros acompañándola de un comentario filosófico sobre la locura de tirar las cartas antes de acabar el juego. Estaban provistos de licores, y en esta contingencia suplieron la comida y todo lo demás de que carecían. A pesar de su protesta, no tardaron en caer en mayor o menor grado bajo la influencia del alcohol.

La madre Shipton se echó a roncar; el tío Billy pasó rápidamente del estado belicoso al de estupor y la Duquesa quedó como aletargada. Sólo don Jorge permaneció en pie, apoyado contra una roca, contemplándolos con tranquilidad, pues don Jorge no bebía; esto hubiera perjudicado a una profesión que requiere cálculo, impasibilidad y sangre fría; en fin, para valernos de su propia frase, no «podía permitirse este lujo». Contemplando a sus compañeros de destierro y al filosofar sobre el aislamiento nacido de su oficio, sobre las costumbres de su vida y sobre sus mismos vicios, sintióse oprimido por primera vez. Procedió a quitar el polvo de su traje negro, a lavarse las manos y cara y a practicar otros actos característicos de sus hábitos de extremada limpieza, y por un momento olvidó su situación. No incurrió jamás en la pecaminosa idea de abandonar a sus compañeros, más débiles y dignos de lástima; pero, sin embargo, echaba de menos aquella excitación que, extraño es decirlo, era el mayor factor de la tranquila impasibilidad de que gozaba. Examinaba embebido las tristes murallas que se elevaban a mil pies de altura, cortadas a pico, por encima de los pinos que lo rodeaban; el cielo cubierto de amenazadoras nubes, y más abajo el valle que se hundía ya en la sombra, cuando oyó de repente que lo llamaban.

Un jinete ascendía poco a poco por el camino. No tardó mucho en reconocer en la franca y animada cara del recién venido a Tomás Búfalo, llamado el Inocente de Sandy Bar. Le había encontrado hacía algunos meses en una partidilla, donde con la mayor legalidad ganó al cándido joven toda su fortuna, que ascendía a unos cuarenta dólares. Después que hubo terminado la partida, don Jorge se retiró con el joven especulador detrás de la puerta, y allí le dijo estas o parecidas palabras:

—Tomás, eres un buen muchacho, pero no sabes jugar ni por valor de un centavo; no lo pruebes otra vez si has de seguir mis consejos.

Y diciendo esto, le devolvió su dinero, lo empujó suavemente fuera de la sala de juego, y así hizo de Tomás, más que un amigo, un esclavo.

El entusiasta y cordial saludo que Tomás dirigió a don Jorge, recordaba este generoso acto. Según dijo, iba a tentar fortuna en Poker Flat.

—¿Solo?

—Completamente solo, no: a decir verdad —aquí se rió—, se había escapado con Flora Vods. ¿No recordaba ya don Jorge a Flora Vods, la que servía la mesa en el Hotel de la Templanza? Hacía tiempo ya que seguía en relaciones con ella, pero el padre, Jaime Vods, se opuso; de manera que se escaparon e iban a Poker Flat a casarse, y ¡hételos aquí! ¡Qué fortuna la suya en encontrar un sitio donde acampar en compañía tan agradable!

La conversación quedó interrumpida al aparecer Flora Vods, muchacha de quince años, rolliza y de buena presencia; salía de entre los pinos, donde se ocultara ruborizándose y se adelantaba a caballo hasta ponerse al lado de su prometido.

No era don Jorge hombre a quien le preocupasen las cuestiones de sentimiento y aún menos de las de conveniencia social, pero instintivamente comprendió las dificultades de la situación. No obstante, tuvo suficiente aplomo para largar un puntapié al tío Billy que ya iba a soltar una de las suyas, y el tío Billy estaba bastante sereno para reconocer en el puntapié de don Jorge un poder superior que no toleraría guasas de ningún género. Esforzóse después en disuadir a Tomás de que acampara allí; pero fue inútil. Prevínole que no tenía provisiones ni medios para establecer un campamento; pero, por desgracia, el Inocente desechó estas razones asegurando a la partida que iba provisto de un mulo cargado de víveres, y descubriendo además una como tosca imitación de choza abierta al lado del camino.

—Flora podrá ocuparla con la señora de Jorge —dijo el Inocente, señalando a la Duquesa—. Yo ya me las compondré.

Pronunciadas estas palabras, le fue preciso a don Jorge toda su energía para impedir que estallase la risa del tío Billy, que aún así hubo de retirarse a la hondonada para recobrar la formalidad. Allí confió el chiste a los altos pinos, golpeándose repetidas veces los muslos con las manos, entre las muecas, contorsiones y blasfemias que en él eran tan comunes. A su regreso encontró a sus compañeros sentados en amistosa conversación alrededor del fuego, pues el aire había refrescado en extremo y el cielo se cubría de espesos nubarrones. Flora estaba hablando de una manera expansiva con la Duquesa, que la escuchaba con un interés y animación que desde hacía mucho tiempo no había demostrado. Búfalo discurría con igual éxito junto a don Jorge y a la madre Shipton, que se mostraba amable hasta cierto punto.

—¿Es este caso una tonta partida campestre? —dijo el tío Billy para sus adentros con desprecio, contemplando el silvestre grupo, las oscilaciones de la llama y las caballerías atadas.

De pronto, una idea se mezcló con los vapores alcohólicos que enturbiaban su cabeza. La idea sería seguramente chistosa, pues se golpeó otra vez los muslos y se metió un puño en la boca para contener la risa.

Lentamente las nubes se deslizaron por la montaña arriba, una ligera brisa cimbreó las copas de los pinos y aulló a través de sus largas y tristes hondonadas. La ruinosa choza, toscamente reparada y cubierta con ramas de pino, fue cedida a las señoras. Los novios, al separarse, cambiaron un beso tan puro y apasionado, que el eco pudo repetirlo en los vecinos peñascos. La frágil Duquesa y la cínica madre Shipton estaban, probablemente, demasiado asombradas para burlarse de esta última prueba de candor, y se dirigieron sin decir palabra hacia la cabaña. Avivaron otra vez el fuego; los hombres se tendieron delante de la puerta, y pocos momentos después dormían todos a pierna suelta.

Don Jorge tenía el sueño ligero; antes de apuntar el día, despertó aterido de frío. Al remover con un tizón el moribundo fuego, el viento que soplaba entonces con fuerza llevó a sus mejillas algo que le heló la sangre: la nieve. Dirigióse sobresaltado a los que dormían con intención de despertarles, pues no había tiempo que perder; pero al volverse hacia donde debía estar tendido el tío Billy, vio que éste había desaparecido. Cruzó rápidamente por su mente una idea desagradable, y una maldición salió de sus labios. Voló hacia donde habían atado a los mulos: ya no estaban allí.

Mientras tanto, las sendas desaparecían rápidamente bajo la nieve que caía con profusión.

Por un momento quedó aterrado don Jorge, pero pronto volvióse hacia el fuego, con su serenidad acostumbrada. No despertó a los dormidos. El Inocente descansaba tranquilamente, con una apacible sonrisa en su rostro cubierto de pecas, y la virgen Flora dormía entre sus frágiles hermanas, como si le custodiaran guardianes angelicales. Don Jorge, echándose la manta sobre los hombros, se atusó el bigote y esperó la luz del mediodía, que vino poco a poco envuelta en neblina y en un torbellino de copos de nieve que cegaba y confundía. El paisaje parecía transformado como por arte de magia. Pasó sin atención la vista por el valle y resumió el presente y el porvenir en cuatro palabras: Sitiados por la nieve.

El detenido examen de las provisiones, que, afortunadamente para la partida estaban almacenadas en la choza, por lo que escaparon a la rapacidad del tío Billy, les dio a conocer que, con cuidado y prudencia, podían sostenerse aún diez días más.

—Eso —dijo don Jorge
sotto voce
al Inocente—, con tal que nos quiera usted tomar a pupilaje; si no (y tal vez hará usted mejor en ello), esperaremos que el tío Billy regrese con las nuevas municiones de boca que seguramente habrá ido a buscar.

No sé por qué ingrato motivo, don Jorge no dio a conocer la infamia del tío Billy, exponiendo la hipótesis de que éste se había extraviado del campamento en busca de los animales que se habían escapado sin duda. Echó una indirecta acerca de lo mismo a la Duquesa y a la madre Shipton, que, como es natural, comprendieron la defección de su consocio.

—Si se les da el más pequeño indicio, descubrirán también la verdad respecto de
todos
nosotros —añadió con intención—, y es por demás alarmar a la feliz pareja.

Tomás Búfalo no sólo puso a disposición de don Jorge todo lo que llevaba, sino que parecía disfrutar ante la perspectiva de una obligada reclusión.

—Habremos pasado una semana de campo, después se derretirá la nieve, y partiremos cada cual por su lado.

El franco optimismo del joven y la serenidad de don Jorge comunicáronse a los demás. El Inocente, por medio de ramas de pino, improvisó un techo para la choza, que no lo tenía, y la Duquesa contribuyó al arreglo del interior con un gusto y tacto que hicieron abrir grandes ojos de asombro a la joven y fugitiva campesina.

—Ya se conoce que está acostumbrada a casas hermosas en Poker Flat —dijo Flora.

La aludida dio media vuelta rápidamente, para ocultar el rubor que teñía sus mejillas, aun a través del colorido postizo de las de su profesión, y la madre Shipton rogó a Flora que guardase silencio. Al regresar don Jorge de su penosa e inútil exploración en busca del camino, oyó el sonido de una alegre risa que el eco repitió varias veces. Algo alarmado, paróse pensando en el aguardiente que había escondido prudentemente.

—Esto no suena a aguardiente —dijo el jugador.

Sin embargo, hasta que a través del temporal vio la fogata y en torno de ella el grupo, no se convenció de que todo ello era una broma de buen género. Yo no sé si don Jorge había ocultado su baraja con el aguardiente como objeto prohibido a la comunidad, lo cierto es que, valiéndome de las propias palabras de la madre Shipton, «no habló una sola vez de cartas» durante aquella noche. Menos mal que pudo matarse el tiempo con un acordeón que Tomás sacó con aparato de su equipaje.

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