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Authors: Josh Bazell

Burlando a la parca (21 page)

BOOK: Burlando a la parca
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Por el lado de atrás de la casa aparecieron otros dos hombres y se reunieron con él.

Uno de ellos era otro chaval, pero algo mayor: dieciocho o diecinueve años. Empuñaba un fusil de asalto Kalashnikov.

El otro era un individuo de mediana edad y aspecto desagradable, con una gorra de béisbol rellena de gomaespuma por delante y gafas de aviador sin tintar. Medía uno ochenta, con montones de esa especie de grasa dura que no mencionan los libros de medicina, pero que se ve continuamente en los tíos que buscan pelea en los bares. Llevaba algo que parecía una motosierra, sólo que con un cañón de ametralladora en donde debía haber estado la hoja. Despedía humo y vapor en toda su extensión. Nunca había visto nada igual
[44]
.

Los dos hombres y el chico empezaron a dar patadas a los restos de fibra de vidrio, y luego el de mediana edad se fijó en el agujero que había en el muro de la casa.

—¡ME PARECE QUE NO LES HEMOS DADO! —gritó. Se me ocurrió que ninguno de ellos llevaba protección en los oídos.

Era evidente que se disponían a acercarse a la fachada de la casa, momento en el cual tendríamos que asomarnos por la ventana para dispararles.

Skinflick, de rodillas a mi lado, dijo:

—Hay que empezar a disparar.

Tenía razón. Tomé una decisión táctica.

—Ocúpate del gordo. Yo me encargaré de los chicos.

Abrimos fuego, y la ventana se vino abajo frente a nosotros.

Lo que pensaba al repartir los objetivos era que yo dispararía a los hijos en la pierna —preferiblemente en la pantorrilla—, porque Papi estaba tan gordo que hasta Skinflick le acertaría.

El problema fue que
yo
fallé una y otra vez. No es tan fácil dar a alguien en la pierna. Gasté prácticamente el cargador entero en acertar al hijo mayor de Karcher en la espinilla y volar el pie al chaval más joven.

Entretanto, Skinflick agotó el cargador sin dar a Karcher una sola vez. Y entonces Karcher volvió la ametralladora motorizada hacia nosotros.

En el momento en que tiré de Skinflick hacia atrás, el fragor estalló de nuevo. Trozos enteros del rincón de la pared frente al cual habíamos estado agachados se evaporaron en el aire, igual que en esas películas en que un viajero del tiempo aparece de pronto en el futuro y las cosas del presente empiezan a desvanecerse.

El aire se llenó de polvo y metralla y no se veía nada. Skinflick se me escurrió de la mano y lo perdí de vista. Me arrastré hacia el centro de la habitación, alejándome del rincón, situándome luego detrás de un trozo de muro caído. Sólo cuando empecé a toser me di cuenta de que casi me había quedado sordo.

Al cabo de un tiempo que no pude estimar, una ráfaga de viento de noviembre bombeó la casa, y el aire se aclaró. Por donde había estado la pared de enfrente y la lateral entraba la luz del día. Faltaban grandes trozos de techo, que dejaban al descubierto una habitación sobre nuestras cabezas y unas cañerías salpicando agua por los restos de una pared. Se veía todo hasta el vestíbulo. El cuadro de Jesucristo y los controles que ocultaba, eran escombros.

Karcher estaba junto a lo que quedaba del arranque de la escalera. Skinflick había caído de espaldas a sus pies.

Seguía empuñando la pistola, pero la guía estaba echada completamente hacia atrás, mostrando lo vacía que estaba.

—AH, EN QUÉ PUTO LÍO TE HAS METIDO, CHAVAL —le gritó Karcher. Por lo visto, recuperar la audición le estaba costando mucho más que a mí.

—VOY A MATARTE TAN DESPACIO, QUE QUERRÁS DEVORARTE A TI MISMO.

Deliverance
es
El padrino
de los paletos chiflados.

Se me ocurrió que Karcher no se había enterado de que éramos dos.

Me puse en pie con mucha calma, y le metí un balazo limpiamente en la cabeza.

Lo demás ya lo han leído en los periódicos. Es probable que hayan visto reconstrucciones de los hechos en algún programa de televisión.

El hijo mayor de Karcher, Corey, a quien yo había disparado en la espinilla, murió desangrado. Al pequeño, Randy, le hice un torniquete. Podría haberse salvado, pero cuando me fui a buscar el coche, Skinflick lo mató de un tiro en la cabeza. Bienvenido a la mafia, Adam Locano, alias «Skinflick».

Cuando cargamos los tres cadáveres en el maletero, las mujeres salieron al jardín delantero y se quedaron mirándonos, la mayor berreando de rodillas y la más joven en silencio. Aquella misma noche los cadáveres ocuparon media docena de ataúdes infantiles, diseccionados por un técnico de la Oficina del Forense de Brooklyn que estaba en deuda con la organización por una apuesta sobre los Oscar, y los seis féretros fueron enterrados en una fosa común.

Antes de largarnos de allí, localicé a tantas chicas ucranianas como pude. Había una en el potro de tortura del «despacho» de Karcher, a la que fue imposible reanimar, y a quien habría llevado con nosotros de haber creído que podríamos dejarla en un hospital antes que la bofia
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.

Había una chica aún con vida encadenada en la planta de arriba, en la habitación de uno de los chicos; por pura suerte no la que estaba encima de la habitación del televisor. Y otras dos muertas colgando de unas cadenas en otro cobertizo.

La entrada al sótano, en donde se encontraba el resto de las muchachas, estaba en la parte de atrás. No había olido una peste como aquélla desde que ingresé en la facultad de medicina.

Skinflick y yo nos detuvimos en el mismo teléfono público en el que yo había quedado con el chico de reparto, y llamé a la poli para explicarles adónde tenían que ir y con lo que se iban a encontrar. A Locano lo llamamos por el móvil. Tras depositar los cadáveres de los Karcher, nos fuimos a casa, nos duchamos, Skinflick se emborrachó y se colocó, y yo me marché a buscar a Magdalena.

Desde que empezó el tiroteo apenas había cruzado palabra con Skinflick. Los dos estábamos muy afectados, pero también sabíamos que su decisión de cargarse a un chaval herido de catorce años era suficiente para dar por terminada nuestra amistad, aunque así habría sido igualmente en caso de que aquel día no hubiera salido mal ninguna otra cosa.

Y dos semanas después me detuvieron por el asesinato de las dos mujeres de Les Karcher.

17

El enfermero instrumentista me entrega un escalpelo de punta diminuta. Lo aprieto ligeramente sobre el punto central de la línea recién trazada con rotulador en el abdomen de Squillante, haciendo una súbita incisión en la piel de unos dos centímetros a lo largo de la marca de tinta y el polímero. Por un instante, antes de que la fisura se llene de sangre, las paredes de grasa parecen requesón. Luego devuelvo el escalpelo. No volverá a utilizarse en esta operación. El escalpelo hace un corte muy limpio, pero no detiene la hemorragia.

—Pinzas —pide Friendly.

—Bovie y sonda.

Un «Bovie» es un electrocauterio, un instrumento en forma de lapicero con un cable en el extremo y una tira metálica en la punta. Parece un diminuto aguijón para el ganado, así que es una pena que «Bovie» sea el nombre de su inventor, y no una abreviatura de «bovino».

Un Bovie no sólo corta sino que también quema, de manera que va cerrando los vasos sobre la marcha. (También deja un rastro de horrorosa carne carbonizada, y por eso no se utiliza para sajar la piel.) La idea consiste en aspirar con una sonda la sangre de la incisión, localizar luego rápidamente los puntos por donde se han abierto las arterias y pasarles el Bovie para cauterizarlas. Hay que hacerlo en el acto, porque la succión sólo deja una fracción de segundo de visibilidad. Luego todo es sangre otra vez.

Entrego la sonda a mi estudiante, a ver si aplicándose con ella se le quita el aire de estúpido. Cuando él aspira sangre, espero hasta que aparecen unas gotitas, luego elijo una vena y trato de electrocutarla antes de que vuelva a manar a chorros.

A este ritmo la operación va a durar varios días, y además mis intervalos de conciencia e inconsciencia empiezan a alternarse, con una duración de una milésima de segundo cada vez, como los picos y valles de una señal de radio. De la frente me cae sudor sobre la incisión de Squillante.

Friendly acaba aburriéndose y empieza a dar toquecitos aquí y allá con sus «pinzas», que tienen un aspecto semejante a unos alicates. Coge arterias que yo no veo, de modo que lo único que tengo que hacer es tocar con el Bovie el metal de su instrumento y cauterizar las arterias por conducción, a ciegas.

Cuando se detiene la hemorragia, Friendly pincha el asqueroso tegumento del fondo de la incisión con las pinzas y la abre, rompiendo la membrana. Luego me selecciona otros cuantos vasos para que los cauterice.

Y entretanto, echa una mirada al instrumentista, que es un enfermero negro de veintitantos años.

—Así que no puedo decir «marica» en el quirófano —le dice—. Qué gente tan delicada hay por aquí. Antes tengo que pedir
permiso
. Se me había olvidado que ahora todo se hace en
colaboración
.

El enfermero instrumentista no responde, de modo que Friendly se vuelve hacia mi estudiante.

—¿Sabes lo que significa «medicina en colaboración»?

—No, señor —contesta el chico.

—Quiere decir diez horas extra a la semana sin que te las paguen. Espero que eso te haga mucha ilusión, chaval.

—Sí, señor —afirma el estudiante.

Friendly se dirige de nuevo al instrumentista y le pregunta:

—¿Puedo decir «negro» aquí? ¿O tengo que decir otra cosa? —Hace una pausa—. ¿Qué te parece «los artistas a quienes antes se llamaba negros»? ¿Puedo decirlo? ¿O debo solicitar
permiso
para decir eso también?

Los quirófanos, cabría decir, junto con las obras de construcción, son el último refugio de sexistas, racistas, o de quienes padezcan algo parecido al síndrome de Tourette. La cuestión es que molestar a la gente los ayuda a mantener la calma en situaciones tensas. En realidad los sociólogos podrían estudiar los quirófanos para saber cómo eran los lugares de trabajo en los años cincuenta.

—¿Qué me dices, Scott? —pregunta el doctor Friendly al enfermero.

El instrumentista lo mira con frialdad.

—¿Se dirige usted a mí, doctor Friendly?

—A lo mejor, aunque no sé por qué —contesta Friendly. Tira las sanguinolentas pinzas en medio de la bandeja del instrumental—. Ya está. Vamos a abrir.

Clava la punta de los dedos en la incisión, se inclina hacia delante y da un tirón, abriéndola como un enorme monedero de cuero. Quedan a la vista los músculos abdominales de Squillante, rojos como la remolacha y ahora con una luminosa franja blanca en el centro, que es por donde haremos la siguiente incisión ya que por ahí apenas hay flujo sanguíneo.

—Nódulo de Sister Mary Joseph, negativo —anuncia Friendly a la enfermera circulante, que ahora está frente al ordenador—. Tampoco hay nódulo de Virchow, podéis estar seguros
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.

Paso el Bovie a lo largo de la franja blanca.

—¿Qué directrices va a utilizar con respecto al nódulo linfático, japonesas o americanas? —quiere saber mi estudiante.

—Eso depende —contesta Friendly—. ¿Estamos en Japón?

—¿Y eso qué más da, señor? —pregunta la estudiante, al fondo de la sala.

—En Japón se pasan todo el día buscando ganglios para su extirpación preventiva —responde Friendly—. Porque allí tienen seguridad social.

Separa las dos bandas de músculo.

—Separador —pide—. Estamos en el abdomen.

El enfermero instrumentista empieza a montar el separador, un arco de ancho diámetro que puede acoplarse a la incisión para mantenerla abierta.

Mientras esperamos, Friendly se vuelve a mirar a la estudiante, que no está interviniendo, y le dice:

—No te preocupes, aquí no tardaremos mucho en implantar la seguridad social. Stacey, ¿quieres comprobar mi busca?

—Pues claro, doctor Friendly —dice Stacey—. ¿Dónde lo tiene?

—En el pantalón.

De pronto, todo el mundo baja la vista en la sala. Stacey se acerca a Friendly con paso animoso y le tantea el culo.

—Bolsillo delantero —indica él.

Como creo haber dicho en otra parte, las blusas y pantalones de pijama sanitario son reversibles. De modo que mientras el bolsillo trasero del pantalón está a la derecha, por fuera, el bolsillo delantero se encuentra a la izquierda,
dentro
del pantalón.

Stacey mete la mano bajo la bata quirúrgica de Friendly en torno a la entrepierna. Me mira y arruga la nariz en un gesto que resulta francamente encantador.

—Aquí no hay nada —anuncia finalmente.


Eso
ya lo sabíamos —tercia el enfermero de quirófano.

Todo el mundo suelta una ruidosa carcajada. Friendly se pone colorado, y luego se le llena la cara de manchas en torno a la mascarilla. Arranca el separador de las manos del instrumentista y lo encaja bruscamente en el abdomen de Squillante.

—¿Queréis que os diga una cosa? —dice cuando ya lo ha colocado—. Que os den por culo. Vamos a trabajar.

Y eso hacemos. Durante un rato, lo único que se oye es la señal del EKG de Squillante. A mí, cada pitido me parece el timbre del despertador tras una eternidad de agitado sueño. Me empieza a temblar el antebrazo por la inyección del Tío del Culo.

Pero vamos avanzando, al menos. Primero apilamos los intestinos de Squillante, amarrando cada espiral a una tenue lámina de tejido que le facilita sangre y todo eso. De manera que al tiempo que se deslizan unos sobre otros, como tiburones en un tanque, no se pueden desenrollar igual que una cuerda. Hay que hojearlos, como las páginas de un archivo giratorio, o una guía telefónica.

—Quiero un Trendelenburg inverso
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—pide Friendly.

El Trendelenburg inverso nos ayuda a terminar de plegar los intestinos para quitarlos de en medio, lo que al fin nos revela el estómago de Squillante.

Lo mismo que con la incisión inicial, lo difícil aquí no será extirpar el estómago, cosa que cualquier sacerdote azteca podría hacer cinco veces y estar a mediodía en el campo de golf. La dificultad consiste en detener la hemorragia —encontrar y seccionar docenas de arterias que penetran en el estómago como radios de una rueda—, para evitar que Squillante muera. Friendly coge otro Bovie y empieza a seleccionar arterias por su lado mientras yo trabajo en el mío.

—Fijaos qué curioso, gilipollas —empieza Friendly de nuevo, sin venir a cuento—. ¿Cuántos años de capacitación tengo? ¿Once? ¿Quince? Más, si contamos hasta el instituto. ¿Y para qué? Para que pueda pasarme el día entre un montón de retrasados mentales sin cultura, respirando partículas de verrugas genitales en el Bovie y viendo cómo mi salario va a parar a manos de mi ex mujer y a la mitad de los directivos de la organización para el mantenimiento de la salud de Estados Unidos. Bueno, vosotros también respiráis esas partículas. Pero aun así.

BOOK: Burlando a la parca
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