Caballo de Troya 1 (29 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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J. J. Benítez

Al visitar en los días sucesivos Jerusalén pude darme cuenta de la gran importancia que tenía para los residentes habituales de la ciudad santa la presencia de aquellos miles de peregrinos -llegados de todas las provincias y del extranjero- y, sobre todo, el beneficio económico que les representaba el hecho de que cada hebreo tuviera que gastar durante la Pascua una parte de sus ingresos anuales. Un dinero que siempre resultaba considerable, si tenemos en consideración que ese «segundo diezmo» era extraído de las ganancias globales de las ventas del ganado, de los frutales y de los viñedos de cuatro años, amén de los trabajos artesanales.

El Nazareno terminó su plática, adelantándoles que «aún les dejaría muchas consignas y lecciones..., antes de volver al Padre». Pero
los discípulos no terminaron de comprender a qué se refería.

Al final, ninguno se atrevió a hacer una sola pregunta.

Una vez concluida la «conferencia», Cristo tomó aparte a Lázaro, que me había acompañado hasta la casa de Simón, y le recomendó que hiciera los preparativos precisos para dejar Betania. Jesús, el propio resucitado y todos nosotros sabíamos que -después del milagro- el Sanedrín había discutido y llegado a la conclusión de que Lázaro debía ser también eliminado.

«¿De qué servía prender y ajusticiar al Galileo si quedaba con vida su amigo, testigo de excepción del milagroso suceso?» Este planteamiento -no carente de lógica- había movido a los sacerdotes a planear una acción paralela, que culminase con el arresto de Lázaro.

Mi amigo obedeció y pocos días más tarde huía a la población de Filadelfia, en la zona más oriental de la fértil Perea. Cuando los policías del Sanedrín acudieron a prenderle, sólo Marta, María y sus sirvientes permanecían en la casa.

El resto de la mañana -hasta la una y media de la tarde, en que el gigante dio la orden de partida hacia Jerusalén- el rabí prefirió retirarse a lo más frondoso del jardín de Simón.

Esa misma noche, de regreso a Betania, tuve el valor de preguntarle por qué había elegido aquella forma de entrada en la ciudad santa. El Maestro, perfecto conocedor de las Escrituras, me respondió escuetamente:

«Así convenía, para que se cumplieran las profecías...»

Efectivamente, tanto en el
Génesis
(49,11) como en
Zacarías (9,9)
se dice que el Mesías liberador de Jerusalén vendría desde el monte de los Olivos, montado en un jumentillo.

Zacarías, concretamente, dice: «¡Alegraos, grandemente, oh hija de Sión! ¡Gritad, oh hija de Jerusalén! Mirad, vuestro rey ha venido a vosotros. Es justo y trae la salvación. Viene como el más bajo, montado en un asno, en un pollino, la cría de un asno.»

Hacia la hora sexta (las doce del mediodía), tras un frugal almuerzo, Jesús -que había recobrado el excelente buen humor del día anterior- pidió a Pedro y a Juan que se adelantaran hasta el poblado de Betfagé.

-Cuando lleguéis al cruce de los caminos -les dijo- encontraréis atada a la cría de un asno.

Soltad el pollino y traedlo.

-Pero, Señor -argumentó Pedro con razón-, ¿y qué debemos decirle al propietario?

-Si alguien os pregunta por qué lo hacéis, decid simplemente:

«El Maestro tiene necesidad de él.»

Pedro, muy acostumbrado ya a estas situaciones desconcertantes, se encogió de hombros y salió hacia Betfagé. El joven Juan -un muchachito silencioso, casi taciturno (debería andar por los 16 o 17 años), enjuto como una caña y de ojos negros como el carbón- permaneció aún unos instantes contemplando a su ídolo. En su mirada se adivinaba la sorpresa y un cierto temor. ¿Qué estaba tramando el Maestro?

De pronto cayó en la cuenta de que Pedro se encaminaba ya hacia la puerta de salida y, dando un brinco, salió a la carrera en Persecución de su amigo.

Para entonces, David Zebedeo -uno de los más activos seguidores de Cristo- sin contar para nada con el Maestro ni con los doce, había tenido la genial intuición de echarse al camino de Jerusalén y, en compañía de otros creyentes, comenzó a alertar a los peregrinos de la inminente llegada de Jesús de Nazaret. Aquella iniciativa -como quedó demostrado después-iba a contribuir decisivamente a la masiva y triunfal entrada del Maestro en la ciudad santa.

Además de los cientos de hebreos que, como cada día, habían acudido hasta Betania, otros miles de habitantes de Jerusalén y de los recién llegados a la Pascua, tuvieron cumplida noticia 96

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de la presencia de aquel galileo -hacedor de maravillas- y con los suficientes arrestos como para plantar cara a los sumos sacerdotes.

No fue preciso esperar mucho tiempo. A eso de la una y media de la tarde, Pedro y Juan se reunieron con el resto de la comitiva, que les esperaba ya a las afueras de la aldea de Lázaro.

Tal y como había pronosticado el Maestro, cuando el voluntarioso Pedro llegó a Betfagé, allí estaban los animales: un asno y su cría.

La verdad es que, conociendo el poblado y a sus gentes -todas ellas fervientes seguidores de Jesús-, encontrar en sus calles a los mencionados jumentos y convencer a su dueño para que prestara uno de ellos al rabí tampoco debía ser considerado como un hecho milagroso. Ésa, al menos, fue mi impresión. Si en algo se distinguían Betania y Betfagé del resto de las poblaciones de Israel era precisamente en eso: en el profundo afecto y en la férrea fe de sus habitantes por el Cristo. Lázaro me confesó que estaba convencido de que aquel milagro del Nazareno -posiblemente uno de los más extraordinarios de cuantos llevó a cabo durante su vida pública- había tenido por escenario Betania, no para que las gentes de ambas aldeas creyesen, sino más bien porque ya creían. La teoría no era mala. Ciudades y pueblos mucho más importantes -caso de Nazaret, Cafarnaúm, Jerusalén, etc.- habían rechazado a Jesús...

El caso es que, según contó Pedro, cuando éste se disponía a soltar el jumento, se presentó el propietario. Al preguntarle por qué hacían aquello, el discípulo le explicó para quién era y el hebreo, sin más, respondió:

-Si vuestro Maestro es Jesús de Galilea, llevadle el pollino.

Al ver el asnillo -de pelo pardo, apenas de un metro de alzada y posiblemente de la llamada raza «silvestre» (muy común en Africa y en Oriente)- casi todos los presentes nos hicimos la misma pregunta: ¿Para qué podía necesitar el Maestro aquella dócil cría de asno? Jesús siempre había trillado los caminos con la única ayuda de sus fuertes piernas, que hoy serian envidiadas por muchos corredores de maratón... Poco después, al verle desfilar entre la muchedumbre que se agolpaba en el camino y en las calles de Jerusalén -a lomos del jumentillo- empecé a sospechar cuáles podían ser las verdaderas razones que habían impulsado a Jesús a buscar el concurso de aquel pequeño animal.

El Maestro, sin más demoras, dio la orden de salir hacia Jerusalén. Los gemelos, en un gesto que Jesús agradeció con una sonrisa, dispusieron sus mantos sobre el burro, sujetándolo por el ronzal mientras aquel gigante montaba a horcajadas. El Nazareno tomó la cuerda que hacia las veces de riendas y golpeó suavemente al asno con sus rodillas, invitándole a avanzar.

La considerable estatura del rabí le obligaba a flexionar sus largas piernas hacia atrás, a fin de no arrastrar los pies por el polvo del camino. Con todos mis respetos hacia el Señor, su figura, cabalgando de semejante guisa sobre el jumento, era todo un espectáculo, mitad ridículo, mitad cómico. Poco a poco, como digo, me fui dando cuenta que aquél, precisamente, era uno de los efectos que parecía buscar el Maestro. La tradición -tanto oriental como romana-fijaba que los reyes y héroes entrasen siempre en las ciudades a lomos de briosos corceles o engalanados carros. Algunas de las profecías judías hablaban, incluso, de un rey -un Mesíasque entraría en Jerusalén como un aguerrido libertador, sacudiendo de Israel el yugo de la dominación extranjera.

Pero, ¿qué clase de sentimientos podía provocar en el pueblo un hombre de semejante estatura, a lomos de un burrito? Indudablemente, una de las razones para entrar así en la ciudad santa había que buscarla en una intencionada idea de ridiculizar el poder puramente temporal. Y Jesús iba a lograrlo....

Al principio, tanto los hombres de su grupo, como las diez o doce mujeres elegidas por Jesús

-y que se habían unido a la comitiva- quedaron desconcertados. Pero el Maestro era así, imprevisible, y ellos le amaban por encima de todo. Así que encajaron el hecho con resignación.

El propio Jesús, con sus constantes bromas, contribuyó

-y no poco- a descargar los recelos de sus fieles seguidores. Yo mismo me vi sorprendido al observar cómo el Nazareno se reía de su propia sombra.

Aquel ambiente festivo fue intensificándose conforme nos alejamos de Betania. Una muchedumbre que no sabría calcular se había ido agrupando a ambos lados del camino, saludando, vitoreando y reconociendo al Cristo como el «profeta de Galilea».

Los doce, que rodeaban al rabí estrechamente (tanto Pedro como Simón, el Zelotes, Judas Iscariote e incluso el propio Andrés, habían adoptado precauciones y sus espadas habían vuelto 97

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a las fajas), estaban estupefactos. Su miedo inicial por la seguridad de su jefe y del resto del grupo fue disipándose conforme avanzábamos.

Cientos -quizá miles- de peregrinos de toda Judea, de la Perea y hasta de Galilea parecían haberse vuelto repentinamente locos. Muchos hombres se despojaban de sus ropones y los extendían sobre el polvo del sendero, sonriendo y mostrándose encantados ante el paso del jumentillo. Como un solo individuo, las mujeres, niños, ancianos y adultos gritaban y repetían sin cesar «¡Bendito el que viene en nombre del Divino!...» «¡Bendito sea el reino que viene del cielo!...»

Tal y como suponía, las gentes no gritaron los conocidos
hosanna
,
por la sencilla razón de que esta exclamación era una señal o petición de auxilio, según la etimología original de la palabra judía
1
.

Quiero creer que aquel mismo escalofrío que me recorrió la espalda y que me hizo temblar, fue experimentado también por los apóstoles cuando, espontáneamente, muchos de aquellos hebreos cortaron ramas de olivos, saludando al Maestro, lanzando a su paso las flores violetas de los cinamomos y quemando, incluso, las ramas de este árbol, de forma que un fragante aroma se esparció por el ambiente.

Sinceramente, ninguno de los seguidores del Cristo podía esperar un recibimiento como aquel. ¿Dónde estaban las amenazas y la orden de captura del Sanedrín?

Algunas mujeres levantaban en vilo a sus niños, poniéndolos en brazos del Nazareno, que los acariciaba sin cesar. El corazón de Jesús, sin ningún género de dudas, estaba alegre.

Pero, ante mi sorpresa, cuando todo hacía suponer que la comitiva seguiría por el camino habitual -el que yo había tomado para dirigirme a Betania- Jesús y los doce giraron a la derecha, iniciando el ascenso de la ladera oriental del Olivete. Yo no había reparado en aquella empinada y pedregosa trocha que, efectivamente, servía para atajar. A los pocos metros, Jesús saltaba ágilmente del voluntarioso jumentillo, prosiguiendo a pie el ascenso hacia la cumbre de la «montaña de las aceitunas». La lluvia hacía rato que había cesado, aunque el cielo seguía con unas negras y amenazantes nubes.

Mientras el grupo se estiraba, caminando prácticamente en fila de a uno entre las plantaciones de olivos, el corazón me dio un vuelco. Aunque el módulo se hallaba en la cota más alta del Olivete y sobre unos peñascos donde no habíamos advertido sendero alguno, siempre cabía la posibilidad de que los participantes en aquella agitada manifestación de júbilo pudieran penetrar en la franja de seguridad de la «cuna».

Instintivamente me aparté del camino y advertí a Eliseo de la aproximación de la comitiva.

Al alcanzar la cumbre, el Maestro se detuvo. Respiré aliviado al comprobar que el «punto de contacto» del módulo se hallaba mucho más a la derecha y como a unos trescientos pies de donde nos habíamos detenido.

Jerusalén, desde aquella posición privilegiada, aparecía en todo su esplendor. Las torres de la fortaleza Antonia, del palacio de Herodes y, sobre todo, la cúpula y las murallas del Templo se habían teñido de amarillo con la caída de la tarde, destacando sobre un mosaico de casas y callejuelas blanco-cenicientas.

Un repentino silencio planeó sobre la comitiva, apenas roto por el rumor de abigarrados grupos de israelitas que corrían desde las puertas de la Fuente y de las Tejoletas -al sur de las murallas- advertidos de la llegada del profeta.

El semblante de Cristo cambió súbitamente. De aquel abierto y contagioso buen humor había pasado a una extrema gravedad. Los discípulos se percataron de ello pero, sencillamente, no entendían las razones del rabí. Todo estaba saliendo a pedir de boca...

El silencio se hizo definitivamente total, casi angustioso, cuando los allí reunidos comprobamos cómo Jesús de Nazaret, adelantándose hasta el filo de la ladera occidental del Olivete, comenzaba a llorar. Fue un llanto suave, sin estridencia alguna. Las lágrimas corrieron mansamente por las mejillas y barba del Nazareno. Yo sentí un estremecimiento y en mi garganta se formó un nudo áspero.

Con los brazos desmayados a lo largo de su túnica, el Cristo, sin poder evitar su emoción y con voz entrecortada, exclamó:

1
La inclusión de los familiares «¡Hosanna al hijo de David!», que aparecen en los evangelios canónicos, parece ser una concesión posterior de la Iglesia primitiva, en base al salmo 118, 25, y que servia como profesión de fe, tal y como apuntó muy acertadamente Leonardo Boff. (N. del m.)

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-¡Oh Jerusalén!, si tan sólo hubieras sabido, incluso tú, al menos en este tu día, las cosas pertenecientes a tu paz y que hubieras podido tener tan libremente... Pero ahora, estas glorias están a punto de ser escondidas de tus ojos... Tú estás a punto de rechazar al Hijo de la Paz y volver la espalda al evangelio de salvación... Pronto vendrán los días en que tus enemigos harán una trinchera a tu alrededor y te asediarán por todas partes Te destruirán completamente, hasta tal punto que no quedará piedra sobre piedra. Y todo esto acontecerá porque no conocías el tiempo de tu divina visita... Estás a punto de rechazar el regalo de Dios y todos los hombres te rechazarán.

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