Caballo de Troya 1 (69 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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Supongo que aquel gesto poco tenía que ver con el frío reinante y sí con su ardiente deseo de que nadie volviera a descubrirle y delatarle.

Los policías y sicarios del Sanedrín seguían dándole vueltas a las tradiciones y leyendas sobre los demonios. En la residencia de Anás, todo parecía tranquilo. No observé movimiento alguno ni señal de violencia o agitación. Y supuse -erróneamente- que el interrogatorio del ex sumo sacerdote se desarrollaba sin incidentes...

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J. J. Benítez

Debía llevar algo más de media hora sentado muy cerca de Pedro cuando se aproximó al corrillo una segunda mujer. Era más joven y, por la indumentaria, deduje que se trataba de otra sirvienta. Se colocó junto a la portera y ésta, al verla, se inclinó sobre su oído izquierdo, musitándole algo, al tiempo que señalaba a Pedro con la mano.

La recién llegada forzó la vista. Pero, por la forma de entornar los ojos, supuse que era miope. Entonces dio unos pasos, rodeando a los congregados al amor de la lumbre. Y al llegar junto al apóstol retiró de un manotazo el ropón que ocultaba la cabeza de Simón, gritándole:

-¿No eres tú uno de los fieles de ese galileo...?

La inesperada exclamación de la hebrea asustó por un igual a los levitas y a Pedro. Y el discípulo, pálido como la cal, se levantó a trompicones, encarándose con la muchacha.

-¡No conozco a ese hombre! -gritó con más fuerza que su inquisidora- ¡Y tampoco soy uno de sus discípulos...!

Pedro había puesto tanta vehemencia en sus frases que las arterias del cuello se hincharon y su rostro se tomó púrpura. Los ojos del aterrorizado amigo de Jesús se despegaron casi de sus órbitas, mientras un finísimo hilo de saliva se descolgaba por la comisura izquierda de sus labios.

La contundencia de Pedro fue tal que la sirvienta retrocedió asustada, escapando del lugar en dirección a la puerta de la casa.

Esta vez, los sirvientes y policías permanecieron unos segundos con la vista clavada en el desdichado pescador. Pedro, aturdido, dio media vuelta, separándose del fuego.

Creí que su intención era huir del recinto y poco me faltó para salir tras él. Pero no. Simón, a pesar de su debilidad, seguía amando al Maestro. ¡Qué poco y qué pobremente se ha escrito sobre la tortura interna de este primitivo galileo, consciente de sus errores, dominado por el instinto de la supervivencia y forzado por su temperamento a aquel trágico callejón sin salida!

Tuve que hacer denodados esfuerzos para no correr a su lado y consolarle. Sin embargo, el objetivo de mi misión logró imponerse y esperé.

Apoyado sobre las rejas del muro, Simón, encorvado y silencioso, golpeaba una y otra vez su cabeza contra los hierros. Temí por su integridad física. Aquellos cabezazos, secos y continuados, en lugar de lastimarle, parecieron devolverle una cierta serenidad. Y al rato, después de secarse las lágrimas con una de las mangas del manto, se reincorporó al grupo.

(Sinceramente, aquella actitud del apóstol -volviendo al fuego- me hizo reflexionar, haciéndome olvidar incluso su detestable y hasta cierto punto comprensible conducta. Las iglesias -

especialmente la Católica- han juzgado y clasificado este episodio de las negaciones como un suceso lamentable por parte de Simón Pedro. Pero muy pocos teólogos y moralistas parecen tener en consideración un «atenuante» que dice mucho en favor del « renegado». Pedro podría haber abandonado el patio de Anás después de su primera traición. Y no lo hizo. Y tampoco se retiró después de la segunda y de la tercera y de la cuarta... Porque, aunque los evangelistas citan tres negaciones, hubo en realidad una más, aunque también es cierto que esa negación

«extra» no tuvo un carácter público. Quiero decir con todo esto que, si bien Pedro no se comportó dignamente, no es menos cierto que su sola presencia en el lugar le redime en buena medida de aquellos momentos de debilidad.)

El testarudo galileo no estaba dispuesto a imitar a los compañeros que habían huido monte a través y, remontando el miedo, se acomodó como pudo entre los sirvientes, los cuales -dicho sea de paso- en ningún momento se convirtieron en acusadores ni le molestaron. Al menos, los hombres que, hasta ese momento, se apretujaban en torno a las llamas.

Pero la mala suerte quiso que, al rato, el grupo se viera incrementado por media docena de sacerdotes, llegados, al parecer, de la residencia de Caifás y que traían la misión de coordinar y controlar el traslado del Nazareno. Después de solicitar información de los levitas allí reunidos, cuatro de estos sacerdotes se dirigieron al interior de la casa y los dos restantes permanecieron junto a la fogata. Desde un primer momento se sintieron atraídos por la animada conversación sobre las supersticiones del pueblo judío.

Alguien había mencionado a «Lilith» y la polémica se encendió de nuevo. Por lo visto, el tal

«Lilith» era el sobrenombre que recibía uno de los diablos más famosos. La mayoría de los presentes aceptaba su existencia, clasificándolo como «demonio-mujer». Este curioso

«espíritu» centraba sus ataques, como mujer que era, en los hombres. Y más concretamente, sobre aquellos varones que se atrevían a permanecer solos en una casa.

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Y sólo el Divino, ¡bendito sea su nombre!, sabe cuándo puede presentarse -remachó otro de los servidores del Sanedrín.

La creencia en cuestión no fue muy bien recibida por uno de los sacerdotes, un tal Mardoqueo, más conocido en Jerusalén por «Petajia» (y al que ya me referí anteriormente), como consecuencia de su gran facilidad para las lenguas. (Conocía, según el pueblo, más de setenta idiomas y dialectos. De ahí su apodo: «Petajia», de la palabra
pataj:
«abría» las palabras al interpretarlas.)

Este sacerdote, responsable también de uno de los «cepillos» del Templo y hombre de gran cultura, se burló de tales patrañas. Las risotadas de «Petajía» indignaron a uno de los policías quien, señalando primero a Pedro y después al interior de la mansión, exclamó:

-Puedes reírte cuanto quieras, pero mira a ese galileo... Tú mismo asististe a su entrada triunfal en Jerusalén, a lomos de un jumento. No tuvo la precaución de colocar una cola de zorro o un trapo rojo entre los ojos del borriquillo y fíjate lo que le ha deparado la fortuna...
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En ese instante, Simón cometió un nuevo error. Irritado por aquella arraigada superstición hebrea, intervino en la discusión, intentando aclarar a los presentes que el rabí de Galilea no necesitaba protegerse con tan absurdas supercherías y que su poderío era tan grande que, si así lo deseaba, podía hacer bajar fuego de los cielos y arrasar al Sanedrín, sin tocar siquiera a los inocentes...

Los levitas y servidores del Templo no prestaron mucha atención a la valiente pero inoportuna defensa de Pedro. Sin embargo, «Petajía» -que había captado al instante el duro acento galileico del apóstol- se encaró con él, desviando el rumbo de la conversación hacia un derrotero que abrió de nuevo las carnes de Simón:

-Tú tienes que ser uno de los seguidores del detenido. Este Jesús es un galileo y tu forma de hablar te traiciona... Hablas como un verdadero galileo.

Antes de que Simón pudiera reaccionar, uno de los sicarios del Sanedrín -aquel que precisamente había hablado de la milagrosa curación de Malco- refrendó el descubrimiento de

«Petajía», desvelando a todos un hecho que, hasta ese momento, había pasado inadvertido: Tú, además, -exclamó alarmado- estabas en el camino del Olivete... Yo vi cómo herías a mi pariente...

Aquello cambió las cosas. Ya no se trataba únicamente de unas más o menos veladas acusaciones por compartir la doctrina del Galileo. La última afirmación podía arrastrar al apóstol a un fulminante arresto, como culpable de agresión a uno de los esbirros del sumo sacerdote.

Y entiendo que fue esta circunstancia la que realmente hizo estallar los nervios de Pedro. No se trataba ya de negar a Jesús sino, sobre todo, de evitar tan peligrosa acusación.

Algunos de los levitas se pusieron en pie, blandiendo sus porras en actitud amenazante. Y

posiblemente hubieran prendido a Pedro, de no haber sido por el torrente de juramentos que empezó a brotar de su boca. Aquella obscena y agria retahíla de imprecaciones -en la que el descompuesto amigo del Nazareno llegó a incluir a su propia madre y a sus hijos
2
- frenó los ímpetus de los policías. Y cuando, finalmente, el acorralado galileo juró por el oro del tesoro del Templo, abriendo su manto en forma que todos pudieran comprobar que no ceñía espada, aquellos serviles personajes terminaron por dejarle en paz. (Jurar y poner por testigo al Templo era importante, pero, hacerlo por el oro de dicho santuario lo era mucho más...) Cuando Pedro vio alejarse el fantasma de su arresto dio media vuelta y muy despacio -

procurando no levantar nuevas sospechas- se distanció de la hoguera. Arrastrando los pies, sin fuerzas y con el ánimo duramente castigado, fue a sentarse las escalinatas de mármol de la puerta. Durante unos minutos no me atreví a moverme del fuego. El desdichado discípulo había enterrado el rostro entre sus pequeñas y callosas manos, acompañando su evidente desesperación con una ininterrumpida y rítmica oscilación frontal de su cuerpo.

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En la primera oportunidad que tuve solicité de Santa Claus información sobre las principales supersticiones de los judíos de aquella época. Y entre otras figuraba, en efecto, la de no emprender viaje alguno -por corto que fuese- sin antes haber colocado esa cola de zorro o un trapo rojo entre los ojos de la caballería. Si dos convidados a un banquete, por ejemplo, se arrojaban sendas bolitas de pan, era seguro que caían enfermos. Otra de las supersticiones, relacionada con la presencia de los demonios en las letrinas, llegaba a sugerir que se acudiera a dicho lugar en compañía de un cordero. De esta forma, el judío podía hacer sus necesidades sin problemas.
(N. del m.)
2
La ley judía permitía este tipo de maldiciones -contra el padre y la madre-, en tanto la maldición no fuera nominal.

En este sentido, Pedro tuvo especial cuidado de no citar los nombres de pila de sus progenitores.
(N. del m.)
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Eran las cuatro de la madrugada. La penúltima y tercera negación pública se había consumado...

El silencio seguía dominando a Jerusalén. A lo lejos, muy de tarde en tarde, se escuchaban algunos de los numerosos perros callejeros que yo había visto a mi paso por la ciudad santa.

Fueron aquellos casi siempre lastimeros aullidos los que trajeron a mi memoria otro hecho que, precisamente, aún no se había registrado. Pedro había negado a su Maestro por tres veces y, sin embargo, yo no había oído el famoso canto del gallo.

No es que esta anécdota me preocupara excesivamente. Y mucho menos cuando estaba viviendo -y sufriendo- las angustias de Simón, totalmente deshecho y abatido junto al portón de entrada a la residencia de Anás. Sin embargo, y mientras esperaba la llegada del alba, procuré afinar mis oídos. Meditando sobre este particular comprendí que los gallos de Jerusalén no podían haber iniciado sus característicos cantos por la sencilla razón de que aún faltaba más de una hora para el amanecer (aquel viernes, 7 de abril, como ya he citado en otras ocasiones, la salida del sol se produjo a las 5.42 horas). En algún momento llegué a creer que los evangelistas habían vuelto a equivocarse. Las tres negaciones, como digo, ya se habían producido y los cronómetros «monoiónico»
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del módulo marcaban las cuatro de la madrugada.

Pero no. Esta vez no hubo error, aunque las versiones de los escritores sagrados tampoco coinciden al cien por cien...

Pero debo ajustarme a un estricto orden de los acontecimientos. Cuando estimé que Pedro podía haberse tranquilizado, yo también me retiré del gnipo de los levitas. Me dejé caer junto al discípulo y acerqué mi mano a su hombro izquierdo. Pedro se sobresaltó de nuevo. Interrumpió aquel movimiento, casi catatónico, y, al comprobar que era yo, suspiró aliviado. Durante un buen rato casi no hablamos. ¿Qué podía decirle?

Al poco, Pedro -que había ido recuperando la normalidad- me miró fijamente, expresando una idea que aún me dejó más confuso:

-¿Has observado, Jasón, con qué habilidad he destruido las acusaciones de esos serviles esclavos del Templo?

Una sonrisa mecánica acompañó las inesperadas palabras de Simón. Entonces comprendí que su máxima preocupación en aquellos momentos no era, como yo había creído, el innoble hecho de haber renegado de su amigo. Nada de eso. Pedro, en mi opinión, no tenía una conciencia muy clara de que había traicionado a su Maestro. Lo que le había angustiado y aterrorizado era la amenaza de un posible encarcelamiento.

Esta sospecha, que fue ganando terreno en mi corazón, se vio confirmada por los sucesivos comentarios del apóstol, felicitándose a sí mismo por haber sido capaz de evitar su identificación.

Esas mujeres, además -añadió Pedro, que prácticamente expresaba en voz alta sus pensamientos- no tienen autoridad moral. No pueden interrogarme. No tienen derecho... No, no lo tienen... No lo tienen...

El galileo repitió aquella monótona cantilena, como si necesitara justificar su actitud. Y en ningún momento recordó o se refirió a Jesús. No creo equivocarme si digo que el pescador no cayó verdadera y definitivamente en la cuenta de su sucio gesto hasta que no escuchó el canto de los gallos de la ciudad. Sólo entonces recordó la profecía del Maestro y asumió todo el peso de su infidelidad.

Cuando le interrogué sobre la suerte que habían corrido sus compañeros, Pedro no supo darme razón. Lo ignoraba todo. Sólo recordaba que, cuando se hallaba a escasos metros de la
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Caballo de Troya dotó al módulo de un sistema múltiple de relojes, cuyo fundamento no era ya el sistema tradicional de radiación del Cesio 133 de los relojes «atómicos», sino la «manipulación» o «aprisionamiento» de un ion

-un solo ion- en un campo magnético, mediante el uso de un finísimo haz de luz láser. Es casi seguro que este nuevo sistema de medición del tiempo -con una precisión 100000 veces superior a la de los relojes «atómicos»- se incorpore definitivamente a la vida del hombre en los próximos años. Merced a este delicado instrumental, el orto o aparición sobre el horizonte del limbo superior del Sol -para Jerusalén: latitud aproximada 32 grados N- fue estimado a las 5

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