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Authors: Ally Condie

Tags: #Infantil y juvenil, #Romántico

Caminos cruzados (8 page)

BOOK: Caminos cruzados
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Suelto mi pistola y agarro a Eli por el brazo.

—Ven con nosotros —le ordeno. Él me mira, confuso.

—¿Adónde? —pregunta. Señalo la Talla y él abre mucho los ojos—. ¿Ahí?

—Ahí —respondo—. ¡Ya!

Eli solo vacila un momento. Asiente y echamos a correr. He dejado mi pistola en el suelo. Una oportunidad más, quizá, para otro señuelo y, por el rabillo del ojo, veo que Vick también deja la suya, junto con el miniterminal.

De noche, parece que corramos a toda velocidad por el lomo de un animal enorme, que lo hagamos por sus vértebras y por zonas de hierba alta y fina que brilla bajo la luna como un reluciente pelaje plateado. Conforme nos acercamos a la Talla falta menos para que pisemos roca, y será entonces cuando estaremos más expuestos.

Al cabo de un kilómetro, veo que Eli se rezaga.

—Tira la pistola —ordeno y, cuando no lo hace, se la quito de las manos de un golpe.

El arma cae ruidosamente al suelo y Eli se detiene.

—¡Eli! —exclamo, y entonces comienza el ataque.

Y los gritos.

—Corre —le ordeno—. No escuches.

Yo también trato de no oír nada, ni los chillidos ni a los moribundos.

Pisamos roca y Eli y yo nos detenemos junto a Vick, que ya se ha desorientado.

—Por ahí —digo, mientras señalo.

—Tenemos que volver para ayudarlos —afirma Eli.

Vick no responde y echa de nuevo a correr.

—¿Ky?

—Sigue corriendo, Eli —le ordeno.

—¿Te da igual que mueran? —pregunta.

Pop-pop-pop.

Detrás de nosotros, oímos las patéticas explosiones de las pistolas que hemos trucado. Aquí, son insignificantes.

—¿No quieres vivir? —pregunto a Eli, furioso por el hecho de que me lo ponga tan difícil, de que no me permita olvidar lo que sucede detrás de nosotros.

Y entonces el animal tiembla bajo nuestros pies. Ha caído una bomba y Eli y yo aceleramos el ritmo, guiados únicamente por nuestro instinto de supervivencia. Correr es mi único pensamiento.

Ya había hecho esto. Hace años. Mi padre me dijo una vez: «Si algo ocurre, huye a la Talla», y eso hice. Como siempre, quería sobrevivir.

Los funcionarios aterrizaron delante de mí después de tardar minutos en cubrir con su aeronave los kilómetros que a mí me había llevado horas recorrer a pie. Me tiraron al suelo. Yo me resistí. Una piedra me rasguñó la cara. Pero no solté la única cosa que me había llevado del pueblo: el pincel de mi madre.

En la aeronave, vi a la otra única superviviente, una niña de mi pueblo. Cuando despegamos, los funcionarios nos ofrecieron una pastilla roja. Yo había oído rumores. Pensé que iba a morir. Así que cerré la boca. No pensaba tomarme la mía.

—Vamos —dijo una de las funcionarias en tono compasivo. Luego, me abrió la boca a la fuerza y me metió una pastilla verde. La falsa calma me invadió y no pude oponer resistencia cuando también me metió la roja. Pero mis manos siguieron firmes. Agarraban el pincel con tanta fuerza que se rompió.

No me morí. En la aeronave, nos llevaron detrás de una cortina y nos lavaron las manos, la cara y el pelo. Fueron amables mientras olvidábamos, nos dieron ropa limpia y nos explicaron la historia que debíamos recordar en vez de lo que había sucedido en realidad.

—Lo lamentamos —dijeron, mientras ponían cara de sentirlo realmente—. El enemigo ha atacado los campos en los que trabajaban muchos de vuestros vecinos. Ha habido pocas víctimas, pero vuestros padres han muerto.

«¿Por qué razón nos decís esto? —pensé—. ¿Creéis que vamos a olvidarlo? No ha habido pocas víctimas. Han muerto casi todos. Y no estaban en los campos. Lo he visto todo.»

La niña lloró, asintió y les creyó, aunque debería haber sabido que mentían. Y comprendí que olvidar era justo lo que esperaban que yo hiciera.

Fingí que lo hacía. Asentí como la niña y traté de poner la misma expresión vacía que ella tenía bajo las lágrimas.

Pero no lloré. Sabía que, si empezaba, ya no podría parar. Y entonces sabrían lo que había visto realmente.

Me quitaron el pincel roto y me preguntaron por qué lo llevaba.

Y, por un momento, sentí pánico. No me acordaba. ¿Estaba haciéndome efecto la pastilla roja? Entonces lo recordé. Llevaba el pincel porque era de mi madre. Lo encontré en el pueblo cuando bajé de la meseta después del ataque aéreo.

Los miré y dije:

—No lo sé. Me lo he encontrado.

Me creyeron y yo aprendí a decir las mentiras justas para salir siempre del paso.

Hemos llegado al borde de la Talla.

—¿Por cuál? —me grita Vick. De cerca, vemos lo que no se veía de lejos: las hondas grietas que surcan la superficie de la Talla. Cada una, un cañón distinto y una opción distinta.

No lo sé. Es la primera vez que estoy aquí. Solo sé lo que mi padre me contó, pero tengo que decidirme, deprisa. Ahora, por un momento, soy el líder.

—Por ese —respondo mientras señalo el cañón más próximo. El que tiene un montón de pedruscos cerca. Por algún motivo, me parece el correcto, como un relato que ya he leído.

Apagamos las linternas. La luna va a tener que bastarnos. Necesitamos ambas manos para descender a las profundidades de la tierra. Me hago un corte en el brazo con una roca y los abrojos se me adhieren donde pueden, como polizones.

Detrás de nosotros, oigo un estruendo, un ruido distinto al fuego enemigo. Y no ha sido en el pueblo. Sino cerca de aquí. En la llanura que acabamos de dejar atrás.

—¿Qué ha sido eso? —pregunta Eli.

—¡Vamos! —le decimos Vick y yo a la vez. Y seguimos bajando. Cada vez más deprisa, heridos, sangrando, magullados. Perseguidos.

Al cabo de un rato, Vick se detiene y yo lo adelanto. Tenemos que llegar al fondo del cañón, ¡ya!

—¡Cuidado! —grito—. El suelo es rocoso. —Oigo a Eli y a Vick respirando detrás de mí.

—¿Qué ha sido eso? —vuelve a preguntar Eli.

—Nos han seguido —responde Vick—. Y los han abatido.

—Podemos descansar un momento —digo mientras me refugio debajo de un gran saliente rocoso. Vick y Eli se unen a mí.

Vick resuella al respirar. Lo miro.

—Tranquilo —dice—. Me pasa cuando corro, más si hay polvo.

—¿Quién los ha abatido? —pregunta Eli—. ¿El enemigo?

Vick no dice nada.

—¡¿Quién?! —insiste Eli, con voz chillona.

—No lo sé —responde Vick—. De veras.

—¿No lo sabes? —pregunta Eli.

—Nadie sabe nada —dice Vick—. Aparte de Ky. Él cree haber encontrado la verdad en una chica.

El odio se apodera de mí, pura cólera consumida, pero, antes de que pueda reaccionar, Vick añade:

—Quién sabe. A lo mejor tiene razón. —Se separa de la pared rocosa en la que estaba apoyado—. Sigamos. Ve tú primero.

El frío aire del cañón me quema la garganta al respirar mientras espero a que mis ojos se habitúen a la oscuridad y los distintos matices de su negrura se concreten en siluetas de rocas y plantas.

—Por aquí —digo—. Alumbrad el suelo con las linternas si os hace falta, pero la luna debería ser suficiente.

La Sociedad nos oculta cosas, pero al viento le da igual lo que sepamos. Nos trae indicios de lo que ha sucedido conforme nos adentramos en el cañón: un olor a humo y una sustancia blanca que cae sobre nosotros. Ceniza blanca. Ni por un instante la tomo por nieve.

Capítulo 10

Cassia

Cuando aterrizamos, quiero ser la primera en bajar de la aeronave para ver si está Ky. Pero recuerdo lo que él me dijo en el distrito sobre no llamar la atención, de modo que me quedo en el centro del grupo de chicas y lo busco entre las numerosas filas de chicos con abrigos negros que tenemos ante nosotras.

No está.

—Recordad —dice el funcionario a los chicos— que debéis tratarlas como al resto. Nada de violencia, de ninguna clase. Os estaremos vigilando.

Nadie reacciona. No parece que haya un líder. A mi lado, Indie cambia de postura. Detrás de nosotras, una chica reprime un sollozo.

—Acercaos para que os repartamos los víveres —continúa el funcionario, y no hay empujones. Ni empellones.

Los chicos se ponen en fila y cada uno recoge los suyos. Debió de llover anoche. Tienen las botas manchadas de arcilla roja.

Miro cada rostro.

Algunos parecen aterrorizados; otros, astutos y peligrosos. Ninguno parece amable. Todos han visto demasiado. Observo sus espaldas, sus manos cuando cogen los víveres, sus rostros cuando pasan por delante del funcionario. No se pelean por la comida; hay para todos. Llenan sus cantimploras con el agua de grandes barriles azules.

Me doy cuenta de que los estoy clasificando. Y pienso: «¿Y si tuviera que clasificarme a mí? ¿Qué vería? ¿Vería una persona que va a sobrevivir?».

Intento mirarme, ver a la chica que observa mientras el funcionario y los militares recogen sus cosas y se marchan en la aeronave. Lleva ropa nueva para ella y mira ávidamente unos rostros que no conoce. Me fijo en su enmarañado cabello castaño, en su postura erguida, que mantiene incluso después de que los militares y el funcionario se marchen y uno de los chicos se adelante para explicar a las recién llegadas que aquí no se cultiva nada, que el enemigo ataca todas las noches, que la Sociedad ya no reparte pistolas y que, de todas formas, las pistolas no han funcionado nunca, que todas las personas de este campo están aquí para morir y nadie sabe el motivo.

La chica sigue con la espalda recta cuando otras caen de rodillas porque ya sabía todo esto desde el principio. No puede darse por vencida, no puede llevarse las manos a la cabeza ni llorar de rabia porque tiene que encontrar a una persona. De entre todas las chicas, es la única que esboza una sonrisa.

«Sí —me digo—. Va a sobrevivir.»

Indie me pide el paquete. Se lo doy y, cuando ella coge el objeto que ha escondido con las pastillas y me lo devuelve, me percato de que sigo sin saber qué es. Pero ahora no es momento de preguntárselo. Tengo otra pregunta más urgente que responder. ¿Dónde está Ky?

—Busco a una persona —digo—. Se llama Ky. —El grupo ha comenzado a disgregarse, ahora que los chicos han terminado de decirnos la verdad—. Es moreno, con los ojos azules —continúo, en voz más alta—. Vino de una gran ciudad, pero también conoce estas tierras. Tiene palabras. —Me pregunto si ha encontrado una forma de venderlas aquí, de intercambiarlas.

Los chicos me miran con ojos de distintos colores, azules, verdes, grises. Pero ninguno tiene el color de los ojos de Ky, ningún azul es exactamente el suyo.

—Ahora deberíais descansar —aconseja el chico que nos ha dicho la verdad—. Cuesta dormir de noche. Es cuando suele atacar el enemigo. —Parece agotado y, cuando se aleja, veo que lleva un mini-terminal en la mano. ¿Fue el líder en algún momento? ¿Sigue dando información por la fuerza de la costumbre?

Los demás también se van. La apatía de este campo me asusta más que la propia situación. Estos chicos no parecen saber nada de ninguna rebelión o Alzamiento. Si ya nada les importa, si se han dado todos por vencidos, ¿quién me ayudará a encontrar a Ky?

—Yo no puedo dormir —susurra una chica de la aeronave—. ¿Y si es mi último día?

Al menos, puede hablar. Otras casi parecen haberse quedado catatónicas de la impresión. Veo que un chico se acerca a una de las chicas y le dice algo. Ella se encoge de hombros, nos mira y se marcha con él.

El corazón se me acelera. ¿Debería disuadirla? ¿Qué hará él?

—¿Les has mirado las botas? —me susurra Indie.

Asiento. Me he fijado en el barro, y en las propias botas. Tienen la suela recia y son de caucho, igual que las nuestras, pero las suyas llevan muescas alrededor de la suela. Imagino qué deben de significar, qué deben de señalar. Los días que han sobrevivido. Se me encoge el corazón porque ninguno de los chicos tiene muchos cortes en las botas. Y ya han pasado casi doce semanas desde que se llevaron a Ky.

Los chicos se alejan con paso cansino. Parecen retirarse a los lugares donde duermen y no querer saber nada de nadie, pero unos cuantos rodean a las chicas. Dan la impresión de estar hambrientos.

«No clasifiques —me digo—. Ve lo que hay.»

Tienen muy pocas muescas en las botas. La apatía aún no ha hecho mella en ellos. Todavía desean cosas. Son nuevos. Lo más probable es que no lleven aquí el tiempo suficiente para haber conocido a Ky.

«Sigues clasificando. Ve lo que hay.»

Uno tiene las manos quemadas y pólvora negra por todas las botas, incluso en las rodillas. Está al final del grupo. Advierte que le observo las manos y me mira a los ojos, hace un gesto que no me gusta. Pero le mantengo la mirada. Trato de ver lo que hay.

—Tú lo conoces —digo—. Sabes de quién hablo.

No espero que lo admita, pero él asiente.

—¿Dónde está? —pregunto.

—Ha muerto —responde.

—Mientes —digo mientras me trago la preocupación y las ganas de llorar—. Pero te escucharé cuando quieras decirme la verdad.

—¿Qué te hace pensar que te diré algo? —pregunta.

—No te queda mucho tiempo para hablar —respondo—. Ni a ti ni a ninguno de nosotros.

Indie está a mi lado, con la vista clavada en el horizonte. Busca pistas de lo que nos espera. Unas cuantas personas se acercan a escuchar.

Por un momento, parece que el chico va a hablar, pero entonces se ríe y se marcha.

Sin embargo, yo no me preocupo. Sé que volverá: lo he visto en sus ojos. Y estaré preparada.

El día se hace a la vez largo y corto. Todos esperamos. La pandilla de chicos regresa, pero, por algún motivo, guarda las distancias. Quizá se deba a la amenaza del antiguo líder, que permanece cerca de nosotras, con el miniterminal en la mano para informar de cualquier conducta inapropiada. ¿Temen las consecuencias si nos hacen daño y el funcionario regresa?

Estoy cenando con las otras chicas cuando veo que el chico de las manos quemadas se acerca. Me levanto y le ofrezco la comida que queda en mi bandeja de papel de aluminio. En este campo, las raciones son tan reducidas que cualquiera que lleve mucho tiempo aquí debe de estar famélico.

—Tonta —masculla Indie a mi lado, pero también se pone de pie. Después de ayudarnos en la aeronave, parece que, de algún modo, nos hayamos aliado.

—¿Me estás sobornando? —me pregunta el chico con malicia cuando ve que le ofrezco mi guiso de carne y fécula.

—Por supuesto —respondo—. Tú eres el único que estaba presente. Eres el único que lo sabe.

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