Caminos cruzados (7 page)

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Authors: Ally Condie

Tags: #Infantil y juvenil, #Romántico

BOOK: Caminos cruzados
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—De acuerdo —dice Vick al cabo de un momento.

Está decidido. Vamos a huir. Pronto.

Vick y yo nos apresuramos para hallar un modo de que las pistolas estallen. Cuando los otros señuelos regresan del cementerio y comprenden qué tratamos de hacer, nos ayudan recogiendo pólvora y piedras. Algunos comienzan a tararear y cantar mientras trabajan. Se me hiela la sangre cuando reconozco la melodía, aunque no debería sorprenderme. Es el himno de la Sociedad. La Sociedad nos arrebató la música al seleccionar las Cien Canciones, melodías complicadas que solo sus voces artificiales pueden entonar con facilidad, y el himno es la única que la mayoría de nosotros podemos cantar sin desafinar. Aunque tenga un solo de soprano tan agudo que ningún profano sabría interpretar. La mayoría solo sabemos imitar los repetitivos compases graves o las fáciles notas de las partes interpretadas por la contralto y el tenor. Eso es lo que ahora oigo.

Algunos de los habitantes de las provincias exteriores consiguieron conservar sus canciones. Las cantábamos juntos mientras trabajábamos. Una mujer me dijo en una ocasión que no era difícil recordar melodías antiguas en la proximidad de ríos, cañones y en la Talla.

Yo solo quería recordar el modo de hacer esto. Pero no consigo separarlo de las personas y las razones por las que lo aprendí.

Vick niega con la cabeza.

—Aunque lo resolvamos, van a morir igualmente —dice.

—Lo sé —admito—. Pero, al menos, podrán contraatacar.

—Una vez —dice.

Es la primera vez que lo veo con la espalda tan encorvada. Como si por fin hubiera cobrado conciencia del líder que es y siempre ha sido y le pesara haberse dado cuenta.

—No es suficiente —afirmo, y vuelvo a mi trabajo.

—No —dice.

Me he esforzado por no ver a los otros señuelos, pero lo he hecho. Uno tiene la cara magullada. Otro es pecoso y se parece tanto al chico que dejamos en el río que podrían ser hermanos, pero jamás se lo he preguntado ni jamás lo haré. Todos llevan ropa de diario que no es de su talla y recios abrigos que les protegen del frío mientras aguardan la muerte.

—¿Cuál es tu verdadero nombre? —me pregunta Vick de golpe.

—Mi verdadero nombre es Ky —respondo.

—Pero ¿cuál es tu nombre completo?

Me quedo callado y pienso en él por primera vez en muchos años. «Ky Finnow.» Así me llamaba entonces.

—Roberts —dice, impaciente con mi indecisión—. Ese es mi apellido. Vick Roberts.

—Markham —respondo—. Ky Markham. —Porque ese es el nombre por el que ella me conoce. Ahora, es mi verdadero nombre.

Aun así, mi otro apellido también me ha sonado bien cuando lo he dicho mentalmente. «Finnow
.
» El apellido que compartí con mis padres.

Miro a los señuelos mientras recogen piedras. Me gusta verlos tan motivados y saber que, gracias a mí, van a sentirse mejor, aunque sea por poco tiempo. Pero, en el fondo, sé que lo único que he hecho es arrojarles las sobras. De todos modos, van a morirse de hambre.

Capítulo 8

Cassia

Lo primero que hace la Sociedad mientras todas temblamos de frío en la aeronave bien refrigerada es prometernos abrigos.

—Antes de la Sociedad, cuando se produjo el Calentamiento, el clima de las provincias exteriores cambió —explica el funcionario—. Aún hace frío, pero no tanto. Aún puede helar por las noches, pero, si lleváis los abrigos, no pasaréis frío.

Las provincias exteriores. Ya es seguro. Las otras chicas, incluso Indie, miran al frente. No parpadean. Algunas tiemblan más que otras.

—Este campo de trabajo no es distinto a los demás —continúa el funcionario cuando no hay preguntas—. Os necesitamos para cultivar la tierra. Para sembrar algodón, de hecho. Queremos hacer creer al enemigo que esta parte del país sigue habitada y aún es viable. Es una medida estratégica de la Sociedad.

—Entonces, ¿es cierto? ¿Hay una guerra con el enemigo? —pregunta una de las chicas.

El funcionario se ríe.

—No realmente. La Sociedad la tiene ganada. Pero el enemigo es imprevisible. Necesitamos hacerle creer que las provincias exteriores están bien pobladas y son florecientes. Y la Sociedad no quiere que un solo grupo tenga que vivir demasiado tiempo allí. Por eso ha establecido rotaciones de seis meses. En cuanto la vuestra acabe, volveréis, como ciudadanas.

«Nada de esto es cierto —pienso—, aunque parezca que usted crea que lo es.»

—Bien —dice el funcionario mientras señala a los dos militares que no pilotan la aeronave—. Os llevarán detrás de esa cortina, os cachearán y os darán la ropa reglamentaria. Incluido el abrigo.

«Van a cachearnos. Ahora.»

No me llaman la primera. Frenética, trato de encontrar un lugar donde esconder las pastillas, pero no veo ninguno. El paisaje artificial de esta aeronave fabricada por la Sociedad solo tiene lustrosas superficies lisas y carece de recovecos. Incluso nuestros duros asientos son lisos, al igual que los sencillos cinturones de seguridad que se nos ciñen al cuerpo. No hay ningún sitio donde ocultar las pastillas.

—¿Tienes algo que esconder? —me susurra Indie.

—Sí —respondo. ¿Por qué mentir?

—Yo también —dice—. Cogeré lo tuyo. Tú coge lo mío cuando me toque a mí.

Abro la bolsa y saco el paquete de pastillas. Antes de poder hacer nada más, Indie, rápida incluso con las esposas puestas, lo coge con disimulo. ¿Qué hará después? ¿Qué necesita esconder y cómo va a sacarlo con las manos esposadas?

No tengo tiempo de verlo.

—La siguiente —dice la militar de cabellos castaños mientras me señala.

«No mires a Indie —me digo—. No hagas nada que pueda delatarte.»

Detrás de la cortina, tengo que desnudarme hasta quedarme en ropa interior mientras la militar registra los bolsillos de mi vieja ropa marrón de diario. Me entrega ropa de diario nueva: negra.

—Veamos la bolsa —dice mientras la coge—. Hurga entre mis mensajes e intento no hacer una mueca cuando uno de los más antiguos de Bram se hace pedazos.

Me devuelve la bolsa.

—Puedes vestirte —dice.

En cuanto termino de abrocharme la camisa, la militar llama al alto funcionario.

—Esta no lleva nada —le informa.

Él asiente.

Vuelvo a sentarme al lado de Indie y me pongo mi nuevo abrigo.

—Estoy lista —susurro, sin apenas mover los labios.

—Ya está en el bolsillo de tu abrigo —dice.

Deseo preguntarle cómo lo ha hecho tan deprisa, pero no quiero que nadie nos oiga. Lo que hemos conseguido, lo que Indie ha conseguido, me alivia tanto que estoy casi eufórica.

Cuando la militar señala a Indie al cabo de un rato, ella se levanta y se acerca obedientemente con la cabeza gacha y las manos delante de ella. «Indie finge muy bien que la han doblegado», pienso para mis adentros.

En el otro extremo de la aeronave, la chica a la que acaban de cachear comienza a sollozar. Me pregunto si trataba de esconder algo y no lo ha conseguido, que es lo que me habría pasado a mí sin Indie.

—Ya puedes llorar, ya —se lamenta otra chica—. Vamos a las provincias exteriores.

—Déjala en paz —dice una tercera.

El funcionario se percata de que la chica llora y le lleva una pastilla verde.

Indie no dice nada cuando regresa. No mira en mi dirección. Noto el peso de las pastillas en el bolsillo de mi abrigo. Ojalá pudiera mirar para asegurarme de que están todas, las azules de Xander y las tres mías, pero no lo hago. Me fío de Indie y ella se fía de mí. El paquete pesa casi lo mismo; no noto más peso que antes en el bolsillo. No sé qué necesitaba esconder Indie, pero debe de ser pequeño y ligero.

¿Qué será? Quizá me lo diga después.

Nos proporcionan lo mínimo: víveres para dos días, una muda de ropa de diario, una cantimplora, una mochila en la que nos cabe todo. Ningún cuchillo, nada afilado. Ninguna arma de fuego. Una linterna, pero tan ligera y con los cantos tan redondeados que no serviría de mucho en una pelea.

Nuestros abrigos pesan poco pero son calientes. Sé que están hechos de un material especial y me pregunto por qué la Sociedad habría de desperdiciar recursos en las personas que manda aquí. Son el único indicio de que quizá le importa si vivimos o morimos. Más que ninguna de las cosas que nos han dado, representan una inversión. Un gasto.

Miro al funcionario. Él se da la vuelta y entra en la cabina. Deja la puerta entreabierta y veo la constelación de instrumentos encendidos en el cuadro de mandos. Para mí, son tan numerosos e incomprensibles como las estrellas, pero el piloto conoce el camino.

—Esta aeronave suena igual que un río —dice Indie.

—¿Había muchos ríos donde vivías?

Ella asiente.

—El único río de por aquí del que he oído hablar es el río Sísifo —digo.

—¿El río Sísifo? —pregunta.

Lanzo una mirada a los militares y al funcionario para asegurarme de que no nos oyen. Parecen cansados; la militar incluso cierra un momento los ojos.

—La Sociedad lo envenenó —digo a Indie—. No puede vivir nada en él, ni tampoco en sus orillas. No puede crecer nada.

Indie me mira.

—Es imposible matar un río —afirma—. No se puede matar algo que siempre está moviéndose y cambiando.

El funcionario se pasea por la aeronave, habla con el piloto, conversa con los otros militares. Su modo de moverse me hace pensar en Ky, en su habilidad para mantener el equilibrio en un tren aéreo en movimiento y prever sutiles cambios de dirección.

Ky no necesitaba llevar la brújula para hacer eso. Yo también puedo viajar sin ella.

Vuelo hacia Ky y me alejo de Xander; salgo al exterior, me adentro en lo desconocido.

—Ya casi hemos llegado —anuncia la militar de pelo castaño. Nos mira y percibo algo en sus ojos: lástima. Se compadece de todas nosotras. Se compadece de mí.

No debería. Nadie de esta aeronave debería compadecerse de mí. Por fin voy a las provincias exteriores.

Me permito imaginar que Ky me espera cuando aterrizamos. Que solo me quedan unos momentos para verlo. Quizá incluso para tocarle la mano y, más tarde, en la oscuridad, los labios.

—Estás sonriendo —dice Indie.

—Lo sé —admito.

Capítulo 9

Ky

La noche cae implacable mientras esperamos a que salga la luna. El cielo se vuelve azul, rosa y de nuevo azul. Un azul más oscuro e intenso, casi negro.

Aún no he dicho a Eli que nos vamos.

Hace un rato, Vick y yo hemos enseñado a los señuelos a utilizar las pistolas. Ahora estamos esperando para abandonarlos y correr a las insondables fauces de la Talla.

El miniterminal emite un pitido agudo y Vick se lo lleva al oído para escuchar el mensaje que acaba de recibir.

Me pregunto qué pensara el enemigo de nosotros, de estas personas que la Sociedad rara vez se molesta en defender. Nos abate a tiros y nosotros volvemos a salir como si nuestras reservas fueran inagotables. ¿Parecemos ratas, ratones, pulgas, alguna alimaña imposible de matar? ¿O está el enemigo al corriente del engaño de la Sociedad?

—Prestad atención —dice Vick. Ha terminado de hablar por el miniterminal—. Acabo de recibir un mensaje de un alto funcionario. —Los señuelos murmuran. Tienen las manos manchadas de pólvora y los ojos rebosantes de esperanza. Me cuesta mirarlos. Comienzan a pasárseme palabras por la cabeza, una cadencia familiar, y solo tardo un momento en darme cuenta de lo que hago: estoy recitando para ellos el poema que digo por los muertos.

—Pronto van a llegar señuelos nuevos —dice Vick.

—¿Cuántos? —pregunta alguien.

—No lo sé —responde—. Solo sé que el funcionario dice que van a ser distintos, pero debemos tratarlos como a cualquier otro señuelo y seremos responsables de cualquier cosa que les pase.

Todos se quedan callados. Esa es una de las pocas cosas que nos han dicho que sí ha resultado cierta: si uno de nosotros mata o hiere a otro, los funcionarios se lo llevan. Deprisa. Ya lo hemos visto. La Sociedad lo ha dejado muy claro: no debemos lastimarnos. Para eso ya está el enemigo.

—A lo mejor mandan un grupo grande —aventura un señuelo—. Quizá deberíamos esperar a que lleguen para intentar luchar.

—No —dice Vick en tono autoritario—. Si el enemigo ataca esta noche, nosotros contraatacamos esta noche. —Señala la redonda luna blanca que asoma por el horizonte—. Todos a sus puestos.

—¿A qué creéis que se refería el funcionario —pregunta Eli cuando nos quedamos los tres solos— con eso de que los señuelos nuevos son distintos?

Vick tensa la mandíbula y sé que los dos hemos pensado lo mismo. Chicas. Van a mandar chicas.

—Tienes razón —me dice—. Se están deshaciendo de los aberrantes.

—Y estoy seguro de que antes de nosotros dejaron que mataran a todos los anómalos —añado, y, casi antes de acabar, veo que Vick cierra la mano para darme un puñetazo en la cara. Me aparto justo a tiempo. Él falla e, instintivamente, le doy un golpe fuerte en el abdomen. Él retrocede tambaleándose, pero no se desploma.

Eli ahoga un grito. Vick y yo nos miramos.

El dolor de sus ojos no se debe a mi puñetazo. Ya le han pegado antes, igual que a mí. Sabemos sobrellevar esa clase de dolor. No estoy seguro de por qué ha reaccionado así, pero sé que jamás me lo contará. Yo guardo mis secretos. Y él guarda los suyos.

—¿Crees que soy un anómalo? —pregunta Vick, en voz baja. Eli retrocede un paso y guarda las distancias.

—No —respondo.

—¿Y si lo fuera?

—Me alegraría —digo—. Significaría que alguien ha sobrevivido. O que tengo una idea equivocada de lo que la Sociedad está haciendo aquí...

Vick y yo miramos el cielo. Hemos oído lo mismo, hemos percibido el mismo cambio.

El enemigo.

La luna ya ha salido.

Y está llena.

—¡Ya vienen! —grita Vick.

Otras voces repiten su aviso. Gritan y chillan y en ellas percibo terror, rabia y otro sentimiento que reconozco de otra época ya muy lejana. La alegría de devolver el golpe.

Vick me mira y sé que pensamos lo mismo. Estamos tentados de quedarnos para luchar hasta el final. Le hago un ademán negativo con la cabeza. ¡No! Él puede quedarse, pero yo no pienso hacerlo. Tengo que salir de aquí. Tengo que tratar de reunirme con Cassia.

Veo haces de linternas que se mueven y oscilan. Figuras oscuras que corren y gritan.

—¡Ahora! —exclama Vick.

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