Campos de fresas (11 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Juvenil, Relato

BOOK: Campos de fresas
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Pero se sintió cerca de su objetivo. Tenía un presentimiento.

Lo había tenido desde el mismo momento de asomarse al lugar y ver la cantidad de gente que se movía en él y escuchar su música, dispuesta a machacar toda energía. Allí había de todo. Cuerpos que eran como modelos individuales de la gran fotografía clónica de la especie. Cuerpos embutidos en jerséis de
lycra
y pantalones de nailon cortos o largos, ajustados y andróginos, con muchas cremalleras, colores vistosos, aplicaciones holográficas, fluorescentes, metalizadas, irisadas o plásticas; cazadoras
bombers,
bolsas en bandolera, mochilas de charol a la espalda, gafas de plexiglás, cabellos «divertidos», en punta o dejando espacio a la imaginación, desordenados y locos, tanto como cabezas peladas o con una leve capa de pelo, algún tatuaje ya visible, zapatillas deportivas a la última, con sus cámaras de aire que permitieran variar la presión y situarla en el tono ideal para bailar
techno, rave, house.
La suma expresión de lo sintético.

Era el marco ideal para el loco de Raúl.

Eloy trató de seguir un plan, peinar la enorme nave abandonada de forma rigurosa, para que Raúl no se le escapara por un lado mientras él estaba por el otro, o se cruzaran sin darse cuenta. La ventaja era que aquello no era una discoteca al uso, con poca luz. La desventaja era que podía tener una docena de rincones ocultos, porque por todas partes había columnas, viejas máquinas, barras de bar improvisadas, restos de su antigua función de fábrica. La moda de los
partys
privados ya no dejaba rincón virgen por descubrir.

Buscó algún sitio alto, y lo encontró sin problemas. Dos escaleras con peldaños de hierro subían hasta un primer piso del cual salía una plataforma metálica, enrejillada, que corría paralela a una de las paredes longitudinales. Un perfecto punto de avistamiento.

Tuvo que dar algunos codazos, sonreír a un par de monadas que le sonrieron a él y luego se pusieron a cuchichear en voz alta sin disimulos, y esquivar a uno que ya llevaba la tajada encima, y a otro que se movía con los ojos cerrados, a golpes, brazos en forma de aspas de molino, bailando igual que si estuviese en medio del desierto del Sáhara. Cuando llegó a la escalera subió iniciando ya el reconocimiento de lo que quedaba abajo. La gran pista de baile.

No, Raúl no era de los que se detenían más allá de cinco minutos, lo justo para beber algo, orinar, o tomarse alguna porquería que le permitiera seguir y seguir. Era un loco del baile, un loco de la
mákina,
un perfecto modelo de genuina estirpe. Siempre les había hecho gracia. Incluso a él. Vivía por y para el fin de semana. Eso y las pastillas. El resto de los días no existía. Era una isla entre dos fines de semana. Hasta Máximo era un chico normal comparado con él.

Le pareció que los cuerpos, desde arriba, se retorcían en un infierno sin fuego. Todo se le antojaba artificial. Sin embargo, de no haber sido por el estado de Luciana, él mismo tal vez habría estado allí abajo, bailando, con ella y con todos los demás. No podía sentirse juez de nada.

Pero desde luego ahora lo veía de otra forma.

Con otro sentimiento.

Buscó a Raúl. También eso debía resultar fácil. Siempre iba a la última de su rollo, colores, sensaciones. Claro que allí habría cien o doscientos Raúles y Raúlas. El espectáculo resultaba enorme. La masa humana se movía al mismo compás, con el mismo ritmo, bajo el mismo influjo hechizante, magnético, y muy especialmente hipnótico. Lo curioso es que antes no le daba importancia. Cada cual tenía su rollo. ¿Por qué, de pronto, era como si se sintiese viejo, muy mayor, incluso carca? Había leído que el
bakalao
gustaba a los adolescentes por esa razón: los hipnotizaba, los sumergía en un mundo en el cual no había ideas propias, los globalizaba y los unificaba. No había necesidad de pensar, ni cambiar, sólo dejarse llevar, y llevar, y llevar.

Y cuando el cansancio podía con todo, para eso estaban las pastillas, el éxtasis, el eva, los speeds, los ácidos, las anfetas, los
popperazos,
una larga lista de posibilidades para mantener el cuerpo en forma y aguantarlo todo, absolutamente todo durante veinticuatro, cuarenta y ocho o setenta y dos horas sin dormir.

Llegó a la plataforma, y pasó los siguientes tres minutos mirando abajo de forma sistemática, calculada, hasta que empezaron a dolerle los ojos. Sólo hasta entonces.

Porque de pronto lo vio.

Raúl.

Estaba allí, casi en el centro de la pista, bailando como un loco, como si acabara de empezar en lugar de llevar ya casi un día en ello.

Eloy buscó un par de puntos de referencia para situarle y fue hacia él.

Capítulo 54
Negras: Caballo c7

En el silencio de la sala, la voz de Cinta sonó como un disparo.

—Nosotros lo hicimos.

Santi y Máximo fueron alcanzados por él.

Se miraron el uno al otro.

—Si muere, la habremos matado nosotros —continuó Cinta.

—No es cierto —articuló Máximo.

—Sí lo es —Cinta le atravesó con una mirada de hierro.

—Te podía haber pasado a ti —le dijo Santi—, o a mí mismo, o a Máximo. Le tocó a ella por un golpe de mala suerte. Esas cosas pasan.

—¿Qué excusa es ésa?

Ninguno de los dos le contestó.

—¿Queréis responderme? —exhaló ella revestida de una falsa paz.

—¿Qué quieres, que no salgamos de casa por si nos atropella un coche? —manifestó Máximo.

—Uno hace cosas, y ya está. Se arriesga —dijo Santi—. Siempre nos arriesgamos, con todo. Al respirar, puedes coger algo con la porquería que hay en el aire, ¿o no?

—A ver si te va a dar ahora la neura —continuó Máximo dirigiéndose a su amiga.

—Así que tenemos que olvidarlo y ya está. Como si fuera un accidente.

—Ha sido un accidente —puntualizó Santi.

—Y todos nos sentimos mal por él —le apoyó Máximo—, pero no sirve de nada castigarnos en plan masoca.

—Todos tomamos una, ¿vale?

Cinta fulminó a su novio.

—Ella no quería tomarla.

—Pero la tomó, y no la obligamos —insistió Santi.

—¡Prácticamente se la pusimos en la boca!, ¿lo has olvidado? —elevó la voz la chica.

—Se hizo un poco la estrecha, nada más.

—Ya sabes cómo es Luciana.

—Le gusta hacerse de rogar.

—Eso.

—Además, el que lo lió todo fue Raúl.

—No, Máximo —volvió a hablar Cinta después del puñado de frases sueltas de ellos dos—. Fuiste tú.

—¡Sí, hombre, encima!

—Tú fuiste en busca de Raúl, para que te pasara algo, y luego Raúl trajo a ese tipo, al camello, y después me decidí yo, lo reconozco, ¡yo!, no voy a escurrir el bulto, pero no vengáis ahora con excusas. Todos estábamos allí, y todos somos responsables aunque ninguna justicia nos acuse.

—Vamos, cálmate —le pidió Santi yendo hacia ella.

Cinta lo rehuyó. Puso las dos manos con las palmas abiertas por delante, a modo de pantalla, pero sin mirarle a la cara. Los ojos los tenía fijos en el suelo, en el abismo abierto entre ellos. Toda la tensión que sentía se expandió con ese gesto, abarcando un enorme radio en torno a sí misma.

—Estoy muy calmada —dijo—. Muy calmada.

Pero los dos sabían que no era así, que las emociones volvían a flotar, a salir por los resquicios y las grietas de su ánimo. Y tanto o más que la verdad de las palabras de Cinta, temieron la inminente explosión que iba a llevarles de nuevo a la crispación.

La cuenta atrás fue muy rápida.

Capítulo 55
Blancas: Torre h1

Le puso una mano en el hombro a Raúl, y le pareció tocar un arco voltaico rebosante de electricidad.

El muchacho se volvió, quedó frente a él, pero sin dejar de moverse, siguiendo el ritmo.

Lo reconoció.

—¡Eloy!

Y se le echó encima, abrazándolo. Eloy no pudo hacer nada para evitarlo, ni para apartarlo. Raúl tenía los ojos muy abiertos, el rostro congestionado, la huella de las hormigas mordiéndole el trasero, la energía de cuanto llevara en el cuerpo disparando todas sus reservas.

Lo aprovechó para intentar sacarlo de allí.

—¡Eh, eh! ¡Qué sorpresa! ¿Qué haces aquí? ¿Están todos? ¡Puta madre!, ¿no? ¡Puta madre, tío!

Estaba muy pasado, muchísimo. Probablemente habría empezado con alcohol el viernes por la noche, para darle a las pastillas de éxtasis de madrugada, tal vez un poco de coca aquella misma mañana y ahora, quizás, acabara de pegarse un
popperazo,
por lo de reírse y no parar de moverse, que eran sus efectos. Aquella noche podía seguir con
speed,
y vuelta a las pastillas de nuevo de madrugada, sólo que entonces comidas, inhaladas en polvo o disueltas en alcohol, para aguantar definitivamente la subida final del domingo.

Raúl se gastaba de veinticinco a treinta mil pesetas cada fin de semana en toda esa porquería.

No sabía de dónde las sacaba, porque, desde luego, no trabajaba.

Continuó llevándoselo de allí, hasta que él se dio cuenta de ello.

—¿Qué haces? ¿Adónde…?

No pudo evitarlo. Se movía sin parar, pero sus fuerzas estaban encaminadas a esa acción, no a intentar detener a Eloy, y menos a resistirse a su furia.

—¡Eloy, tío!

—Vamos fuera.

—Pero…

—¡Fuera!

Continuó riéndose y bailando, aunque ahora, sujeto por Eloy, más bien parecía un muñeco articulado, una marioneta. Su rostro se convirtió en una mueca, pero ya no se resistió. Atravesaron la marea de cuerpos sudorosos bajo la cortina sónica y llegaron a la puerta. Alguien les puso un sello invisible, para poder volver a entrar. Luego salieron fuera.

Eloy no se detuvo hasta haber andado unos veinte metros, a la derecha de la nave, en una zona en la que no había nadie cerca. Entonces empujó a Raúl contra la pared.

—¡Eh, me has hecho daño! —protestó el chico aún riendo.

—¿Tienes una pastilla como las que tomasteis anoche?

—¿Para eso me sacas fuera? Jo, qué morro!

—¿La tienes? —gritó Eloy.

—¡No! —por primera vez Raúl dejó de reír, aunque los ojos siguieron desorbitados y se le quedó un tic en el labio inferior—. ¿Qué pasa contigo, eh?

—Luciana está en un hospital, en coma.

—¿Qué?

Lo había oído, pero en su estado las cosas difícilmente le entraban a la primera.

—¡Luciana está en coma en un hospital, por la mierda que os tomasteis anoche!

—Jo… joder, tío —parpadeó.

No, ya no reía.

—Raúl, esto es serio —dijo Eloy—, necesito una de esas pastillas. Tal vez ayude a Luciana.

—¿Ayudarla? ¿Cómo?

—¡No lo sé! —se sintió desfallecido—. ¡Los médicos no saben de qué estaba hecha! A lo mejor…

Comprendió que estaba dando palos de ciego, empeñado en una búsqueda extraña, probablemente inútil, aunque en parte había seguido haciendo aquello por la misma razón del comienzo: no quedarse quieto, moverse, hacer algo, escapar.

¿Lo mismo que Raúl?

No, era distinto.

—¡Dios mío, Luciana…! —gimió Raúl resbalando hacia el suelo de espaldas a la pared.

Eloy apartó sus ojos de él. Había deseado pegarle, descargar su ira, toda su frustración.

Ahora ya no sentía ganas de hacerlo.

No sentía nada.

La misma voz del caído se le antojó muy lejana cuando dijo:

—Oye, sé… dónde para ese tío, el camello. Él sí tiene pastillas de esas. Todas las que quieras.

Eloy volvió a mirarle.

Capítulo 56
Negras: Reina x g7

No era una pelea, era más bien la liberación de todas las tensiones, de todas las frustraciones, de toda la impotencia. Máximo ya no hablaba, tenía miedo de que a Cinta le diera un ataque de histeria imparable. Santi era el que intentaba calmarla, sin mucho éxito.

—¡Por favor, Cinta, vas a hacer que todos los vecinos se enteren y te caerá una buena!

—¡Yo no quiero que se pase el resto de la vida así, en una cama! ¡No lo resistiré!

—¡Cinta!

—¡Hoy teníamos que ir a ver la última de Brad Pitt! ¡Y está allí! ¡Y a lo peor ya se ha muerto! ¡Y yo no quiero que se muera! ¡No quiero!

—Dale algo, tú —pidió Máximo.

—¡Sí, hombre! —protestó Santi—. ¿Qué te crees, que yo vivo aquí y sé dónde está todo?

—¡Si me tocáis, grito! —anunció Cinta.

Máximo se apartó aún más.

—Si lo sé no vengo —rezongó.

—¡Cobarde! —le insultó Cinta—. ¿Vas a pasarte el resto de la vida ignorando esto, fingiendo que no ha pasado nada? ¡Pues ha pasado!

—¡Yo no digo que no haya pasado, sólo digo que así no resolvemos nada!

—¡Cállate! —ordenó ella.

—Deberíamos llamar al hospital —propuso Santi, asustado por el estado de su novia—. Seguro que ya está bien y nosotros aquí…

—¡Mierda! —llegó al límite Cinta—. ¿Por qué lo hicimos? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué…?

Iba a volver a llorar, dejándose arrastrar por los nervios, abandonándose por completo, y en ese momento sonó el teléfono.

El zumbido los alarmó a los tres.

Les paralizó el corazón, y la mente.

Se miraron entre sí, asustados, y tras la primera señal, llegó la segunda, y la tercera.

—Serán tus padres… —el primero en hablar fue Santi, indicando así que no podía cogerlo él.

—Déjalo —dijo Máximo—. Como si no hubiera nadie. Tal vez sea un vecino, como ha dicho antes Santi.

—Es del hospital —balbuceó Cinta.

Sus palabras los atenazaron aún más.

El timbre sonó por cuarta vez.

Y por quinta.

Cinta se movió hacia el aparato. Vaciló durante el sexto zumbido.

—No —susurró Máximo.

—Son tus padres, seguro —insistió Santi.

Ella atrapó el auricular con la séptima señal.

—¿Sí? —musitó débilmente.

—¿Cinta? ¡Maldita sea, creí que no estabais!

—¿Eloy?

Los otros se le acercaron.

—Oye, ¿están contigo Santi y Máximo?

—Sí.

—¡Bien! —los tres le oyeron gritar por el pequeño auricular telefónico—. Escucha, os necesito y rápido. ¡Sé dónde encontrar al tío que os vendió anoche las pastillas! ¡Necesitamos una!, ¿vale? Hay que intentarlo, por Luciana. Por pequeña que sea la esperanza de que eso la pueda ayudar… Pero yo no puedo ir solo, tenemos que ir todos.

Cinta miró a los otros dos. La histeria desaparecía. Ahora todos tenían algo que hacer.

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