—Espere, no se retire.
Esperó, unos largos segundos. El corazón se le aceleró en el pecho a medida que se aproximaba el momento de la verdad. Tuvo que pasar otro filtro más. De pronto escuchó la voz de Norma.
—¿Sí?
—Soy Eloy —cerró los ojos y mantuvo todo su ser en vilo.
No tuvo que preguntar nada.
—Sigue igual.
—¡Ah!
—¿Dónde estás?
—No te lo creerías —suspiró.
—¿Por qué?
—Ando detrás del tío que les vendió esas mierdas.
—¿Qué?
—Es igual, déjalo. Supongo que no es más que una forma de hacer algo, aunque…
—Eres increíble.
—Dile que la quiero.
—Vale.
—Pero díselo, ¿eh? Yo creo que…
—Lo haré, tranquilo. Ahora está Loreto con ella.
—¿Loreto?
—Ha venido, sí.
Llenó los pulmones de aire. El teléfono se puso de pronto a dar señales de que el dinero se estaba acabando. Y ya no tenía más que decir.
—Esto se corta, adiós.
—Adiós, Eloy.
Se quedó con el auricular en la mano y la señal de la línea cortada zumbando entre los dos.
Fue al detenerse el taxi en un semáforo cuando Cinta rompió el silencio.
—Eloy es alucinante.
—¿Por qué? —preguntó Santi.
—¿Tú qué crees? —lo dijo como si pareciera evidente—. Sale del hospital esta mañana hecho una furia, con Luciana medio muerta, y se mete a buscar al tío que anoche… —miró al taxista y no siguió hablando.
—Pero tiene razón —intervino Máximo—. Si conseguimos una pastilla de esas…
—Los médicos están bastante despistados, ¿no? —manifestó Santi.
—A mí me da un poco de miedo, por no decir mucho —plegó los labios Cinta.
—¿Miedo?
—Yo estoy en coma, y tú te encuentras cara a cara con el tío que me ha dado eso. ¿Qué haces, le dices que necesitas otra pastilla para ver si así me salvas o le das de hostias?
Santi parpadeó.
—Oye, ¿no irás a pensar que Eloy…? —dudó Máximo.
—Sólo digo lo que hay —repuso Cinta.
—Pero lo importante es conseguir esa pastilla —convino Santi.
—Ya, nos acercamos y le pedimos una. ¿Crees que el tío va a estar tan normalito?
—De entrada, el tío no sabe que tú estás en coma —dijo Santi—, así que normalito sí va a estar.
—Otra cosa es que tras conseguir la pastilla, si es que Eloy tiene la suficiente sangre fría como para esperar, después… —aventuró Máximo.
—¡Eh!, no somos héroes de cómic —dijo Cinta.
—¿Has visto cómo se ha puesto Eloy esta mañana con nosotros? —puso el dedo en la llaga Máximo—. ¿Te imaginas con ese camello?
Cinta volvió a mirar al taxista. Parecía muy ocupado controlando el tráfico de última hora de la tarde.
—Esas personas son peligrosas —advirtió Santi.
—¿Ése? No era más que un mierda —dijo Máximo con desprecio.
—¿Y si lleva un arma?
—Oye —Máximo miró a Cinta—, ¿qué te crees, que esto es Nueva York o qué?
—Bueno, sea como sea nosotros somos cuatro —terció Santi.
—Me sigue dando miedo Eloy. Está loco por Luciana.
Ese pensamiento los mantuvo en silencio en los instantes siguientes. El taxi se paró en un nuevo semáforo. El taxista les lanzó una mirada distraída por el retrovisor interior. La detuvo sobre ella, bastante rato, casi todo el que duró la espera ante el semáforo. Cinta se la acabó devolviendo, y el hombre retiró sus ojos.
—¡Vamos ya, que está en verde! —protestó levantando una mano en dirección al vehículo que le precedía.
Por primera vez en todo el día, estaba quieto.
Podía pensar.
Deseó no hacerlo, y que los otros tres llegaran de una vez para ponerse en marcha. Por eso les había citado cerca de su destino tras llamarles por teléfono, aunque había llegado antes. Probablemente ellos aún tardarían unos minutos. Demasiados.
¿Y si hubiera ido solo?
No, qué estupidez. Se lo había repetido ya una docena de veces. Los necesitaba. De entrada porque él no conocía al camello, y Máximo sí. Y también porque cuando lo tuviese delante…
¿Qué haría cuando lo tuviese delante?
Lo más importante era Luciana, conseguir una pastilla. Pero aquel cerdo era el causante de que ella estuviese como estaba. Era como si la hubiese matado, aunque…
No, no era cierto. El camello no era más que un eslabón de la cadena. Y el último, el decisivo, eran ellos.
Ellos decidían comprar, y tomársela. Ellos y nadie más que ellos.
Un juego divertido.
Para eso se es joven, para probar cosas, para experimentar.
Para eso y para desafiarlo todo.
¿O no?
Anduvo inquieto por la esquina. Parecía idiota. Un idiota de diecinueve años. ¿Por qué todas las reflexiones surgían después de que las cosas hubieran pasado? ¿Por qué los ataques de madurez, y los sentimientos, y las prevenciones, y el sentirse carca, y…?
La confusión lo invadía como una marea negra.
Impregnándolo todo.
De acuerdo, darían con ese cabrón, compraría una pastilla, apretaría los puños y las mandíbulas, se tragaría su odio, sus deseos de venganza, y luego irían al hospital y llamarían a la policía. Por ese orden. Existía la ley.
Aunque nada, ni siquiera esa ley, podría ayudar a Luciana a volver a la vida.
Siguió caminando arriba y abajo, inquieto, mientras los coches pasaban por su lado llenándole de humos y ruidos. Ningún taxi se detuvo en la calzada. Volvía a moverse para no pensar, para seguir activo.
Lo peor llegaría más tarde, cuando tuviera que parar.
Entonces estaría probablemente tan muerto en vida como Luciana.
—Eso debe quedar por aquí, ¿no? —dijo Santi mirando por la ventanilla.
—Supongo, no sé —hizo lo mismo Máximo.
—Ahí delante —les indicó el taxista—. Pasado el próximo semáforo.
—Bueno —suspiró Cinta.
Los dos chicos la miraron a ella, como si fuera la jefa o tuviera algo más que decir.
—¿Qué hacemos? —quiso saber Santi al ver que su novia no seguía hablando.
—¿Qué quieres que hagamos?
—No sé. Una vez que nos reunamos con Eloy…
—Todos estamos fastidiados —reconoció la muchacha—, pero esto es de Eloy, así que lo único… tratar de que no haga nada… En fin, ya me entendéis.
—Va a ser muy complicado.
—¿Tú estás bien? —Santi le cogió una mano.
No se habían tocado desde que estuvieron en la cama juntos.
—Sí.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad.
No lo estaba, pero ahora al menos no se sentía como en su casa, con aquella presión y aquel miedo, pensando en Luciana.
Incluso agradeció el contacto lleno de calor de Santi.
El taxi recorrió el último tramo de calle.
—¡Ahí está Eloy! —Máximo fue el primero en verlo.
Eloy ya había visto el taxi, primero porque su velocidad decrecía, después por el intermitente indicando que se detenía, y, finalmente, porque sentados detrás contó tres cuerpos. Cuando el vehículo se detuvo, abrió la puerta. Máximo fue el primero en bajar, seguido de Cinta que iba en medio. Santi estaba pagando la carrera.
—¡Jo, tío! —expresó su liberación de tensión Máximo—. ¿Cómo te lo has montado?
—Por Raúl.
—¿Has localizado a Raúl? —abrió los ojos Cinta.
—Primero he estado en casa de Paco y Ana, y después lo he pillado a él. Le hubiera traído conmigo de no haber estado completamente ido.
—Lo suyo es demasiado —reconoció Máximo.
Santi ya estaba fuera. El taxista les dirigió una última mirada, sobre todo a ella, y luego arrancó alejándose de allí.
Se quedaron solos.
—¿Dónde está? —quiso saber Máximo.
—En una discoteca llamada Popes, aquí cerca.
—No la conozco —plegó los labios Santi.
—Es de barrio, quinceañeros y gente así —le informó Eloy.
—¿Seguro?
—Raúl me ha dicho que sí, que a esta hora y en sábado suele estar siempre ahí.
—¿Y de veras crees que saber lo que hay en una pastilla de esas puede ayudar a Luciana? —repitió Cinta la misma duda que aquella mañana.
—El médico lo dijo, ¿no? ¿Se os ocurre algo mejor para ayudarla?
Ninguno tenía una respuesta válida. Eso zanjó el tema.
Quedaba, tan sólo, dar el primer paso.
—¿Qué hacemos?
Se miraron los cuatro. Las diferencias de la mañana habían desaparecido. Eran cuatro amigos unidos por las circunstancias, pero también por algo surgido más allá de ellas. Algo que sólo conocían ellos mismos, igual que lo conocían todos los que compartían un mismo sentimiento común en la adolescencia.
Por lo general, ese sentimiento se desvanecía después.
Aunque eso aún no lo sabían, lo intuían por la vida de sus padres.
—Vamos ya, ¿no?
—Espera —le detuvo Cinta.
Eloy sintió la presión de la mano de su amiga en el brazo. Se detuvo y la miró a los ojos. Los tenía enrojecidos, y no era necesario preguntar por qué.
—Tranquila —musitó comprendiendo el tono de su inquietud—. Lo primero es Luciana.
Entonces Cinta lo abrazó.
Un abrazo cálido, de corazón, preñado de emociones sin medida. Y él le correspondió con la misma intensidad.
Fue lo último antes de que los cuatro echaran a andar calle arriba.
—Inspector.
Vicente Espinós centró la mirada en Lorenzo Roca saliendo de su larga abstracción, una más en los últimos minutos. El policía llevaba unas anotaciones hechas a mano.
—¿Lo tienes?
—El Calígula Ciego y el Marcha Atrás son discotecas nocturnas de gente guapa —comenzó a decir Roca—. Se animan a partir de las dos de la madrugada. Antes… —puso cara de asco—. El Peñón de Gabriltar es un bar musical con algo de ambiente putero, hay reservados y todo eso, aunque al parecer la clientela es selecta porque las chicas están bien. El Popes es una discoteca de tarde y noche, o sea, que a esta hora hay niños y niñas bien, y más tarde van sus hermanos y hermanas, o sus padres. Por último, La Miranda, es un bar de esos fríos, pero que también se llena pasadas las tantas.
Vicente Espinós evaluó la información facilitada por su subordinado.
Despacio.
—O sea que, de los cinco, sólo en uno hay animación ahora mismo —expresó sus pensamientos en voz alta.
—En el Popes, sí —le respondió Roca como si hablara con él.
—¿A qué hora cierra ese local?
—A las diez. Justo para que los nenes y las nenas vuelvan a casita. Reabren después, a eso de las once. De cinco, uno.
No se trata de instinto o intuición, sino de un hecho.
—El Mosca puede ir a uno de ellos esta noche, así que habrá que vigilarlos todos, pero ahora… —miró a Roca, decidido—, no perdemos nada probando.
—¿Nos vamos, jefe?
Se puso en pie. Agradecía salir de allí. Los casos se resolvían en la calle, aunque no había nada como «la oficina» para pensar en ellos y reunir los datos y la información necesarios. Lorenzo Roca fue a por su chaqueta. Los dos se encontraron en la puerta del departamento.
—¿Quién cree que ganará mañana? —se encontró con la inesperada pregunta de Roca.
La diferencia entre el Popes y la nave en la que había encontrado a Raúl era manifiesta, y no sólo por el espacio, a pesar de que la discoteca también era bastante grande y tenía dos niveles. Allí los chicos y las chicas transpiraban todavía leche materna, o al menos así se lo parecía. No hacía más de cuatro años que él era también así, pero se le antojaba una gran lejanía en el tiempo. A veces incluso se preguntaba cómo había podido comportarse así, tan absurdamente loco.
¿O era que se sentía «mayor»?
¿Absurdamente mayor?
Contempló la fauna de
bollycaos,
ellas abriéndose a la vida en plan peleón, dispuestas a comerse el mundo, luciendo la esbeltez de sus cuerpos, la longitud de sus piernas emergiendo de sus breves faldas o pantaloncitos muy ceñidos, la belleza de sus cabelleras típica de spot publicitario, lo último en moda, la audacia para combinar colores y sensaciones, y sin los protectores de los dientes que guardaban en los bolsos o las chaquetas para volver a ponérselos al llegar a casa, fumando, convertidas en depredadoras cuando iban en grupo ya que la fuerza las hacía estallar, o entregadas al amor en el caso de que compartieran tempranamente su espacio vital con un chico; y ellos ocultando sus inseguridades o luciendo su buena planta y, por tanto, sus argumentos de dominio, mirándolas y dejándose mirar, ofreciendo lo sano de sus vidas aún sin malear, con el vaso de algún brebaje en la mano, igual que si en lugar de sostenerlo fuese él quien los sostuviera a ellos. Y en suma, todas y todos, bailando, bailando sin parar, porque para eso se suponía que estaban allí.
Bailando para divertirse y romper con todo.
—¡Qué movida!, ¿no?
Eloy miró a Máximo. Parecía haberse olvidado también de que ellos eran igual cuatro años atrás, incluso menos, tres… o tal vez dos.
—Primerizos —comentó Santi.
—¡Menuda guardería! —continuó Máximo.
—¿Por dónde empezamos?
Eloy estaba al mando. Nadie se lo discutía.
—Vamos arriba, a ver si lo vemos —empleó la misma táctica que en la nave—. Si está vendiendo, lo que no va a hacer es estar en la pista, y fuera no lo hemos visto.
—De acuerdo —gritó Cinta para hacerse oír por encima de la música.
Eloy abrió el camino hacia arriba.
Mariano Zapata puso el punto final y se apartó de la pantalla del ordenador echándose para atrás. Suspiró feliz, orgulloso de su obra, pero no perdió el tiempo refocilándose en ese orgullo. Miró la hora, y luego manipuló el teclado para ver el artículo desde el principio. Empezó a leerlo para sí mismo, pero en voz alta. Primero el titular, directo, contundente:
«BAILANDO CON LA MUERTE».
Después los antetítulos:
«Una joven de dieciocho años en coma por el eva», «Las drogas de diseño se disparan entre la juventud»
y
«Desconcierto médico ante los pocos datos de las nuevas drogas juveniles».