Caribes (14 page)

Read Caribes Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, #Histórico, #Aventuras

BOOK: Caribes
3.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

Constituía en verdad un personaje adorable aquel hombrecito de ojos burlones y cara de ratón vivaracho, y el canario pasó a su lado algunos de los mejores momentos que recordaba, puesto que la plácida existencia en el corazón de la espesura le permitió tomarse un merecido descanso tras el complejo cúmulo de dramáticos acontecimientos de que había sido forzado protagonista en los últimos tiempos.

Llegó incluso a plantearse la posibilidad de quedarse a vivir para siempre en aquel lugar, lejos del sinnúmero de peligros que parecían acecharle más allá del bosque, olvidando definitivamente su origen y su pasado, y aceptando convertirse en un salvaje preocupado tan sólo de subsistir aprovechando cuanto la Naturaleza ponía tan cómodamente al alcance de su mano.

Volvía la vista atrás y tomaba plena conciencia de que aparte de su corta y maravillosa relación con la alemana, su existencia anterior no le había ofrecido jamás motivo alguno de felicidad ni razón lógica por la que desear recuperarla, ya que perseguir cabras de un vizconde por los riscos de la Gomera, no constituía a todas luces un destino mucho mejor que pescar o cazar monos a orillas de una laguna de la selva.

Por otra parte, destruido el
Seviya
, había perdido por completo toda esperanza de regresar a su patria, y ni siquiera le quedaba el consuelo de imaginar que el almirante Colón cumpliría algún día su promesa de volver a buscarle, puesto que no tenía ni la menor idea de dónde se encontraba, ni en cuál de los infinitos rincones de este mundo habían quedado las ruinas del desdichado «Fuerte de La Natividad».

A ese respecto, el astuto
Camaleón
, no había conseguido mostrarse muy explícito, puesto que todo lo que admitía saber sobre el lugar en que habitaba, era que se componía de tres partes: selva, cielo y mar, y que sus lejanísimos antepasados habían llegado del cielo viniendo por el mar, y que el día de mañana su espíritu atravesaría de nuevo ese mar para ascender por el cielo y habitar en él cabeza abajo, dado que en realidad el Universo era como una inmensa bola hueca, en la que los vivos ocupaban una parte y los muertos la opuesta.

Para su gente, el horizonte no era más que el punto de unión física entre cielo y mar, y las estrellas el fuego de las chozas de quienes se encontraban allá arriba, y que al esconderse el sol necesitaban, como los vivos, una luz con la que iluminarse y espantar los demonios.

De todos esos demonios, el peor era sin duda el taimado tamandúa disfrazado de oso hormiguero, capaz de penetrar por las noches en las viviendas, introducir su afilado hocico en el sexo de las mujeres y hurgarles con su larguísima lengua en las entrañas para llevarse pegado a ella al hijo que estuvieran aguardando.

—A muchas les ha ocurrido —señalaba el indígena convencido—. Y por ello, nada hace más feliz a una mujer que un colmillo con la curvatura justa para proteger por la noche la entrada a su cueva. Está comprobado que al tamandúa tan sólo le detiene el diente del caimán… —se golpeó el pecho con el dedo orgullosamente—. Y yo soy quien los busca.

Un mundo tan sencillo, y en el que cabía la posibilidad de dejar transcurrir las horas sentado bajo un florido araguaney viendo caer la lluvia, pescando y observando las idas y venidas de los monos y los ibis, ofrecía, por lo tanto, un innegable atractivo para alguien que había pasado ya por demasiadas vicisitudes, y se sentía profundamente cansado de luchar por la supervivencia.

A punto ya de hacerse un hombre, el canario
Cienfuegos
creía a pies juntillas haber visto y padecido ya todo lo malo de esta vida, y no se sentía por tanto, con ánimos como para lanzarse una vez más a la aventura.

Por todo ello, la mañana en que su enteco amigo alzó él rostro, estudió el cielo y sentenció que había llegado el momento de abandonar la selva y emprender el largo camino de regreso a la costa, advirtió que le embargaba una profunda sensación de amargura al tener que plantearse el dilema de continuar para siempre a solas con los lagartos, o correr una vez más el riesgo de enfrentarse a los mil peligros y penalidades que le aguardaban más allá de la protectora barrera de los árboles de la verde floresta.

Pasó una mala noche, pero amaneció convencido de que jamás conseguiría burlar a los hados que marcaban su errante destino, y no le quedaba por tanto otro remedio que emprender una vez más su eterna caminata en busca de la nada.

A los pocos días de establecerse en el endeble «Fuerte de Santo Tomás», Alonso de Ojeda llegó a la conclusión de que las posibilidades de defensa de su desmoralizada guarnición frente a un inminente ataque de los miles de guerreros del astuto Canoabó resultaban ridículamente escasas, y que la política del almirante constituía a todas luces un auténtico suicidio, dado que cuanto más tiempo permanecieran encerrados debilitándose por el hambre y las enfermedades, más se fortalecerían y envalentonarían sus enemigos.

Tomó por lo tanto una decisión muy propia de su audaz temperamento, y un caluroso mediodía salió por la puerta principal al mando de nueve de sus más intrépidos caballeros, encaminándose al son de cornetas y fanfarrias al campamento en que el feroz cacique aguardaba el momento oportuno de barrer de la faz de la isla a los barbudos y molestos invasores.

El encuentro entre ambos líderes debió ser emocionante, impresionado el español por el poderío del haitiano y la prodigiosa belleza de su altiva esposa, Anacaona, y deslumbrado el indígena por el desmesurado valor del pequeño extranjero, su brillante armadura y, sobre todo, la magnífica estampa de su briosa yegua.

Hablaron de paz y amistad, pero no consiguieron llegar a acuerdo alguno, ya que Canoabó exigía el inmediato reembarque de todos los intrusos, y el de Cuenca la rendición incondicional de los diez mil guerreros nativos.

Por último, y advirtiendo la obsesión que el indígena parecía tener con los caballos, Ojeda le invitó a montar dándole a entender que con ese gesto se equipararía en grandeza al mismísimo Colón, lo que le valdría sin duda el respeto y la envidia de los restantes caciques de la isla.

La tentación debió ser demasiado fuerte para un hombre que aspiraba a gobernar en solitario sobre todo su mundo conocido, por lo que al poco acabó aceptando someterse al supuestamente necesario rito de bañarse en el cercano río antes de trepar a la nerviosa montura.

Acompañado tan sólo por un centenar de guerreros, el orgulloso Canoabó se introdujo, por tanto, en el agua, se restregó la mugre y accedió a que el español le colocara en las muñecas los relucientes grilletes que, según él, constituían un aditamento imprescindible para todo soberano que cabalgase y pretendiese ser reverenciado por sus súbditos.

Convencido el salvaje, y cuando el caballo comenzaba a dar los primeros pasos, Alonso de Ojeda trepó de un inesperado salto a su grupa, se abrazó fuertemente al cautivo, y clavando con rabia las espuelas, partió al galope seguido por sus hombres que descargaban ruidosamente sus armas de fuego, mientras los atónitos guerreros observaban, impotentes, cómo raptaban a su jefe ante sus propias narices.

Cuando tras un peligrosísimo viaje de más de una semana atravesando selvas, ríos y montañas, el conquense penetró al fin en Isabela para arrojar a los pies del virrey al sanguinario y temido Canoabó, nadie daba crédito a tamaña muestra de osadía, e incluso el propio Colón se sintió molesto al comprender que, pese a haberle hecho el inmenso favor de librarle de su peor enemigo, el pequeño y carismático capitán de sus ejércitos se había convertido, de la noche a la mañana, en su más directo rival a la hora de ejercer una autoridad indiscutible ante el conjunto de sus súbditos.

Cuentan las historias, que durante los largos meses que Canoabó permaneció encadenado a la puerta de palacio hasta que murió durante su viaje a España, siempre contempló con profundo desprecio al almirante sin aceptar ponerse en pie en su presencia mientras que, por el contrario, en cuanto el pequeño Ojeda hacía su aparición se erguía para rendirle pleitesía reconociéndole como su amo y vencedor.

Cuando trataron de hacerle comprender su error indicándole que ante quien realmente debía inclinarse era ante Colón, su respuesta fue tajante:

—Colón no es más que un cobarde que envía a sus hombres a la muerte, mientras que, Ojeda, se atrevió.

Resulta comprensible, por tanto, que a partir de aquel momento la colonia se dividiera en dos facciones; la de los que opinaban que el valiente capitán representaba el auténtico espíritu de la conquista, y los que insistían en que el virrey continuaba detentando la autoridad suprema por graves y evidentes que fueran sus errores.

Una vez más, el viejo vicio hispánico de tomar partido por algo o alguien se ponía dolorosamente de manifiesto.

—Colón debería marcharse de una vez por todas y no volver más a Isabela —sentenció por ello Luis de Torres una calurosa mañana en que había acudido a ayudar a la alemana en las duras tareas de la granja—. Su presencia no causa más que malestar e inquina, y ya en las esquinas comienza a hablarse de una auténtica rebelión en toda regla.

—No habrá rebelión mientras Ojeda no acepte encabezarla, y es demasiado noble como para permitir siquiera que se mencione tal cosa en su presencia —replicó segura de sí misma Doña Mariana Montenegro—.

Ese muchacho es uno de los hombres más hermosos de rostro y espíritu que existen. ¡Lástima que sea tan pequeño!

—¿Os haría olvidar a
Cienfuegos
si tuviera una cuarta más?

Ella sonrió divertida al tiempo que le obsequiaba con un enorme huevo que acababa de recoger del ponedero.

—¡En absoluto! Ni cien Ojedas conseguirían que les dedicara un solo pensamiento, pero ello no impide que reconozca que es un hombre como pocos.

—Aseguran que el día que la Reina visitó la iglesia mayor de Sevilla, Ojeda, que era entonces apenas un muchacho, avanzó en equilibrio por un mástil a más de cincuenta metros del suelo, llegó al extremo, giró sobre un pie, saludó a su Majestad y haciendo una pirueta, regresó con tanta tranquilidad como si estuviese caminando por mitad de la calle.

—Me recuerda a alguien que también parece ignorar las leyes físicas —musitó la alemana con un leve deje de nostalgia—. El también desafiaba al vértigo correteando por el borde de los acantilados o saltando abismos como si se tratara de una zanja. Harían buenas migas.


Cienfuegos
hacía buenas migas con todos.

—Espero que siga haciéndolas.

Habían tomado asiento en un banco de piedra que corría a todo lo largo de la fachada de la choza, y la alemana clavó la vista en el mar que se distinguía en la distancia al tiempo que acariciaba las orejas de un diminuto conejo gris fruto de la última camada.

—Daría diez años de vida por saber dónde se encuentra y si algún día volveré a verlo. De día aún puedo aferrarme a la esperanza, pero las noches se hacen tan largas…

—Lo comprendo —admitió el converso golpeándole con respetuoso afecto el antebrazo—. Es mucho tiempo ya, pero el otro día estuve hablando con «maese» Juan de la Cosa, que acompañó al almirante en su último viaje a las costas de Cuba. Vieron tantas islas y tantos lugares desconocidos, que a menudo me pregunto si no resultaría posible que
Cienfuegos
se encontrara en cualquiera de ellos. ¡Es todo tan inmenso!

—¿Pero cómo pudo llegar hasta allí? —quiso saber ella—. ¿Cómo abandonó «La Española»?

—Lo ignoro, pero al igual que vos, continúo confiando en que lo hiciera. —Se puso en pie y fue a apoyarse en el poste que sostenía el cañizo que daba sombra al porche—. Sabemos ya de varios grupos que han desertado abandonando la isla en pequeñas embarcaciones buscando ese oro del que tanto se habla, y si otros lo han conseguido, tened por seguro que
Cienfuegos
lo hizo.

—¿Ya no me aconsejáis, por tanto, que regrese a casa?

El otro señaló a su alrededor con un amplio gesto y una sonrisa.

—Vuestra casa está aquí, o dondequiera que exista la esperanza de que algún día
Cienfuegos
pueda regresar.

—La miró de frente y sus aguzados ojos brillaron de una forma muy extraña—. Me consta que vuestro destino no es otro que esperar, y el mío tener paciencia.

Se hizo un largo silencio durante el cual Doña Mariana Montenegro permaneció profundamente pensativa, y por último, dejando en el suelo el gazapo que corrió de inmediato a reunirse con los suyos, alzó el rostro y contempló a su interlocutor sin pestañear siquiera.

—Os aprecio mucho, Don Luis —dijo serenamente—.

Sois la persona por la que más afecto y respeto siento en estos momentos, pero hay algo que debéis tener presente por muchos años que transcurran: Nunca, bajo ninguna circunstancia, podré pertenecer a otro hombre. Ni el agradecimiento, ni el cariño, ni aun el interés cambiarán nunca mi decisión, puesto que mi entrega es tan absoluta que no está sólo en mi corazón y mi cabeza, sino incluso en cada poro de mi piel. Yo ya no soy ni seré nunca una mujer: soy un pedazo de
Cienfuegos
que por circunstancias adversas se encuentra físicamente apartada de él.

—Lo sé.

—No os extraña, por tanto, mi actitud, ¿verdad?

—En absoluto —fue la sincera respuesta—. Tan sólo la admiro.

—No busco admiración —señaló ella acudiendo a su lado—. Tan sólo amistad y compañía. En ocasiones, una vez quizás en el transcurso de toda una generación, se dan casos como éste, en que el amor se convierte en algo tan limpio, hermoso y profundo, que se transforma incluso en algo mágico frente a lo cual cualquier otro tipo de consideración no merece ser tenida en cuenta. —Le acarició la mano con afecto—. A mí me ha tocado la suerte o la desgracia de vivirlo —añadió—. Pero podéis tener por seguro que no cambiaría esta sensación que pretendo que me acompañe hasta la tumba, ni por todas las coronas de Europa…

El converso fue a responder, pero le interrumpieron unos gritos que llegaban del bosque, y cuando se volvieron hacia allí, alarmados, fue para distinguir la renqueante figura del cojo Bonifacio que se aproximaba a toda prisa arrastrando su pierna mala, sudoroso y desencajado.

—¡Señora! —gritaba casi histéricamente—. ¡Señora! ¡El capitán!

Corrieron hacia él que, al verles venir, se apoyó contra un árbol para dejarse caer al suelo y sin fuerzas más que para repetir una y otra vez como un poseso.

—¡El capitán! ¡Lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Es el capitán!

Other books

Shannon by Shara Azod
The Juliette Society by Sasha Grey
The Loves of Ruby Dee by Curtiss Ann Matlock
From a Dead Sleep by Daly, John A.
Bad Boy Dom by Harper, Ellen