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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, #Histórico, #Aventuras

Caribes (11 page)

BOOK: Caribes
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El virrey no quiso correr riesgos manteniendo un enfrentamiento desigual con los salvajes, por lo que decidió abandonar la ciudad al frente de lo más escogido de sus hombres de armas con gran despliegue de caballería, estandartes y artillería encaminados a impresionar a unas pobres gentes que jamás se habían enfrentado anteriormente a semejante derroche de parafernalia militar.

Como gobernador interino de Isabela dejó a su hermano Diego, quizás el ser humano más pusilánime e inadecuado de cuantos podían ejercer tal cargo, y tras una pesada y difícil marcha a través de las montañas, alcanzó al fin la vega alta, en la que fundó una pequeña fortificación a la que puso por nombre Santo Tomás, dejando de guarnición cincuenta hombres.

Aquello era al parecer cuanto necesitaba Canoabó para convencer a los últimos caciques renuentes a la rebelión de que los extranjeros venían decididos a aniquilarles, por lo que al poco estallaron las primeras hostilidades al tiempo en que Isabela aumentaba día a día el descontento de quienes prácticamente se morían de hambre mientras los víveres enviados por los reyes se pudrían en los almacenes de los hermanos Colón.

La imprevisible reacción del almirante ante las protestas fue imponer brutalmente la ley de la fuerza ajusticiando a los más destacados cabecillas de la revuelta y apaleando al resto, lo que le costó enfrentarse al influyente padre Buil, consejero personal de la reina, quien desde el púlpito le recriminó por la excesiva dureza del castigo.

Al día siguiente el virrey ordenó suprimir las raciones alimenticias al sacerdote y sus acólitos.

La situación no dejaba de ser trágicamente cómica: las máximas autoridades civil y religiosa de la isla andaban a la greña mientras docenas de hombres se morían de hambre y los indígenas comenzaban a preparar sus armas dispuestos a lanzarse a una guerra sin cuartel.

En cierto modo, se estaban repitiendo, a mayor escala, los acontecimientos que habían concluido con el aniquilamiento del viejo «Fuerte de La Natividad».

Don Luis de Torres no salía por ello de su asombro, y durante las reuniones que mantenían en casa de Ingrid Grass, solía discutir del tema con «maese» Juan de la Cosa.

—Vos conocéis al almirante tan bien como yo —decía— y sabéis hasta qué punto es terco e incapaz de admitir sus más evidentes errores. Reconozco que como hombre de mar pocos le igualan, pero en todo cuanto se refiere al manejo de los asuntos de gobierno es un auténtico desastre.

—Pues con respecto a sus condiciones de marino también tengo mis dudas —fue la respuesta del piloto—.

Puesto que asegura que de las costas de España a las del Cipango no puede haber más que tres mil millas, y según mis cálculos tienen que ser por lo menos diez mil.

—¿Pretendéis hacerme creer, según eso, que nos hallamos aún a la tercera parte del camino?

—Más o menos.

—¿Dónde nos encontraríamos entonces? —quiso saber Doña Mariana Montenegro un tanto confusa—. ¿En un archipiélago desconocido como algunos murmuran?

—Exactamente, por mucho que el virrey amenace con colgar del palo mayor a quien lo afirme. Pronto zarparemos rumbo a Cuba, y aunque muchos sepamos ya que no es más que una isla, él continúa afirmando que es la punta oriental de Asia y os apuesto un barril de ron a que antes de que alcancemos el último cabo nos ordenará virar en redondo para no tener que admitir que estaba en un error. —Lanzó un sonoro resoplido—. No consigo entender cómo un hombre tan inteligente, se empeña en cegarse a sí mismo negando toda evidencia que vaya en contra de lo que dijo en otro tiempo y en otras circunstancias.

—Tal vez sea precisamente por esa cabezonería, por lo que ha llegado a Almirante de la Mar Océana y Virrey de las Indias —sentenció la alemana—. Cualquier otro, más razonable, no lo habría conseguido.

—¿Quiere eso decir que debemos aceptar que se premie a quien se equivoca y se desprecie a quien tiene razón?

—No por regla general —admitió ella con una leve sonrisa mientras le golpeaba afectuosamente el antebrazo—.

Lo que quiere decir es que los caminos de la genialidad suelen ser intrincados. A menudo un cúmulo de errores pueden conducir al éxito, mientras que otras, una suma de aciertos nos hunde en el más profundo fracaso. La vida es así y así hay que tomarla.

—Pues no deja de ser una triste gracia —rezongó el piloto—. Sobre todo cuando están en juego tantas vidas.

—La historia nunca recordará las vidas que se perdieron, si no la gloria que se consiguió —le hizo notar el converso—. Y Colón, además de la riqueza y el poder, busca la gloria.

—Demasiadas cosas para un hombre solo, ¿no os parece?

—No es mi opinión la que cuenta, sino la suya. Y él lo quiere todo: es Almirante de la Mar Océana, Virrey de las Indias, y dueño del diez por ciento de todo cuanto existe en esta orilla del mundo, aparte de un sin fin de privilegios que no se habían concedido antes jamás a ser humano alguno. Y todo ello a cambio de dejarnos a casi siete mil millas del lugar al que prometió llevarnos.

—Don Luis de Torres se rascó la nariz con gesto perplejo al tiempo que clavaba sus acerados ojos en su viejo amigo Juan de La Cosa—. A menudo me pregunto por qué los Reyes aceptaron semejante acuerdo, cuando cualquier buen marino hubiera conseguido lo mismo y sin tantos errores.

—Probablemente porque los reyes jamás imaginaron que tendrían que cumplir con su parte del trato, ya que tanto los geógrafos como los científicos estaban de acuerdo en que su empresa estaba condenada al fracaso.

—Y si, como parece realmente no estamos en Asia y la aventura fracasó, ¿a qué viene otorgarle todos esos nombramientos?

Esa era una pregunta para la que nadie encontraría nunca respuesta en los siglos venideros, pero que tampoco parecía importar mucho en unos momentos en que la mayoría de los que sufrían las desastrosas consecuencias de tan incalculable número de desatinos tan sólo se preocupaban por intentar salvar la vida y no convertirse en nuevas víctimas del hambre, las fiebres o los ataques de los indios.

Estos últimos habían comenzado ya a rebelarse abiertamente, y al tiempo que las tribus pacíficas que poblaban las cercanías del recién fundado «Fuerte de Santo Tomás» abandonaban precipitadamente sus «bohíos» y sus tierras internándose en las regiones más agrestes de la isla, el temible cacique Canoabó y su hermosísima esposa, Anacaona, se disponían a atacarlo al frente de mas de diez mil de sus guerreros.

La primera guerra colonial había estallado.

Los meses que siguieron borraron del rostro de
Cienfuegos
los últimos rasgos infantiles, endureciendo sus facciones, opacando levemente el brillo de eterno entusiasmo de sus ojos, y, marcándole en la comisura de los labios una expresión de firmeza de la que hasta entonces careciera, y que venía dada por la fuerza de carácter que había tenido que demostrar para hacer frente al sin fin de trágicas circunstancias que le habían acosado durante los últimos tiempos.

Le creció una barba espesa, rebelde y de tonalidades rojizas que en cierto modo contribuía a aumentar su salvaje atractivo, y al propio tiempo terminó de desarrollar plenamente su poderoso cuerpo, por lo que su aspecto era el de una atlética bestia semidesnuda que recorría continuamente la isla satisfaciendo aquí y allá las necesidades sexuales de las mujeres de origen azawán.

Por lo menos seis de sus hijos estaban ya a punto de venir al mundo y otros tantos comenzaban a gestarse, y resultaba evidente que había conseguido que las condiciones de vida en la isla se dulcificaran de forma notable, dado que a pesar de que las antiguas esclavas continuaran siendo siervas, y a sus hijos se les considerase miembros de una casta inferior, se había abolido poco a poco la costumbre de cebarlos o encerrarlos en el fondo de los pozos en un régimen propio de animales domésticos destinados al consumo, pasando a disfrutar de una relativa libertad de movimientos y un trato algo más acorde con su condición de seres humanos.

Por otro lado, la aparición del gran dios Tumí, «Señor de los Cielos y la Tierra», y de la infinidad de objetos y nuevas necesidades que habían irrumpido bruscamente en la existencia de unos seres hasta aquel momento absolutamente primitivos, habían tenido la virtud de trastocarlo todo, estableciendo un complejo entramado de interdependencia que conseguía mantener siempre ocupadas a unas criaturas que anteriormente tan sólo se habían preocupado de devorar seres humanos, reproducirse como bestias, y morir.

Cienfuegos
se había convertido por todo ello en un hombre necesitado, respetado, amado, deseado, odiado, temido y rechazado al propio tiempo, al igual que él a su vez amaba y odiaba a la isla y sus habitantes, sin tener muy claro si prefería escapar de una vez por todas olvidándola como un mal sueño, o continuar en ella para acabar convertido en una especie de padre y patriarca de toda aquella extraña mezcolanza de seres dispares y distantes.

Pero tan sólo el hecho de saber que de quedarse para siempre acabaría por tener que hacer el amor con una de aquellas bestiales hembras caníbales, le revolvía el estómago.

Acostumbraba por tanto a meditar a solas durante largas horas en una pequeña playa del norte de la isla, pescando o contemplando absorto el mar, inmerso en el recuerdo de Ingrid y en la desesperación que le producía la cada vez más acuciante seguridad que le asaltaba de que quizá no volviera a verla nunca, y a menudo tenía que echar mano de su probada entereza de hombre que había pasado por mil pruebas de fuego para no romper a llorar desconsoladamente al comprobar hasta qué punto el destino continuaba siendo duro con él complaciéndose en hundirle en los más negros abismos.

Evocaba también las hermosas montañas de La Gomera, sus profundos barrancos, los altivos acantilados desde los que se distinguía la nevada cumbre del Teide en la isla vecina, y la pequeña laguna en la que tantas veces acarició a la más maravillosa mujer que hubiera existido nunca, y le asaltaba entonces una incontenible necesidad de maldecir a los cielos por las infinitas canalladas de que le habían hecho objeto.

Y echaba de menos al viejo
Virutas
. La soledad, rodeado de seres tan distintos, se le volvía agobiante, y una tarde se sorprendió a sí mismo sentado en la cima de una estrecha quebrada lanzando largos silbidos únicamente por experimentar el morboso placer de escuchar el eco que le devolvían las paredes de roca, lo que le recordaba las largas charlas que mantenía en su isla con los pastores, o con su buen amigo el cojo Bonifacio quien desde el fondo del valle le ponía al corriente de cuanto ocurría en el villorrio.

Empezaba a olvidar ya aquel particularísimo idioma de su isla natal —el primero que consiguiera aprender correctamente— y lanzar ahora aquellos silbidos para recuperar su eco, era como hablar a solas por la necesidad que sentía de afirmar sus raíces y no correr el riesgo de acabar convirtiéndose en un salvaje que tan sólo emitiese los roncos gruñidos de los caribes, o las cortantes y secas palabras sin aparente ilación del pobrísimo dialecto azawán.

Algunas noches vagaba sin rumbo por el bosque para acabar siempre sentado junto a la tumba del anciano carpintero echándole en cara su evidente traición por haberle abandonado en semejantes circunstancias, para permitir por último que la fatiga le venciese y quedar amodorrado contra un altivo paraguatán hasta muy entrada la mañana.

Fue durante uno de esos amaneceres en los que
Cienfuegos
dormía, cuando hicieron su aparición por el Oeste las once naves que Colón enviaba de regreso a Europa, y al avistarlas, el viejo brujo volvió a experimentar la misma angustia y terror que la vez anterior, imaginando que los gigantescos dioses de blancas alas continuaban buscando a los extranjeros, y lo que era aún peor, buscando al gran Tumí, «Señor de los Cielos y la Tierra».

La sola idea de que pudiera arrebatarle a su ídolo le sumió en la más profunda depresión que hubiera experimentado jamás caribe alguno, y cuando al fin las popas de los navíos se perdieron de vista rumbo al inmenso océano del que nadie volvía, buscó a
Cienfuegos
para conducirle por los más intrincados senderos de la isla a una perdida ensenada en cuya diminuta playa, oculta con arena y ramas descansaba, intacta, la pesada mole del
Seviya
.

—Puedes irte —dijo—. Debes irte.

—¿Adónde?

El arrugadísimo pajarraco emplumado se limitó a encogerse de hombros señalando con un gesto la inmensidad de un mar que era todo horizonte.

—Al lugar del que viniste.

Luego dio media vuelta para alejarse ladera arriba, y su actitud dejaba entrever a todas luces, que su decisión resultaba absolutamente irrevocable.

Tres días más tarde, recuperados los efectos de a bordo, habiendo cargado la mayor cantidad de agua y víveres posible, e izadas las remendadas velas, la lancha se balanceaba, impaciente, sobre las quietas aguas de la pequeña bahía.

A punto ya de alzar la pesada piedra que le servía de ancla,
Cienfuegos
se volvió a contemplar por última vez al medio centenar de mujeres y niños que habían acudido a despedirle, y sin poder evitarlo sus ojos se clavaron en la docena larga de abultados vientres que recordaban hasta qué punto una parte importante de sí mismo permanecería para siempre en aquella isla.

Contrapuestos e inexplicables sentimientos mantenían en su interior una violenta lucha, sin que consiguiera definir si prevalecía la alegría por abandonar un lugar en el que había sufrido las más terribles experiencias, o la tristeza por dejar atrás el pequeño reino que había sabido construirse, para lanzarse ahora a la arriesgada aventura de adentrarse en un hostil océano del que lo desconocía casi todo.

Alzó el rostro hacia la cima del acantilado desde donde la esquelética figura del anciano hechicero le observaba con aire impasible, y comprendió que no partir significaría tener que matarle enfrentándose, por tanto, a las hembras caribes, por lo que optó por encogerse de hombros con gesto fatalista, aceptar que su eterno destino parecía ser vagar sin rumbo por océanos vacíos y tierras ignotas, y tensando los poderosos músculos de sus brazos de Hércules, izó la piedra, aferró la caña del timón, y aflojando la escota de la vela mayor permitió que la proa de la embarcación buscara, perezosa y dubitativa, aguas libres de mar abierto.

Ni una sola vez volvió la vista atrás.

El viento del Noroeste marcó su rumbo:

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