Casi la Luna (19 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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El vapor de la ducha inundó el baño. Pensé en la caja que contenía las enaguas de mi madre y que le había robado del sótano años atrás. Las había envuelto en papel de seda y las había guardado en el último cajón de la cómoda que había en el vestidor. De vez en cuando abría ese cajón y me quedaba mirando la de color pétalo de rosa. Era una prenda tan simple, con aquel ribete de satén en el canesú, del que salían las delgadas tiras que se ajustaban a sus hombros. El suave crujido de la seda que le envolvía el cuerpo. La tirantez de la misma cuando se encontraba con sus caderas.

Vi la silueta de mi cuerpo en el espejo empañado. Libre de toda vergüenza gracias a que me ganaba la vida desnudándome en público, me gustó lo muy recatada que el vaho me hacía parecer. Entonces, justo antes de entrar en la ducha, me incliné frente al espejo y dibujé una cara sonriente. Vi mi reflejo en el interior de los trazos. «Quien es feo por dentro es feo por fuera», decía mi madre.

Oí que Jake entraba en la habitación mientras corría la puerta de la mampara. La idea de tenerlo tan cerca después de tantos años me asustaba y me entusiasmaba al mismo tiempo.

Llegó un día en que mi padre comenzó a dormir en la habitación de invitados. Por la mañana se levantaba y hacía la cama con esmero, como si nadie se hubiera tumbado en ella la noche antes, como si la cama vacía siguiera esperando al invitado que nunca habría de llegar. Pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta, antes de que, igual que le sucedía a mi madre, no pudiera conciliar el sueño y me pasara las noches escuchando los ruidos de la casa. Cuando alguien arrancaba del soporte los rifles de mi abuelo, oía el chasquido de las abrazaderas que sostenían la colección. Al menos una vez cada tantos meses oí aquel peculiar sonido, y en septiembre de mi último año en el instituto decidí investigar.

Hacía un calor inusitado para septiembre y la humedad no hacía sino aumentar con la caída de la tarde. Gracias a los ruidos de la noche que se colaban por las ventanas abiertas nadie detectó mi presencia en el pasillo y en lo alto de las escaleras. Cuando llegué a la habitación de invitados, abrí la puerta con el mayor sigilo del que fui capaz.

—Vuelve a la cama, Clair —dijo mi padre con tono enfadado, mirando el rifle que descansaba sobre sus piernas, sobre el batín de felpa azul marino.

— ¿Papá?

Levantó la vista y se puso en pie de inmediato. —Eres tú —dijo.

Tenía el rifle en la mano, el cañón apuntando hacia el suelo. A sus espaldas, la cama con las sábanas revueltas. La almohada que, no cabía duda, se había llevado de su habitación. La funda hacía juego con las sábanas de la cama de matrimonio. Encima de la mesa había un vaso de zumo de naranja.

— ¿Qué haces? —pregunté.

—Los estoy limpiando.

— ¿Limpiándolos?

—Las armas son como todo, cariño. Tienen que limpiarse para que funcionen.

— ¿Desde cuándo te interesan las armas?

—Ya estamos.

— ¿Papá?

Tenía la mirada perdida. La clavaba en mí durante unos segundos y de nuevo a la deriva.

— ¿Por qué no traes aquí todas tus cosas? A mí no me engañas.

—No, cariño, no digas tonterías. Vengo alguna vez, cuando no puedo dormir. No quiero molestar a tu madre.

— ¿Has terminado con eso? —pregunté, señalando el rifle con la barbilla.

—Confío en que no le contarás nada de esto a tu madre, ¿de acuerdo? Tiene mucho apego a las armas de su padre y no me gustaría que supiera que las he estado manoseando.

—Has dicho que las estabas limpiando.

—Sí —dijo, y asintió con la cabeza pero no me convenció.

Me sentía incapaz de alejarme de la puerta y caminar hacia él. Siempre me había resultado extraño verlo en pijama y con aquel batín de felpa. Se levantaba y se vestía antes que yo, y se ponía el pijama justo antes de meterse en la cama. En las raras ocasiones en que lo veía de aquella guisa, no sabía cómo clasificarlo. No era el padre que conocía, sino más bien el hombre derrotado cuya presencia se volvió intermitente desde que cumplí los ocho años.

Levantó el rifle, lo devolvió a su soporte y cerró la abrazadera que sujetaba el cañón.

—Algún día lograré convencer a tu madre de que se libre de ellos.

Se acercó al cabezal de la cama, cogió el zumo de naranja y se lo bebió de un solo trago.

—Y ahora a la cama, ¿de acuerdo?

Salió al pasillo y se adentró en mi zona de la casa.

Me tumbé en la cama—.

— ¿Lista para un poco de oleaje? —preguntó.

Y aunque aquella era una costumbre que habíamos abandonado hacía ya años, asentí con la cabeza. Cualquier cosa con tal de que mi padre se quedara un rato en la habitación. Cualquier cosa con tal de captar de nuevo su atención.

Cuando cerré el grifo de la ducha oí a Jake hablando en la habitación. Me quedé inmóvil, y en mi intento por escuchar sus palabras recordé la visita de la señora Castle la noche anterior, cuando el agua de la esponja empapada me había rodado por el brazo hasta llegar al codo, las gotas que se habían desprendido de mi cuerpo y que habían regresado al recipiente de agua jabonosa. —Aún no sé cuándo.

Tiré de una suave toalla blanca que había en el toallero. Había comprado seis tres años atrás durante una tarde de despilfarro en el centro comercial. Tres para mí y tres para mi madre. Pensé que si solo utilizábamos toallas blancas nos transformaríamos de repente en personas más alegres, risueñas y felices, extremadamente inocentes.

—Dales solo Science Diet y comida enlatada el fin de semana. A Grace le gusta la de ternera y a Milo la de arroz con cordero. Hablaba con quien cuidaba de sus perros. Le daba instrucciones.

—Sí, ya sabes que te lo compensaré, nena. Es un viejo asunto, y ahora tengo que estar aquí.

Me vi envuelta en aquella engañifa de toalla. Viejo asunto.

Oí que se despedía y el pitido que indicaba que había colgado. Me había esforzado por mantenerme en forma, pero aun así era evidente que a los ojos del mundo, no solo a los de Jake, era en realidad un viejo asunto. Me había acostumbrado a cuidar mi cuerpo como si fuera una máquina, no solo por mi trabajo, sino también por mi salud mental. Aquello guardaba estrecha relación con las cada vez más frecuentes tareas de mantenimiento que mi madre necesitaba. Nuestra relación solo era posible si se basaba en la disciplina. El hábito proporcionaba un grado de satisfacción que el amor no alcanzaba jamás. Supuse que a la señora Castle debía de sorprenderle que me encargara de mantener las cutículas de mi madre en perfecto estado, o que le suavizara los callos de las manos mientras ella descansaba los pies combados sobre una cómoda banqueta, o que siguiera alimentando su confianza en las cremas para combatir la celulitis cuando ya había cumplido los ochenta y ocho.

— ¡Joder! ¡Helen! —oí gritar a Jake.

Abrí la puerta. Tenía la trenza en la mano. Yo la había sacado de la bolsa de congelación la noche antes, como si temiera que pudiera asfixiarse.

—Pero ¿qué…? ¿Por qué hiciste algo así?

Lo miré. Tuve la sensación de que aquello le parecía más horrible que el hecho de que la hubiera matado.

—Quería algo de ella. Un recuerdo —respondí.

—No puedo… En serio. ¡Dios! —gritó. Entonces se dio cuenta de lo que sujetaba y lo lanzó sobre la cama por hacer—. ¿Has dormido con esto?

—Le cepillaba el pelo y le hacía la trenza todas las semanas. Me encantaba.

Me sentí humillada, allí de pie envuelta en la toalla, el pelo mojado y revuelto. Recordé a mi madre rogándome que hiciera una concesión en mi existencia libre de maquillaje. «Solo una pizca de pintalabios, por favor», me había dicho. Y en el armario del baño estaban las barras de llamativos colores que me había animado a comprar: Miel Intenso, Rojo Vino, Malva Metálico. —Tengo que vestirme.

— ¿Qué vamos a hacer con eso? No puedes quedártelo —dijo Jake. La trenza seguía entre el revoltijo de sábanas.

—Ya lo sé.

Estaba de pie, sobre la alfombra que tenía delante del tocador. Allí con Jake, me sentí como nunca antes me había sentido: fea. Sentí ganas de llamar a Hamish.

—Te espero abajo. ¿Hay teléfono en el piso de abajo? Lo he buscado pero no he dado con él.

—Sí. Es el del antiguo número de mi madre.

— ¿Y este tiene otro número? —preguntó, señalando el pequeño teléfono negro que había en mi escritorio.

—Sí. Fue idea de Sarah. El teléfono de abajo está en el mueble bar, debajo de un cojín. Sarah lo llama el «Teléfono Rojo». —Nunca antes me había encontrado en mi casa, medio desnuda, teniendo que dar explicaciones. Al menos no desde que había empezado a hacer cosas como esconder un teléfono—. Verás que hay una etiqueta con una leyenda sobre opciones y demás, que puedes pasar por alto con total libertad.

—Sabes que estoy aquí para ayudarte, ¿no?

—Lo sé.

En cuanto salió por la puerta me sentí aliviada. Me gustaba esconderme en mi propia oscuridad. Me gustaba hasta el extremo de que no me había dado cuenta de que lo había estado haciendo cada vez más. Agazapada con mi madre en su casa, me olvidaba del mundo, escandaloso, violento, agotador. Natalie y yo casi solo nos veíamos en Westmore. Por las tardes íbamos al Burger King más cercano y nos tomábamos el agua teñida de marrón a la que llamaban café, refunfuñando nada más salir del coche.

Me acerqué al teléfono y marqué el número de su casa, sin pensar qué le diría si descolgaba el auricular. Se puso Hamish.

— ¿Sí?

No fui capaz de hablar.

— ¿Hola?

Colgué. Quería subir al coche, conducir hasta Limerick y follármelo de nuevo.

Segundos más tarde sonó el teléfono.

—Se llama «sistema de identificación de llamadas». ¿Con quién hablo? —Helen.

Se produjo un silencio y después repitió mi nombre.

—Buenos días, Hamish.

— ¿Cuándo volveré a verte? —preguntó.

El hecho de pensar que, si bien por razones equivocadas, el sentimiento era mutuo me hizo sonreír, como si tuviera la mitad, y no casi el doble, de años que él. Agaché la cabeza, pero me vi las uñas de los pies pintadas y enseguida la levanté. Los recordatorios se acumulaban en mi cuerpo.

—Tal vez esta noche —respondí.

—Cuento con ello —dijo con entusiasmo.

—No puedo asegurarte nada. Tengo mucho que hacer, pero tal vez.

—Estaré en casa —dijo, y colgó.

Cuando Jake comenzó a olvidarse del estudio que habíamos montado detrás de una cortina en el salón y a salir al frío de la calle, no puse reparos. Al principio pasaba fuera las tardes y regresaba a toda prisa en el Escarabajo azul pálido, que traqueteaba sin cesar hasta detenerse de golpe delante del cobertizo prefabricado que era la vivienda que nos había facilitado la facultad. No vivíamos demasiado lejos de la ciudad, de modo que si necesitaba algo podía ir andando. Además, tenía a Emily y después a Sarah de las que hacerme cargo. Jake volvía medio congelado y eufórico, y me hablaba del hielo que cubría las hojas y del serpenteo que dibujaba un arroyo subterráneo a los pies de un árbol.

—Y las moras. ¡Esas moras de color oscuro que cuando las aplastas sueltan una especie de tinte viscoso!

Entonces colgué el auricular y me volví hacia la cama, donde me aguardaba la trenza de mi madre. Incluso yo sabía que era una prueba demasiado condenatoria como para conservarla. Saqué las tijeras naranja del bote de lápices que tenía en el tocador y caminé hasta la cama.

En el baño, me incliné sobre el retrete, agachada para que no se escapara ningún pelo. Comencé a cortarla trenza en trozos pequeños que pudieran desaparecer al tirar de la cadena.

Para la operación de colon tuvieron que afeitarle el poco pelo que le quedaba en el pubis. Cuando la arropaba por las noches solía pensar en lo rápido que habíamos vuelto al punto de partida. «Es como manipular a un bebé gigante —le decía a Natalie—. Cuando está demasiado cansada para pelear, se deja caer encima de mí, como si no nos hubiéramos pasado medio siglo enfrentadas.»

Natalie me escuchaba y me hacía preguntas. Sus padres eran diez años más jóvenes que los míos y se habían ido a vivir a un hogar de ancianos a la orilla de un campo de golf que estaba siempre abarrotado. Su madre había dejado de beber y se había convertido en la cabecilla de las clases de aeróbic del centro. «¿Qué voy a decirle a Natalie?», me pregunté.

Al pensar en eso, me pinché un dedo con las tijeras. La superficie del agua quedó cubierta de pelos y sangre. Cuando terminé de cortar la trenza me levanté y tiré de la cadena. Esperé a que se llenara de nuevo la cisterna y volví a tirar. Me dije que debía acordarme de echar un chorro de desincrustante y limpiar el borde de la taza por dentro.

Recordé las veces que había llevado a mi madre al médico. Las sábanas, las toallas, las tácticas para engatusarla, el hecho de que, una vez allí, liberada de su envoltorio, nadie veía en ella más que una mujer un tanto extraña y asustada. Podía pasarse el camino gimiendo y arañando, pero una vez que cruzábamos la puerta sabía comportarse.

Estuve presente el día que le hicieron una exploración rectal durante la que, haciendo gala de su concepto de la amabilidad largamente olvidado, trató de distraer al joven interno de lo que estaba haciendo con los detalles de la meticulosa restauración de la residencia Monticello de Jefferson, sobre la que había leído en la revista
Smithsonian.
Resignada, me senté a esperar en una silla. El interno, un joven antillano, era demasiado educado como para continuar con la exploración mientras mi madre cotorreaba. El resultado fue que nuestra visita duró mucho más de lo previsto.

Cuando entré en el vestidor me llegó la voz de Jake a través de los listones de madera del suelo, pero no logré entender qué decía. Denegada la posibilidad de quedarme con la trenza, abrí el último cajón de la cómoda y saqué la enagua color pétalo de rosa.

Bajé vestida con mi viejo jersey negro y unos vaqueros. La enagua me colgaba de la cintura a modo de túnica. Como me ganaba la vida quitándome la ropa, la que me ponía para ir y volver de Westmore solía pasar inadvertida. Pensé que a Sarah le gustaría el resultado cuando me viera.

Jake estaba en la cocina, echando unos tragos.

—Bueno, ya se lo he dicho a Emily —anunció.

— ¿Que has hecho qué?

—Le he ahorrado los detalles morbosos, solo le he dicho que su abuela ha muerto. Tenía que decírselo. Se suponía que iba a ir a visitarla a principios de la semana que viene.

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