Casi la Luna (35 page)

Read Casi la Luna Online

Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
10.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

Entré con el bolso en el aseo que había a un lado de la cocina y cerré la puerta. Me sentía lo bastante segura para arriesgarme a encender la luz de aquel cuarto sin ventanas, pero no estaba preparada para lo que vi.

Allí estaba yo, en el espejo, la correa del bolso hundida en el hombro, más bajo que el otro. La pistola más pesada con cada paso dado desde que había salido del coche. Me vi la cara, hinchada por la falta de sueño, el pelo alborotado. Tenía los labios secos, las arrugas profundas y endurecidas. Me miré en el espejo y vi a la Helen de trece años. Toqué las figuras de madera que colgaban de las paredes de una casa hace tiempo inundada. Miré a mi padre, subido al caballito, vi el colchón solitario tirado en el suelo.

—Hay habitaciones secretas en nuestro interior —le había dicho a mi psicoterapeuta.

—Una elaboración bastante benigna —respondió, y ya no me molesté en contarle el resto. Que en mi casa nunca salimos de ellas, que en mi casa mi madre y mi padre las preferían a cualquier otro lugar.

Los ojos que me devolvían la mirada eran pequeños y negros, y detrás de ellos estaba la habitación que había evitado toda mi vida. Mis padres me estaban esperando, pensé, y en el pequeño aseo de paredes empapeladas de la señora Leverton podía, si quería, volarme los sesos. Mi padre se había suicidado, yo había matado a mi madre y ahora tenía la oportunidad de reunirme con ellos. Si me daba prisa tal vez pudieran enterrarme con mi madre, pies con cabeza, nuestra versión inversa de
Los amantes de Pompeya.

Rápidamente, apagué la luz. Dejé el bolso en el suelo y me lavé la cara a oscuras, el agua que se acumulaba en el cuenco de mis manos, fría como el hielo. Entonces la vi, vi a Emily corriendo hacia mí por el borde de la piscina del campamento. Llevaba algo que quería enseñarme y sonreía de oreja a oreja.

—Mi insignia de pez volador —dijo—. ¡Ya la tengo!

En las semanas previas a la muerte de mi padre había aprendido a nadar mariposa.

No volví a encender la luz sino que me quedé apoyada sobre el lavabo, respirando con dificultad. Me obligué a abrir la puerta. Levanté el bolso, que me parecía la bolsa de bolera de un extraño, salí a la cocina y me senté a la mesa circular en una silla que tenía el respaldo de mimbre. Pasé la mano por la suave superficie veteada. La cena de la señora Leverton no había dejado ni una miga en la mesa.

Pensé en las niñas.

Cuando Emily y Sarah eran aún pequeñas, habíamos ido las tres a visitar a mi madre y aquel día regresábamos a casa desde el parque, donde habían instalado una jaula para trepar. Las niñas estaban entusiasmadas y eufóricas. Sarah subió corriendo el camino de la señora Leverton y empezó a patear el suelo de cemento.

— ¿Lo ves? ¡No es como el de la abuela! —gritó.

—Sarah, vuelve aquí. No es tu casa.

Sarah me miró desconcertada.

—Ya lo sé —respondió.

Emily me miró para ver qué venía a continuación.

Lo que vino a continuación fue la señora Leverton. Dio
unos
golpecitos en el cristal de la ventana —por aquel entonces de hoja sencilla—, y mientras avanzaba a toda prisa por el camino para llevarme a mi hija, la puerta se abrió de par en par.

— ¿Por qué no pasáis? Las hijas deben de ser una bendición.

Y aunque mi madre la detestaba y yo sabía que no tenía buen concepto de mí, entramos en su casa y nos sentamos en el salón que Arlene limpiaba a fondo cada dos viernes. Comimos galletas de lata y Sarah le contó que en casa de su abuela había un hueco debajo del camino de entrada.

—Cuando pasas por encima hace un ruido diferente —aclaró Emily.

—Y mamá dice que allí viven enanos —dijo Sarah.

— ¿Eso dice? —La señora Leverton me miró y se esforzó por esbozar una sonrisa. Tenía migas de galleta de mantequilla pegadas en la comisura de los labios.

—Un pueblo entero —dijo Sarah con exaltación—. ¿Verdad, mamá?

No respondí.

—Como en
Los viajes de Gulliver
—dijo Emily—. A Sarah le gusta imaginárselos.

Allí estaba ella, pensé, con solo nueve años y convertida en mejor madre que yo. Siguió hablando con la señora Leverton para que Sarah no notara mi ausencia. Me pregunté si todas las madres sentían el mismo miedo por lo llenos de entusiasmo y de vida que estaban sus hijos.

Junté las manos.

—Dios, perdóname —dije en voz baja.

Había dejado el bolso en el suelo y me agaché para recogerlo y dejarlo sobre la mesa. Me retiré hacia atrás en la silla y metí en él la mano. Noté la suavidad del fieltro en los dedos. Busqué el cordón dorado y saqué la bolsa. Hizo un fuerte ruido metálico al chocar contra la mesa. Después saqué la caja de balas. Dejé la caja junto a la bolsa. Me quedé mirando el fieltro morado. El simple hecho de sacar la pistola me parecía una hazaña.

Me levanté.

El reloj que había sobre el fregadero de la señora Leverton estaba enmarcado en un círculo azul fosforescente. Un reloj al estilo de los que había en los bares. Aunque el reloj de los relojes era el que había en Easy Joe's.

Solo eran las 7.45 de la tarde. Parecía que fueran las tres de la mañana. Por fin, pensé, había alcanzado el futuro sin futuro.

Vi la tetera encima de los fogones y decidí prepararme una taza de té. Una maniobra dilatoria, sin duda, pero ya no sabía diferenciar lo que era razonable de lo que no. Todo era razonable si matar a tu madre también lo era. Todo era razonable si quitarte la vida se había convertido en un acto reflejo.

No quería pensar. Me volví metódica. Llené la tetera y me aseguré de no cubrir el pitorro con el pajarito azul silbante. Reviví imágenes de mi padre con su batín de felpa y de mi madre envuelta en la manta mexicana, tendida en el suelo del sótano.

Llevé la tetera al fogón y lo encendí. No podía marcharme de ese modo. No sin una carta, no como mi padre me había abandonado, como había abandonado a mi madre. Había elegido la casa de la señora Leverton porque era perfecta. Estaba vacía. Pero también sabía que era una casa en la que nunca entrarían, mi cabeza destrozada una imagen que nunca tendrían que ver.

Abrí un armario y después otro, y en el segundo encontré las tazas. La señora Leverton no tenía soportes para colgar las tazas ni los cazos. Tenía tazas de porcelana fina y otras de uso diario. Las tazas, para mi madre, siempre habían sido objetos aberrantes. Qué bonito habría sido que se hubieran relacionado. Que se hubieran hecho visitas. Algo más aparte de mandarse tarjetas en ocasiones señaladas —el nacimiento de un nieto, la muerte de sus maridos—, pero había sido mi madre quien había definido con palabras su relación. «Solo por ser viejas no tenemos que hacernos amigas.»

Sabía que, al igual que mi madre, la señora Leverton debía de tener un cajón lleno de material de escritorio, tal vez una cómoda entera. Era uno de los regalos más socorridos para una anciana. ¿Cuántos chales y cajas de tarjetas habría acumulado la señora Leverton en sus noventa y seis años de vida? «Dinero —contaba Jake que decía su padre hacia el final de sus días—. Si no me vais a regalar dinero no os molestéis.» Siempre bromeaba con Jake y decía que quería morir con un billete de mil dólares en cada mano. «No tuve el valor de decirle que ya no se hacían», decía Jake.

Esperé a que el agua hirviera. ¿Qué más daba si incendiaba la casa?

Caminé hacia la puerta que daba al salón. En el centro de la pared de enfrente había un escritorio alto. El borde inferior estaba iluminado por un tenue punto de luz nocturna con sensor de oscuridad. Miré a mi izquierda y vi otra de aquellas luces. Discos de color verde colocados en lugares estratégicos para que la señora Leverton o un ladrón afortunado avanzara sin dificultad por las habitaciones del piso de abajo.

Una vez mis padres se pelearon por las facturas de la luz. Mi madre insistía en que todas las luces de la casa estuvieran siempre encendidas, aun de día. Incluso cuando yo estaba en la escuela y mi padre de viaje de trabajo.

— ¿Por qué? ¿Por qué tal cantidad de luces? —preguntó, agitando la factura en las narices de mi madre, sentada en el sofá, arrancándose un hilo del vestido.

—No soy ningún banco —dijo antes de descolgar el abrigo y el sombrero y salir de casa.

Más tarde le dije que aquella actitud debía de tener relación con la operación; con la mastectomía. Que creía que la luz la ayudaría a sanar, y que si tenía paciencia seguro que volvería a encender solo las lámparas de la habitación en que se encontrara. Cuatro meses después, así sucedió. Nunca supe qué lo había provocado. Yo solo me había inventado la mentira para que todo siguiera como hasta entonces.

En un cajón, debajo de la tapa del escritorio, encontré el material que andaba buscando. La primera carta que escribiera sería para Emily. Se merecía lo que nunca le había dado, lo que ella más había deseado: una explicación. La razón por la que era como era pese a que en su opinión fuera un espíritu libre al que se le habían presentado infinidad de oportunidades que no me había visto aprovechar.

No lograba distinguir los diseños del papel ni los colores y no quería escribir mi nota de suicidio en una tarjeta ribeteada de muñecas Holly Hobbie. Saqué las tres cajas de tarjetas del estrecho cajón y me las coloqué debajo del brazo antes de cerrarlo con la cadera y abrir el de debajo. Sonreí. En un extremo había un bulto esponjoso, y cuando lo toqué noté la lana arrugada de lo que debía de ser una toquilla o una manta. A la izquierda había más cajas. Levanté una —un juego de cribbage— y volví a dejarla en su sitio. La siguiente —una baraja de cartas, aún envuelta en celofán—, que también dejé. Sin duda, la última caja era un vestigio de la presencia de sus nietos: un estuche de cien lápices Crayola con goma incorporada. Me la llevé.

No podía regresar a la cocina.

Avancé con mi botín por el pasillo mientras me fijaba en las siluetas oscuras del reloj de pie y la mesa semicircular, repleta de objetos de distinto tamaño. Oí la voz de mi madre: «Esa mujer tiene debilidad por los adornos de mal gusto».

Vi una pequeña luz en lo alto de las escaleras, la suficiente para escribir, me dije, y subí. Los escalones estaban forrados de mullida moqueta. Tuve ganas de quitarme los zapatos y pasearme por ellos, pero tenía lo que las naciones llamaban una estrategia de retirada que llevar a cabo.

Solté las cajas de tarjetas y los lápices en lo alto de las escaleras, junto a un arcón del ajuar sobre el que había un aplique de latón que iluminaba todo el pasillo. Me arrodillé delante de él. Esparcidos sobre la tapa había ejemplares antiguos de la revista
AARP,
junto a algún que otro número reciente de
Woman 's Day
y
Ladie's Home Journal.
Tuve la sensación de estar de rodillas frente a un altar desconocido y después me imaginé agitando brazos y piernas atrapada en una ratonera gigante.

Necesitaba un bolígrafo. No podía escribirle una carta a Emily con un lápiz de color. A Sarah sí, el efecto arco iris parecía apropiado, pero a Emily no. Necesitaba un bolígrafo. En la repisa de la ventana de detrás del arcón había una taza de color azul claro —del mismo azul que el tazón Pigeon Forge de mi madre— y en su interior una lima de uñas, un manómetro y tres bolígrafos Bic.

Saqué un bolígrafo y elegí un ejemplar de
AARP.
Recorrí de rodillas el metro de distancia que me separaba de mis cajas y lápices, y me senté en las escaleras, utilizando la revista como punto de apoyo. Me decidí rápidamente por una hoja de color crudo con los bordes dorados —elegante para Em— y emprendí mi tarea.

Querida Emily:

¿Cómo comenzar a decirte lo que ya sabes? Que aunque ya no puedo sentirme más orgullosa de ti y de tu hermana he llegado al final y no me queda otra opción.

Dejé de escribir. Sabía lo mucho que se fijaba en todo. Se pasaba horas delante del espejo, buscando imperfecciones. Su casa estaba como los chorros del oro, y una vez me había dicho que lo mejor de tener una mujer de la limpieza era que le daba a todo una «primera pasada» y después ella podía concentrarse en los detalles.

Me aclaré la garganta. El eco resonó por todo el pasillo.

Cuando recibas esto ya habré muerto. Espero que no tengas que verme. Yo tuve que ver a mi padre y aquella imagen siempre me ha perseguido. A estas alturas Sarah ya te habrá dicho que mi padre se suicidó. Que no se cayó por las escaleras, o que sí lo hizo, pero después de haberse pegado un tiro.

No sé por qué me abandonó.

¿Sabías que mi madre se dejaba el pelo largo por tu abuelo? A él le encantaba. Le pasaba el cepillo cien veces todas las noches. Ahora pienso en ello y creo que era como su dosis nocturna de Prozac. Sí, lo sé, lo sé: más meditación y menos medicación. En teoría, estoy de acuerdo, pero a veces… ¿no te parece?

Quiero que sepas que no maté a mi madre por venganza y, en realidad, tampoco lo hice por compasión. Era lo que tenía que hacer, aunque no lo planeé. Si lo hubiera hecho, es evidente que habría pensado en el lugar donde me encuentro ahora. Llevo todo el día pensando en ti y en tu hermana.

Fue imperdonable que te obligara a crecer deprisa, a llenar el vacío que había dejado la ausencia de tu padre.

Admiro la vida que llevas. Eso es lo que de verdad quiero decirte. Tienes tu propia casa y familia, y vives muy lejos. Sigue así. No vuelvas nunca. Cuando yo haya desaparecido, no quedará nada a lo que volver. Ese es el regalo que quiero hacerle a tu hermana. No le permitas que viva en la casa, Emily, ni que malgaste su vida. Vende las dos casas. Tu padre te ayudará.

Me detuve. Pensé en mi padre, sentado a mi lado el día que firmé los papeles de mi casa. Había hecho todo lo posible por asegurarse de que tenía la vida resuelta, aquel día mencionó que su testamento y otros documentos importantes estaban en la sucursal bancaria de Malvern, y me dijo dónde escondía la llave. Más tarde me di cuenta de por qué había sido tan explícito y me había hecho repetir todos los datos.

Seguí escribiendo.

Cuando cierro los ojos, como acabo de hacer, veo a mi padre y después a ti. ¿Te acuerdas de aquel día en el campamento? ¡Estoy tan orgullosa de ti, mi pececito volador!

Estoy en casa de la señora Leverton y ya ha anochecido. Tengo que escribirle una carta a tu hermana. Cuida de Jeanine y de Leo, y ojalá consigas que John llegue a tener algún buen recuerdo de mí. ¿Recuerdas lo mucho que siempre le gustó el color verde a Sarah? Yo sí.

Te quiero, Emily, pase lo que pase.

Recuerda eso sobre todas las cosas.

Other books

I wore the Red Suit by Jack Pulliam
Heat and Dust by Ruth Prawer Jhabvala
Tokyo Tease by Luna Zega
A Sorrow Beyond Dreams by Peter Handke
A Rebel Without a Rogue by Bliss Bennet
Never Too Rich by Judith Gould
Brown on Resolution by C. S. Forester
All I Want by Lynsay Sands