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Authors: Anne Holt

Castigo (29 page)

BOOK: Castigo
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Yngvar nunca había estado más que con su mujer. Inger Johanne no creía haber conocido nunca a ningún otro hombre que pudiera decir lo mismo.

«¿Estás hablando en serio? —pensaba ella—. ¿O es sólo otro truco para impresionar, una manera de hacerte el especial?»

—... acostado —continuó.

—Ahora no te...

—¿No me sigues? —Se arrepintió de haber sacado el tema—. Estoy intentando decir algo —añadió rápidamente—. Hubo mucha guasa y muchas risas, claro. De vez en cuando las amigas en las fiestas juegan a eso. Más o menos como cuando los chicos tienen que nombrar los cinco mejores álbumes de rock de la historia, los diez mejores delanteros y cosas así.

Yngvar tenía los muslos anchos, y
El Rey de América
estaba tumbado sobre ellos con la boca abierta y los ojos cerrados, tan a gusto.

—Creo que todas mentimos un poco. La cosa es que...

—¡Ahora sí que me tienes en ascuas!

Las palabras eran sarcásticas, la voz amable. Ella no sabía qué pensar.

—Omitimos nombres —dijo—. Todos tenemos alguna historia que no queremos confesar.

Él apartó la mirada del perro y la miró directamente a los ojos.

—Bueno, no todos —rectificó, señalando la mesa del comedor como si quisiera dejar claro a quién se refería—. Pero nosotras sí, las que estábamos aquí ayer omitimos nombres. En nuestra vida nos hemos liado con hombres que al poco tiempo hemos descubierto que no nos gustaban. A veces incluso nos resulta desagradable recordar que hemos... estado con alguien en particular. Luego pasa el tiempo y se nos olvida todo el asunto, consciente o inconscientemente. Aunque normalmente hay algún nombre almacenado en la corteza cerebral, no lo mencionamos, ni siquiera a las mejores amigas.

Él dejó al cachorro con cuidado en el suelo y éste empezó a gimotear, ansioso por volverse a subir. Yngvar lo apartó con decisión y se acercó la hoja de papel que estaba sobre la mesa. El perro se encaminó al rincón con aire compungido y allí se echó, dejándose caer con un golpe seco.

—Aquí sólo hay un «novio» —señaló Yngvar—. Karsten Åsli. Hay otra que lo ha nombrado como amigo, bueno, como ex amigo, en realidad. ¿Piensas entonces que este Åsli puede haber estado con varias de las madres?

—No necesariamente. Puede ser cualquier otro, alguien al que nadie nombra, bien porque han reprimido todos sus recuerdos sobre el tipo, bien porque no quieren admitir que...

—Pero supongo que las madres comprenden la gravedad del asunto —la interrumpió él—. Saben lo importante que es que digan la verdad, que las listas que les pedimos estén bien.

—Sí —asintió ella—. No digo que estén mintiendo, sino que quizás estén reprimiendo el recuerdo. ¿Te apetecería tomar una copa? ¿Un whisky? ¿Un
gin-tonic
?

Él consultó el reloj automáticamente, como si no pudiera aceptar una copa sin antes mirar qué hora era. Quizás Inger Johanne había acertado, quizá nunca bebía.

—Tengo que conducir —contestó él, vacilante—, así que no, gracias, aunque es una oferta tentadora.

—Puedes dejar aquí el coche —dijo ella, y acto seguido se apresuró a añadir—: No pretendo presionarte. Yo no sé si estas señoras han tenido algún novio en común, simplemente estoy jugando con la idea. Hay algo en la furia que destilan los crímenes de este hombre, en la amargura, en la maldad... Es más fácil imaginarse que algo así obedece al rechazo de una mujer, de varias mujeres, quizá de todas las mujeres, que pensar que el tipo actúa movido por sus problemas con... Hacienda, por ejemplo.

—Pues no estés tan segura —dijo Yngvar—. En Estados Unidos...

—En Estados Unidos hay ejemplos de gente que mata porque les han servido una hamburguesa fría —repuso Inger Johanne—. Pero creo que deberíamos atenernos a las condiciones de por aquí.

—¿Qué pasó en realidad entre Warren y tú?

Inger Johanne se sorprendió de que la pregunta no la turbase más. Desde que Yngvar le había desvelado que conocía a Warren ella había estado esperando que él se la formulara, pero como se hacía esperar supuso que el asunto no le interesaba, cosa que la alegraba y la decepcionaba al mismo tiempo. No quería hablar de Warren, pero que Yngvar no le hubiera preguntado por él antes podía ser indicio de una indiferencia que no le gustaba del todo.

—No quiero hablar de Warren —dijo tranquilamente.

—No pasa nada. Si te he ofendido de algún modo, lo siento mucho, no era mi intención.

—No me has ofendido —replicó ella, forzándose a sonreír.

—Creo que al final me voy a tomar esa copa.

—¿Cómo vas a llegar a casa?

—En taxi. ¿Puedo pedirte un
gin-tonic
?

—Ya te he dicho que sí.

Los cubitos de hielo tintineaban en las dos copas que Inger Johanne trajo de la cocina.

—Lo siento, pero no tengo limón —dijo—. Warren me traicionó, profesional y sentimentalmente. Como yo era muy joven, le di más importancia a lo segundo, pero ahora estoy más enfadada por lo primero. —Tomó un sorbo e hizo una mueca. Había puesto demasiada ginebra—. Aunque, a decir verdad, hace siglos que no pienso en ello. Y como te he dicho, no quiero hablar de ello.

—¡Chinchín! En otra ocasión, quizás. —Alzó su copa y bebió.

—No —dijo ella—. No quiero hablar de ello. No quiero ahora ni querré otro día. Para mí Warren no existe ya.

El silencio que se impuso, por alguna razón inexplicable, no resultaba embarazoso. Unos preadolescentes estaban armando jaleo en el jardín. Habían entrado para recoger un balón de fútbol. Aquel barullo tan veraniego los hizo sonreír, aunque no se miraron al hacerlo. Eran ya más de las nueve y media. Inger Johanne sintió que la ginebra se le subía a la cabeza. Aunque sólo había tomado un trago, notó un mareo ligero y agradable. Dejó la copa sobre la mesa y se relajó.

—Si jugamos con la idea de que estamos buscando a un ex novio —dijo—, o a alguien que hubiera querido ser novio de alguna de estas madres, entonces la nota encaja bastante bien: «Ahí tienes lo que te merecías.» No hay forma más cruel de hacer daño a una madre que quitándole un hijo.

—Tampoco hay forma más cruel de hacer daño a un padre.

Inger Johanne lo miró algo desconcertada y entonces comprendió.

—Ay... Lo siento muchísimo. Perdóname, Yngvar, no he pensado en que...

—No tiene importancia, la gente tiende a olvidarse. Supongo que es por lo... grotesco que fue el accidente. Tengo un compañero que perdió un hijo en un accidente de tráfico hace cerca de un año, y todo el mundo habla con él de eso. Es como si resultara más fácil enfrentarse a un accidente de tráfico. En cambio, que alguien se mate al caerse de una escalera y mate también a su madre en la caída es el tipo de cosa que... —Sonrió forzadamente y tomó un sorbo de su copa—. El tipo de accidente que aparece en la novelas de John Irving, así que nadie dice nada. En realidad no importa. Te he interrumpido en medio de un razonamiento.

Ella no quería continuar, pero algo en la mirada de Yngvar la impulsó a decir de todos modos:

—Pongamos que estamos hablando de un hombre aparentemente normal. Guapo, quizás atractivo. A lo mejor es encantador y tiene facilidad para establecer contacto con mujeres. Como es muy manipulador, consigue retenerlas durante un tiempo, pero no mucho. Hay algo malo en él, algo inmaduro y muy egocéntrico que, combinado con las paranoias que no tardan en salir a la luz, hace que las mujeres lo rehúyan. Fracaso tras fracaso. Él no piensa que sea culpa suya, él no hace nada malo. Son las mujeres las que lo traicionan, son astutas y calculadoras, no se puede confiar en ellas. Entonces le pasa algo.

—¿Como qué?

Yngvar estaba a punto de acabarse la copa, e Inger Johanne no sabía si ofrecerle otra o no, así que prosiguió:

—No lo sé. ¿Otro rechazo más? Quizá. Probablemente algo más serio, algo que hace que se le crucen los cables del todo. El tipo que fue visto en Tromsø... ¿Habéis averiguado algo más sobre eso?

—No, no se ha presentado nadie más a declarar. Eso puede significar que fuera nuestro hombre, pero también puede que fuera otro, alguien que no tiene nada que ver con este caso, pero que quizás estaba haciendo algo que no tiene muchas ganas de contarle a la policía. Puede ser algo tan inocente como una visita a casa de una amante, así que en realidad no hemos avanzado mucho.

—El caso Emilie lo complica todo —dijo ella—. ¿Quieres más?

Él se quedó mirando su vaso durante un buen rato. Los cubitos de hielo se habían fundido. De pronto, él apuró el vaso y dijo:

—No, gracias. Sí, Emilie es un misterio. ¿Dónde está? Como la madre lleva más de un año muerta, dudo que se pueda pensar que el secuestro de la niña sea un ataque contra ella. Tu teoría hace agua.

—Sí...

No lo decía muy convencida.

—No la han devuelto como al resto de los niños, o por lo menos no se la han devuelto al padre, pero ¿habéis comprobado...?

Las miradas se encontraron.

—El cementerio —dijo él en voz baja, casi susurrando—. Puede habérsela devuelto a su madre.

—Sí. ¡No!

Inger Johanne se tapó las manos con las mangas; tenía frío.

—¡Hace ya casi cuatro semanas que desapareció! —exclamó—. ¡Alguien lo habría descubierto! En este período tiene que haber pasado mucha gente por el cementerio de Asker.

—Ni siquiera estoy seguro de que sea allí donde está enterrada Grete Harborg —dijo él con la respiración entrecortada—. Joder. ¿Por qué no hemos pensado en eso?

Yngvar se levantó de repente y apuntó con un gesto interrogativo en dirección al despacho de Inger Johanne.

—Llama, llama —dijo ella—. Pero quizás ahora sea un poco tarde para averiguar esto, ¿no?

—Demasiado tarde —dijo él cerrando la puerta a sus espaldas.

Se habían sentado en la terraza. Así lo había querido él. Pasaba de la medianoche y los vecinos por fin habían mandado a sus hijos a la cama. Se percibía un leve olor a carne asada a la parrilla proveniente del este. La dirección del viento resultaba cómoda, el ruido de los coches en la autopista era un rumor lejano. Sobre las once, Inger Johanne le había ofrecido un saco de dormir cuando fue a buscar un edredón para sí. Él había dicho que no, pero al final había accedido a taparse los hombros con una mantita. Estaba claro que tenía frío: movía los muslos regularmente y, de vez en cuando, se echaba el aliento en las manos para calentárselas.

—Una historia fascinante —comentó él comprobando por cuarta vez que tenía el móvil encendido—. Les he pedido que llamen a este número, para que no... —Señaló hacia el interior de la casa, donde Kristiane dormía profundamente.

Inger Johanne le había hablado de Aksel Seier. En realidad estaba sorprendida de no habérselo contado antes. En menos de una semana, Yngvar y ella habían pasado juntos un día, una larga velada y una noche en vela. Varias veces había estado a punto de contarle la historia, pero algo se lo había impedido, quizá su reticencia a mezclar sus diferentes intereses laborales. Yngvar aún llevaba su camiseta. La había estado escuchando con interés, y sus preguntas, breves y escasas, siempre eran pertinentes, tenían profundidad. Ella habría debido contárselo antes. Por alguna razón había evitado hablar de Asbjørn Revheim y Anders Mohaug, ni había mencionado siquiera su excursión a Lillestrøm. Era como si primero quisiera pensarlo hasta el final.

—¿Crees que...? —dijo pensativa—. ¿Crees que la fiscalía noruega a veces cae en...?

Casi daba la impresión de que no se atrevía a pronunciar la palabra.

—¿En la corrupción? —la ayudó él—. No. Si con eso te refieres a la posibilidad de que la fiscalía aceptara dinero a cambio de contribuir a que un caso acabe de determinada manera, creo que está casi descartada.

—Eso me tranquiliza mucho —dijo ella secamente.

Sobre una pequeña mesa entre ellos había un termo de té con miel. La tapa silbaba de un modo irritante, y ella intentó cerrarla bien.

—Pero hay muchas formas de debilidad humana —dijo él aferrándose a la taza para calentarse—. La corrupción resulta casi impensable en este país, por muchos motivos. En primer lugar, es algo ajeno a nuestra tradición. Quizá suene extraño, pero la corrupción presupone en realidad una especie de tradición nacional. En muchos países africanos, por ejemplo...

—¡Cuidado con lo que dices!

Los dos se rieron.

—Hemos visto ejemplos de corrupción a muy alto nivel en Europa estos últimos años —le recordó Inger Johanne—. Bélgica. ¡Francia! No queda tan lejos, no tienes por qué irte a África.

—Tienes razón —admitió Yngvar—. Pero estamos en un país muy pequeño, muy transparente. El problema no es la corrupción.

—¿Cuál es entonces el problema?

—La incompetencia y el prestigio.

—Vaya.

Ella se dio por vencida con el termo, que seguía emitiendo un ruido bajo y siseante. Yngvar abrió la tapa del todo y vertió lo que quedaba del té en su taza. Luego dejó la tapa a un lado y preguntó:

—¿Adónde quieres llegar?

—Yo... ¿Es posible que Aksel Seier, en su momento, fuera condenado a pesar de que había alguien en el sistema que de hecho sabía que era inocente?

—Fue juzgado por un tribunal —dijo Yngvar—. Un tribunal está formado por diez personas. Me cuesta mucho creer que diez personas se hayan puesto de acuerdo para hacer algo tan ruin sin que nunca haya salido a la luz en todos estos años.

—Sí, pero las pruebas fueron presentadas por la fiscalía.

—Por supuesto. ¿Quieres decir que...?

—En realidad no quiero decir nada. Te pregunto si crees que es posible que la policía y el fiscal en 1956 se aliaran para conseguir que condenaran a Aksel Seier por un crimen que sabían que no había cometido.

—¿Sabes quién era el fiscal del caso?

—Astor Kongsbakken.

Yngvar se apartó la taza de la boca y se echó a reír.

—A juzgar por los recortes de periódico, estaba profundamente implicado en el caso, por decirlo con suavidad —continuó Inger Johanne.

—¡Me lo imagino! Soy demasiado joven para...

Ahora Yngvar sonrió de oreja a oreja y la miró directamente a la cara. Ella fijó la vista en una mancha de té en el edredón y se arrebujó en él.

—Soy demasiado joven para haberlo conocido en los tribunales —prosiguió él—. Pero era legendario. Digamos que era el equivalente en la fiscalía de Alf Nordhus. Comprometido y muy eficiente. A diferencia de algunos de los grandes abogados defensores, Kongsbakken sabía cuándo capitular. No recuerdo muy bien qué fue de él.

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