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Authors: Anne Holt

Castigo (25 page)

BOOK: Castigo
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Ahora se estaba yendo todo al traste.

Si había aceptado a regañadientes investigar la posibilidad de que se hubiera cometido un error judicial contra Aksel Seier, fue porque era un caso relevante para su proyecto. Pero en algún momento, no sabía exactamente cuándo, el caso había cobrado vida propia e independiente. Ya no guardaba relación alguna con su trabajo en la universidad ni con la investigación que llevaba a cabo. Aksel Seier se había convertido en un misterio que compartía con una anciana, y ella se debatía entre la fascinación que ejercía sobre ella el caso y las ganas de hacer borrón y cuenta nueva.

Después se había dejado enredar por Yngvar.

«Puedo hacer malabarismos con varias bolas pequeñas al mismo tiempo —pensaba cuando giró por Tasen—, pero no con bolas grandes. No en el trabajo. No puedo realizar dos proyectos difíciles al mismo tiempo.»

Y no podía recibir a cinco chicas la noche del miércoles, simplemente no podía.

40

No eran más que las once de la noche del lunes 29 de mayo, pero Inger Johanne ya llevaba una hora en la cama. Aunque estaba agotada, una inquietud indeterminada la mantenía despierta. Cerró los ojos y se acordó de que era Memorial Day. El cabo Cod habría celebrado su primer fin de semana de verano. Habrían guardado ya las contraventanas. Las habitaciones estarían ventiladas. La bandera de la barras y las estrellas, orgullo nacional en rojo, azul y blanco, debía de ondear en los mástiles recién pintados, mientras los veleros navegaban entre Martha's Vineyard y tierra firme.

Seguramente Warren había estado en Orleans y había instalado a la mujer y a los niños para el verano en la casa con vistas a Nauset Beach. Los niños en realidad ya debían de ser mayores, al menos adolescentes. Sin querer, ella se puso a calcularlo. Después se obligó a pensar en Aksel Seier. Tenía ante sí la lista de quienes trabajaron en el Ministerio de Justicia en el período comprendido entre 1964 y 1966. Era muy larga y no le decía nada. Identidades. Personas. Gente a la que no conocía y cuyo nombre no significaba nada para ella.

En cabo Cod había mantenido los ojos bien abiertos durante todo el rato. Obviamente no se iba a topar con él. En primer lugar, había algo más de un cuarto de hora en coche entre Orleans y Harwichport. En segundo lugar, no se le ocurría ninguna razón para que alguien quisiera ir de Orleans a Harwichport; el tráfico circulaba en el otro sentido. Orleans era grande, más grande al menos. Tenía más tiendas, más restaurantes. La impresionante playa de Nauset, que se abría al Atlántico, hacía que el estrecho de Nantucket pareciera una piscina para niños. Inger Johanne sabía que no se encontraría con él, pero no había dejado de lanzar miradas por encima del hombro.

De nuevo deslizó el dedo por las hojas, pero seguían sin decirle nada. El jefe de sección, el superior de Alvhild en 1965, llevaba cerca de treinta años muerto. Lo tachó. Los compañeros de trabajo de Alvhild no tenían nada que contar. Hacía mucho tiempo ya que Alvhild había investigado si sabían algo, si tenían alguna clave sobre la misteriosa puesta en libertad de Aksel Seier. Tachó también sus nombres.

Se le cayó el rotulador en un pliegue de la funda del edredón. Una mancha negra se extendió rápidamente en medio de toda aquella blancura.

Sonó el teléfono.

Identidad oculta, decía la pantalla.

Inger Johanne no conocía a nadie que tuviera un número de teléfono secreto.

Excepto tal vez Yngvar.

Yngvar y Warren debían de tener más o menos la misma edad, pensó.

Cuando se tumbó y se tapó la cabeza con el edredón, el teléfono seguía sonando.

A la mañana siguiente le pareció recordar que el teléfono había sonado un par de veces más. No estaba segura, había dormido profundamente durante toda la noche y no recordaba haber soñado.

41

Aunque habían reforzado el personal con dos chicas jóvenes en prácticas, a causa de lo extraordinario de la situación, la directora seguía estando intranquila. Al fin y al cabo era ella quien tenía la responsabilidad. En su opinión, aquella excursión al Museo de la Técnica era tan arriesgada como innecesaria, pero los demás la habían convencido de su conveniencia. Estaba tan cerca que los niños podían ir andando y, al fin y al cabo, habría cuatro adultos al cuidado de diez niños. Los pequeños tenían la ilusión de ir desde hacía mucho tiempo y, además, tampoco se podía permitir que aquel secuestrador desquiciado limitara la libertad de la gente de esa manera. Era pleno día, no eran más de las doce de la mañana.

Los niños, de entre tres y cinco años, iban de la mano, de dos en dos. La directora iba en cabeza, con los brazos hacia delante, como si de ese modo protegiera mejor a los niños. Cerraba la marcha una de las chicas jóvenes, mientras el único empleado varón de la guardería iba a un lado, cantando himnos militares para que los niños caminaran al compás. Por la parte interior de la acera iba Bertha, que en realidad era cocinera.

—Derecha, izquierda, un, dos, tres. Que nadie pierda el paso —ladraba el hombre—. ¡Uno, dos, contra el suelo, el culo firme, vamos ya!

—Chsss —lo reprendió la directora.

—Culo —chillaron los niños—. ¡Ha dicho culo!

Bertha tropezó en un agujero en el asfalto y se quedó rezagada. Una niña se soltó de su compañera para ayudarla.

—Culo —repitieron dos niños—. ¡Culo, culo!

Pasaron por delante de la entrada del aparcamiento del supermercado Rema 1000. Una furgoneta estaba intentando salir a la calle de Kjelsås. La directora se puso a imprecar al conductor, y éste le respondió con un corte de mangas. El coche avanzó lentamente. Bertha pegó un grito: la pequeña Eline se había quedado petrificada ante el parachoques. Un perro suelto cruzó la calle y se acercó meneando el rabo a tres de los niños, que, entusiasmados, intentaron agarrarlo del collar verde. El dueño lo llamó desde el sendero que bajaba al río Aker, y el perro aguzó los oídos y salió corriendo. Chirriaron los frenos de un Volvo, cuyo guardabarros derecho rozó al perro que, tras proferir un aullido, siguió su camino cojeando sobre tres patas. Eline estaba llorando. El conductor de la furgoneta bajó la ventanilla y comenzó a despotricar, mientras las dos chicas jóvenes sujetaban a sendos niños del cuello del abrigo y pugnaban al mismo tiempo por impedir que el resto bajara a la calzada situándose en el bordillo con las piernas separadas. Bertha levantó los brazos. La furgoneta consiguió sortearlos y aceleró en dirección a la calle Frysja. El perro gemía a lo lejos, y su dueño intentaba calmarlo. La conductora del Volvo verde había aparcado en medio de la calle, pero se había quedado sentada con la puerta abierta y era evidente que dudaba si salir o no. Ya había cuatro coches en fila detrás de ella, y dos de ellos pitaban como locos.

—Jacob —dijo la directora—. ¿Dónde está Jacob?

Más tarde, cuando Marius Larsen, el único varón que trabajaba en la Guardería Rincón de Frysja, quiso contarle a la policía lo que realmente había ocurrido delante del Rema 1000 de la calle Kjelsås, poco antes de las doce de la mañana del miércoles 31 de mayo, no conseguía aclararse con la cronología de los hechos. Pero recordaba todos los elementos de la historia. Había un perro y un Volvo. El conductor de la furgoneta era extranjero. El dueño del perro llevaba un jersey rojo. Eline lloraba desconsoladamente, y Bertha se tropezó con algo. Como estaba bastante entrada en carnes, tardó un rato en ponerse de pie. El Volvo era verde. Cantaban himnos militares. Se dirigían al Museo de la Técnica. El perro era marrón y gris.

Marius Larsen tenía todas las piezas, pero no lograba hacerlas encajar. Al final pidió permiso para escribirlo todo sobre papel, y un funcionario con mucha paciencia le dio unos
post-its
amarillos. Larsen apuntó cada suceso en una nota. Las colocó una detrás de otra, las reordenó, se quedó pensando, escribió algunas notas más con los dedos tiesos y vendados y lo intentó de nuevo.

Lo único que tenía muy claro era el final de la historia.

—Jacob —dijo la directora—. ¿Dónde está Jacob?

Marius Larsen soltó a dos niños, se volvió bruscamente y se dio cuenta de que Jacob se encontraba ya a ciento cincuenta metros de distancia, bajo el brazo de un hombre que estaba abriendo la puerta de un coche aparcado delante de un garaje al final de la calle, hacia el este.

Marius echó a correr.

Mientras corría perdió uno de los zapatos.

Cuando se hallaba a sólo unos diez o doce metros del coche, se puso en marcha el motor. El vehículo bajó de la acera y enfiló la calzada, pero Marius no dejó de correr. No alcanzaba a ver a Jacob. Debía de estar tumbado en el asiento de atrás. Marius se abalanzó hacia el tirador de la puerta. Se cortó el pie descalzo con una botella de cerveza rota. La portezuela se abrió bruscamente y Marius perdió el equilibrio. El coche frenó en seco, con un chirrido. Jacob estaba llorando. Marius no soltó la puerta; ahora la tenía agarrada con fuerza por la ventanilla. El coche arrancó de nuevo, dando coletazos hasta que de pronto aceleró y Marius tuvo que soltarse. No sentía las manos, y el pie herido le sangraba profusamente. Se quedó tirado sobre el asfalto, en la calle Kjelsås.

Jacob estaba tirado a su lado, llorando.

Más tarde se supo que al niño se le había roto la pantorrilla al caer, pero por lo demás estaba perfectamente, dadas las circunstancias.

Exactamente cinco horas después, a las cinco menos diez de la tarde del miércoles, Yngvar Stubø, Sigmund Berli y cuatro detectives de la policía de Asker y Badrum se plantaron delante de la entrada de un piso de vecinos en Rykkin. El portal olía a hormigón húmedo y comida barata, y ningún vecino curioso asomó la cabeza para mirarlos. No se les había acercado ningún niño cuando habían aparcado sus tres coches oscuros justo delante del edificio, tres vehículos iguales con una luz azul mal disimulada en el salpicadero. Todo estaba en silencio. Les llevó tres minutos forzar la cerradura.

—Confío en que las formalidades estén en orden —dijo Yngvar Stubø al entrar en el piso.

—¿Sabes una cosa? Que ahora mismo me la suda.

El policía de Asker y Bærum entró detrás de él, pero Yngvar se volvió y le cerró el paso.

—Es justo en estos momentos cuando más conviene tener cuidado con este tipo de cosas —señaló.

—Que sí, que sí, que muy bien. Apártate.

Yngvar no sabía qué esperaba encontrar. Nada, suponía. Era mejor así, de ese modo se ahorraba sorpresas. Tenía su propio ritual para ocasiones como ésta: un momento contemplativo con los ojos cerrados antes de entrar, para vaciarse el cerebro, librarse de prejuicios y presuposiciones más o menos fundadas.

Esta vez hubiera deseado estar mejor preparado.

Noruega entera vivía en un estado de excepción no declarado.

La noticia se difundió apenas un par de minutos después de que se produjeran los hechos: habían intentado secuestrar a otro niño. En esta ocasión la policía tenía un número de matrícula y una buena descripción del individuo. Tanto el canal público de televisión, NRK, como TV2 cambiaron la programación. Lo que comenzó como una serie de avances informativos acabó convirtiéndose en un programa largo en los dos canales. En un tiempo impresionantemente corto las redacciones consiguieron reunir a expertos en la mayor parte de los campos que podían ser mínimamente pertinentes para el caso. Sólo dos de ellos asumieron una actitud heroica: un conocido psicólogo infantil y un jefe de Kripos retirado, que acabaron recorriendo la ruta entre el número 14 de la calle Karl Johan y Marienlyst. Por lo demás, los canales demostraron tener mucha inventiva. A veces demasiada, como cuando TV2 emitió una entrevista de un cuarto de hora con un empleado de una empresa de pompas fúnebres muy delgado y vestido de negro que, con gran sentimiento, se extendía en explicaciones sobre el sufrimiento de los padres que pierden a sus hijos en circunstancias traumáticas, tema que además ilustró con varios ejemplos más o menos anónimos. La reacción de los espectadores fue tan violenta que el director del canal tuvo que pedir disculpas personalmente antes de que acabara la noche.

Un testigo de la calle Kjelsås había visto que el secuestrador llevaba un brazo escayolado.

Un poco ofendido por el tibio interés que mostró la policía —habían apuntado su nombre y su número de teléfono y habían asegurado que se pondrían en contacto con él en un día o dos— había llamado al teléfono de TV2. Hizo una descripción tan precisa y detallada que uno de los periodistas se acordó de un hombre a quien habían detenido en Asker y Bærum hacía poco tiempo. Un tipo retrasado, por lo que recordaba. El periodista desenterró sus notas de aquella época. Un grupo de vigilancia le había partido el brazo a aquel hombre, pero el caso había caído rápidamente en el olvido porque el detenido no quiso hablar con la prensa. Además, la policía estaba completamente segura de que no tenía nada que ver con los secuestros.

El asesino que había sembrado la alarma en Noruega y que hasta ahora le había quitado la vida a tres niños, quizá cuatro, ¡ya había estado detenido! Y puesto después en libertad sin más, pocas horas después de su detención. Aún peor era que el tipo se hubiera librado también en esta ocasión. La policía había sido alertada inmediatamente por un automovilista avispado que los había llamado por el móvil, pero el criminal había desaparecido. Un auténtico escándalo.

El jefe de policía de Oslo se negaba a contestar a ninguna pregunta. El ministro de Justicia, en una breve conferencia de prensa, declaró que era competencia exclusiva del jefe de policía informar del caso, pero éste permanecía encerrado en su despacho y decía no tener nada de lo que informar.

TV2 le sacó una ventaja a NRK que esta cadena no tenía manera de superar: el informante salió en la televisión. Si no consiguió su cuarto de hora de fama, la entrevista al menos duró un par de minutos. Además, le ingresarían diez mil coronas en su cuenta. Eso para empezar, le aseguró el entrevistador en cuanto apagaron las cámaras.

Lo peor no eran en realidad las revistas de pornografía dura que estaban apiladas por todas partes.

No era nada que Yngvar Stubø no hubiera visto antes. Las revistas estaban impresas en papel barato, pero a cuatro colores. Yngvar sabía que normalmente las fotos se tomaban en países del Tercer Mundo, donde se podía comprar a los niños por muy poco dinero y conseguir que la policía hiciera la vista gorda por un puñado de dólares. Lo peor no era tampoco que los niños que miraban a la cámara con ojos inexpresivos desde las sórdidas fotografías no tuvieran más de dos años. Yngvar Stubø había visto en persona a un niño de seis meses que había sido víctima de una violación, y ya estaba curado de espanto. Que el habitante de la casa tuviera un ordenador le pareció más sorprendente.

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