Catalina la fugitiva de San Benito (72 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Catalina desvió su mirada un momento hacia el maestro y se dio cuenta de que en su rostro se reflejaba la sorpresa. Habrían transcurrido unos tres o cuatro minutos cuando don Pedro Pacheco levantó su estoque con el fin de dar un descanso a los contendientes. Catalina iba a bajar su guardia, cuando el otro atacó; fue una acometida poco caballeresca, rozando los límites de lo incorrecto, que indignó a la muchacha. El maestro continuaba con el espadín levantado y sin embargo, su contrincante, cegado por la intensidad del momento, no cejaba en su ataque. Decidió hacer algo que no pensaba hacer desde un principio: con un habilísimo e imprevisible movimiento, cambió el estoque de mano a la vez que su pie izquierdo adelantaba al derecho variando de esta manera la guardia. El movimiento, como siempre que lo había practicado, tomó por sorpresa a su rival, que fue a partir de aquel instante un juguete en sus manos; con dos precisas fintas y tras un amago de falso ataque, lo tocó a la altura del corazón. El joven quedó un momento parado, instante que aprovechó el maestro para interponer su acero entre los dos a la vez que decía:

—¡Señores, abatan sus armas! Esto se ha terminado.

—¡Ha sido una sucia maniobra! —clamó Nicolás intentando proseguir.

—¡Prefiero no hablar! —respondió el maestro—. ¡Se acabó! ¡Salúdense y dejen los aceros! Y vos, tened la bondad de seguirme —añadió dirigiéndose a Catalina.

La muchacha, tras quitarse el
atrezzo
y sujetando el florete bajo su brazo, se adelantó a Nicolás.

—Os pido disculpas. Ha sido en el fragor de la pelea.

El muchacho reaccionó.

—Yo también me disculpo. Tendré mucho gusto en practicar con vos y aprender ese maravilloso golpe.

—Esto ya está mejor —añadió don Pedro—. Y ahora, caballeros, vuelvan a sus prácticas, y vos seguidme.

Catalina dejó precipitadamente la embotada espada, el guantelete, y la careta en una mesa y siguió a don Pedro tras recoger su tahalí, la capa y su gorra milanesa del perchero donde los había dejado.

El maestro de esgrima la condujo a un saloncito que hacía las veces de despacho y luego de sentarse en un diván le indicó con el gesto que hiciera lo propio.

—¡Por Dios vivo, os juro que en toda mi vida vi golpe igual! ¿Dónde lo aprendisteis?

—Veréis, señor, mi padre decidió, viendo mi zurda condición, que más era una ventaja que otra cosa, de tal manera que no sólo no corrigió este vicio, si lo queréis llamar así, sino que me lo fomentó desde muy pequeño; primeramente con los juegos de pelota y luego con las armas.

—Dad gracias por tener un progenitor tan inteligente. Sabed que os ha hecho un regalo impagable. Tal habilidad es muy difícil de adquirir si no es de natura, y os voy a ofrecer un trato.

Catalina esperaba con la mirada atenta y sin mover un músculo de la cara.

—Alonso, os voy a tomar de ayudante. Vais a dar clase en mi academia. No enseñaréis a nadie este golpe, únicamente a mí; yo a cambio os daré un sueldo y os mostraré ataques y defensas que nadie conoce. ¿Os cuadra mi oferta?

La muchacha se había quedado sin habla.

—Me hacéis «la» muchacho más feliz del mundo. —Los nervios la hacían equivocar—. No hace falta que me paguéis. Únicamente tengo una duda: mis obligaciones me limitan y no sé si podré cumplir con un horario fijo.

—Nos adaptaremos a él. Me interesa sobremanera que aceptéis mi oferta; os pagaré por horas. Vos acudiréis cuando os sea posible y no tendréis un horario puntual.

—Siendo así no sólo acepto, sino que os quedo sumamente agradecido. Si os parece, por el momento podéis contar conmigo las mañanas de los lunes y miércoles.

—Excelente, espero que nuestra colaboración sea fructífera para ambos. Y para celebrarlo os voy a obsequiar con algo que únicamente entrego, en el último curso, a los más avezados de mis alumnos.

El maestro de armas se dirigió a un canterano que adornaba un rincón de la estancia y abriendo un cajón tomó de él algo que Catalina no podía ver desde donde estaba.

—Tomad. —Y al decirlo entregó a Catalina unos guantes descabezados
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, propios de los grandes esgrimistas.

—Me hacéis un honor inmerecido.

—¡No tal! Alguien que lleva en el cinto una espada del perro y viene de parte de María Cordero merece esto y más.

Y con esta frase dio don Pedro Pacheco por concluida la entrevista ante el asombro de Catalina, que no acababa de creerse el cúmulo de sucesos favorables que iban jalonando su camino desde que llegara a la Corte.

La despedida

Don Martín de Rojo estaba en Madrid. Había acudido a uña de caballo tras recibir la maravillosa noticia que le envió por medio de la posta su protector, don Jerónimo Villanueva, anunciándole que su fiel amigo, el doctor Gómez de León, había sido rescatado de las garras del Santo Oficio y trasladado, a espera de la decisión real, a una habitación del hospital de Nuestra Señora del Amor de Dios, en Madrid; allí intentaba recuperarse de su depauperadísimo estado.

Ni tiempo tuvo de prepararse. Abandonó su hacienda y dejando todas las responsabilidades en manos de su esposa, partió para la capital. Era su intención, aprovechando su estancia visitar a Álvaro, y si ocasión hubiere pasar por el palacio del pronotario con el fin de agradecerle cuanto por él había hecho y estaba haciendo. Aunque esta posibilidad la consideraba un tanto remota, dada la conocida falta de tiempo que siempre agobiaba al ilustre procer.

Paró como de costumbre en la posada del Alabardero, sita en la plazuela del Ángel, y tras ocuparse de que su cabalgadura quedara bien atendida, cambiarse de ropa y sacudirse el polvo del camino hizo avisar a una silla de manos y partió hacia la dirección donde se hallaba el piadoso edificio.

Una hora duró el trayecto, ya que andar por Madrid a las cuatro de la tarde era tarea harto compleja aun para los viandantes.

Llegado que hubo a su destino, pagó el importe del viaje y tras despedir la litera se encontró frente a un vetusto edificio de ladrillo que abría sus puertas en la calle del Niño. Una monja estaba al cargo de la portería, y a ella se dirigió el hidalgo:

—Hermana, si sois tan amable, ¿me podéis dar razón de un recién ingresado en la institución?

—¿Podéis decirme su nombre?

—Don Andrés Gómez de León y Urbina.

La religiosa, calándose los anteojos, consultó un legajo que se hallaba sobre el mostrador que la separaba de don Martín.

—Efectivamente. Ingresó hace una semana y media y no se autorizan visitantes.

—Creo que este salvoconducto allanará cualquier inconveniente. —Y añadiendo el gesto a la palabra, el de Rojo, avanzó hacia la monja un documento que le había sido remitido por su poderoso patrocinador.

La mujer lo tomó en su mano y al ver el sello que avalaba su procedencia ablandó su negativa.

—¿Tenéis alguna cédula que acredite ser la persona cuya entrada autoriza este escrito?

El hidalgo rebuscó en su faltriquera y encontró el documento acreditativo del pago de su última aleábala.

—Tomad. ¿Sirve éste?

La hermana leyó atentamente el documento, y levantando la vista de él y al tiempo que hacía sonar una campanilla dijo:

—Ahora os acompañarán.

Con esta última frase la religiosa volvió a sus tareas, en tanto que el hidalgo paseaba nervioso por el vestíbulo a la espera de su lazarillo.

Llegó éste en la figura de una joven monja enfermera que vestía una bata de sarga gris y que en vez de toca llevaba el pelo recogido en un casquete del que no se escapaba ni una guedeja de su pelo, a tal punto que hubiera podido pasar por calva. Se aproximó al mostrador donde se ubicaba la monja portera y cruzó con ella unas palabras; luego se dirigió al hidalgo:

—Si hacéis la caridad de seguirme, os conduciré a la presencia del enfermo.

—A eso he venido y estoy ansioso por verlo.

Partieron ambos, recorriendo un laberinto de escaleras y pasillos del gran edificio. A don Martín trabajo le costaba seguir el rápido paso de la muchacha.

En las grandes naves se alineaban largas hileras de catres; un olor nauseabundo lo invadía todo a pesar de que los techos eran muy altos, y pese a los abundantes pebeteros en los que se quemaba rama de eucalipto mezclada con sasafrás y raíz de china
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que iban jalonando de trecho en trecho el camino que atravesaban. Los lamentos, los gemidos y también los reniegos y las jaculatorias se mezclaban en una barahúnda doliente y trepidante. La sola idea de pensar que su amigo pudiera encontrarse en algunas de aquellas miserables salas, horrorizaba al hidalgo. Finalmente la enfermera se detuvo ante la puerta cerrada de un cuarto ubicado en un bajo escalera. Hizo un gesto con su mano para que don Martín se detuviera y asomó su cabeza en el interior. Luego se volvió:

—Aquí es, podéis pasar. Está muy grave; ahora se encuentra adormilado. Tenéis media hora. Luego pasaré a recogeros.

Tras estas breves palabras, se alejó pasillo adelante ligera y sutil como un ángel alado.

Don Martín Rojo de Hinojosa, de probado valor y que había pasado en su vida militar por situaciones harto peligrosas, tuvo que reunir todos los arrestos que le quedaban para abrir aquella puerta.

La penumbra reinante le impidió al principio ver nada. Luego sus ojos fuéronse acostumbrando a la oscuridad y adivinó, más que vio, un catre de cuyas frazadas salía una cabeza que parecía no tener cuerpo; tal era la delgadez cadavérica del mismo. Sin hacer el menor ruido, se aproximó a su costado y a la cenital luz que se colaba por una abertura del techo y aprovechando que la testa flotante tenía los ojos cerrados, pudo observar con detenimiento el rostro del que había sido durante tantos años el médico de cabecera de su familia.

¡Dios, lo que habían hecho con él! El tiempo transcurrido y la miseria habían marcado con huellas indelebles la noble expresión de su querido amigo. La cabeza prácticamente calva, la frente arrugada, las orejas inmensas, la nariz afilada, la boca contraída en un rictus amargo, la barba raída e hirsuta y la piel apergaminada y blanca que parecía la de un cadáver; de repente los ojos se abrieron y parecieron mirarlo. Don Martín se espantó. Aquellos ojos antes inquietos y llenos de vida eran dos pozos profundos y muertos que le miraban sin reconocerlo. El hidalgo cambió su ubicación a fin de que la tenue claridad que entraba por el ventanuco le diera en el rostro. La mirada perdida y demente del viejo doctor lo siguió y en su fondo apareció una chispa de luz. Una zarpa sarmentosa y vacilante salió de debajo del cobertor y se tendió hacia él; el hidalgo la tomó entre sus manos y la apretó suavemente, con la sensación de que tomaba la garra de un gran pájaro.

Entonces observó que los resecos labios se movían y un estertor sordo y casi inaudible llegó a sus oídos mezclado con un gorgoteo producido por el aire al abrirse paso penosamente para salir desde los pulmones:

—¿Sois vos? ¡El Señor, en su clemencia, ha escuchado mis oraciones!

—¡Y las mías, querido amigo, y las mías!

Entonces aquel despojo humano pareció cobrar vida e incluso su voz se hizo más audible.

—Habéis conseguido sacarme del infierno, aunque sea para morir en paz.

—No digáis inconveniencias. He puesto cuantos medios estaban a mi alcance para lograrlo, y espero no haya sido demasiado tarde.

La garra apretó la mano del hidalgo.

—¡Os buscan, querido amigo! Buscan vuestro deshonor, quieren hacer daño a vuestra familia; nada ha salido de mi boca que pueda perjudicaros. El obispo Carrasco es vuestro declarado enemigo. —El médico sudaba copiosamente—. Sospechan que vuestro hijo no es tal... y buscan probar que habéis mentido al inscribirlo como propio en el
Capítulo de la Nobleza,
no sé con qué finalidad. Nada saben de Catalina... aunque algo sospechan. ¡Guardaos!

Tras aquel supremo esfuerzo, que salió de su boca entre jadeos y gorgoteos espasmódicos, el viejo doctor se detuvo respirando aguadamente. Don Martín no sabía qué hacer; una ligera presión en su mano le indicó que el enfermo quería añadir algo más, y aproximó su oreja a los labios del moribundo.

—El notario de Astorga tiene mi testamento. Cuidad que atiendan a Laurencia, mi vieja criada, y a María Lujan, mi partera. Vos sois mi albacea. —De nuevo se detuvo; la mano desungulada del médico oprimió con un supremo esfuerzo la de su amigo—. ¡Confesión! ¡No me dejéis morir en pecado!

—¡Qué decís! ¡No vais a morir ahora!

—El Señor en su bondad me ha concedido lo que tanto le pedí en la trena: poder avisaros y morir libre y en su gracia. ¡No me lo impidáis vos ahora! ¡Buscad un clérigo!

Don Martín soltó su mano y salió al pasillo gritando.

—¡Un fraile, por el amor de Dios! Un moribundo pide confesión. ¡Deprisa, un cura!

Ya por el pasillo venía la monjita que lo había acompañado, al escuchar sus gritos se detuvo y exclamó:

—¡Voy a por él! —Dio media vuelta y salió corriendo.

El hidalgo regresó de nuevo junto al lecho de su amigo y tomándole la mano le dijo suavemente:

—Os vais a curar. No os hace falta ningún confesor. Vos no habéis hecho daño a nadie en vuestra vida.

La respiración se había hecho aún más agitada e irregular. El costillar de su angosto pecho subía y bajaba descompasado.

—He pecado. Solamente la sangre de nuestro Señor me redimirá si confieso mis graves faltas. ¡Por favor, amigo mío, llamad a un fraile!

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