Authors: Patricia Cornwell
El cadáver de Theodore Andrew Edding ha aparecido bajo el agua, tras una supuesta sesión de inmersión. La forense Kay Scarpetta se encarga del caso y empieza a recibir llamadas telefónicas con identidades falsas, al tiempo que se producen comportamientos sospechosos por parte de sus colegas, intrigantes visitas nocturnas y molestos sabotajes. Ante esta situación, a Scarpetta no le queda más remedio que encerrarse en su laboratorio y no dejar ningún indicio por investigar.
Patricia Cornwell
Causa de muerte
(Kay Scarpetta - 07)
ePUB v1.1
betatron25.10.2011
Título: Causa de muerte
© 1997, Patricia Cornwell
Título original:
Cause of Death
Traducción de Hernán Sabaté
Serie: Kay Scarpetta 7
Editorial: Ediciones B
ISBN: 9788466304689
A Susanne Kirk,
Editora visionaria y amiga
Y él les dijo la tercera vez: ¿Pues qué mal ha hecho éste? Ninguna culpa de muerte he hallado en él.
L
UCAS
, 23:22
L
a última madrugada del año más sangriento en Virginia desde la Guerra de Secesión, encendí la chimenea y me senté ante una ventana en la que sabía que, al amanecer, divisaría el mar. A la luz de una lámpara, envuelta en una bata, estaba revisando las estadísticas anuales de mi oficina relativas a accidentes de coche, ahorcamientos, palizas, tiroteos, apuñalamientos y demás, cuando el teléfono sonó desconsideradamente a las cinco y cuarto.
—Maldita sea —murmuré. Empezaba a arrepentirme de mi ofrecimiento de atender las llamadas al doctor Phillip Mant—. ¡Está bien, está bien!
La desvencijada casa de campo de Mant estaba escondida tras una duna en un austero municipio de la costa de Virginia llamado Sandbridge, entre la base naval anfibia de la Marina y el refugio nacional de la vida salvaje de Back Bay. Mant era mi forense ayudante jefe en el distrito de Tidewater y, desgraciadamente, su madre había fallecido la semana anterior, en Nochebuena. En circunstancias normales, el regreso a Londres para poner en orden los asuntos familiares no habría constituido una emergencia para el sistema forense del estado de Virginia, pero la patóloga forense ayudante de Mant ya estaba de baja por maternidad y el supervisor del depósito de cadáveres había dejado su puesto de trabajo hacía poco tiempo.
—Domicilio de los Mant —respondí mientras el viento agitaba las siluetas oscuras de los pinos tras los cristales.
—Aquí el agente Young, de la policía de Chesapeake —dijo una voz que sonaba a la de un varón blanco criado en el Sur—. Querría hablar con el doctor Mant.
—Está en el extranjero —respondí—. ¿Puedo ayudarle en algo?
—¿Es usted la señora Mant?
—Soy la doctora Kay Scarpetta, forense jefe. Sustituyo al doctor Mant.
Tras un titubeo, la voz continuó:
—Nos ha llegado información sobre una muerte. Una llamada anónima.
—¿Sabe dónde se ha producido la supuesta muerte? —Empecé a tomar notas.
—Según parece, en el varadero de naves fuera de servicio de la Marina.
—¿Perdón?
El hombre repitió lo que acababa de decir.
—¿Estamos hablando entonces de un submarinista de la Marina?
Me sentí desconcertada, porque tenía entendido que los únicos buceadores autorizados a sumergirse entre los viejos buques amarrados en el varadero eran los especialistas de la Marina cuando estaban de maniobras.
—No sabemos quién es, pero quizá buscaba recuerdos de la Guerra de Secesión.
—¿De noche?
—Señora, la zona está prohibida a menos que uno disponga de autorización, pero eso no ha impedido que algún curioso haya entrado en anteriores ocasiones. Se cuelan con los botes cuando ya ha anochecido.
—¿Es eso lo que el comunicante anónimo ha insinuado que había sucedido?
—Más o menos.
—Eso es bastante interesante.
—Lo mismo pienso yo.
—Y todavía no se ha encontrado el cuerpo... —murmuré. Me intrigaba que aquel agente llamara a un médico forense a una hora tan temprana, cuando aún no se tenía constancia de que existiera un cuerpo ni había siquiera una denuncia de desaparición.
—Ya estamos dando una batida y la Marina enviará unos buceadores, de modo que tendremos controlada la situación si aparece, pero quería que usted lo supiera. Y haga el favor de expresarle mis condolencias al doctor Mant.
—¿Sus condolencias? —repetí con perplejidad, pues no entendía que el hombre llamara preguntando por Mant si ya conocía su situación.
—Me he enterado de que ha fallecido su madre.
Apoyé la punta del bolígrafo en el papel.
—¿Me puede dar su nombre y un número donde llamarlo?
—Soy el agente S. T. Young.
Tomé nota de su número de teléfono y colgamos. Contemplé el fuego mortecino de la chimenea y me levanté a añadir leña. Me sentía inquieta y sola. Me hubiera gustado estar en Richmond, en mi casa, con velas en las ventanas y el árbol de Navidad decorado con felicitaciones de mi pasado. Deseaba escuchar a Mozart y a Haendel en lugar de oír el ulular del viento en el tejado y lamenté haber aceptado el amable ofrecimiento de Mant para que me quedase en su casa en vez de alojarme en un hotel.
Reanudé la lectura del informe estadístico, pero no dejaba de darle vueltas al asunto. Imaginé las aguas lentas del río Elizabeth, que en esa época del año estarían a menos de quince grados y en las que la visibilidad quedaría reducida, como mucho, a medio metro.
Una cosa era sumergirse en invierno a pescar ostras en la bahía de Chesapeake o salir a treinta millas de la costa en pleno océano Atlántico para explorar un porta aeronaves alemán hundido u otras maravillas por las que merecía la pena ponerse un traje de buceo, y otra muy distinta sumergirse en el río Elizabeth, donde la Marina varaba las embarcaciones decomisadas. No me cabía en la cabeza que alguien buceara solo en aquellas aguas, de noche y en invierno, para buscar cualquier curiosidad o artefacto, y pensé que la denuncia resultaría una broma.
Me levanté de la butaca y me dirigí al dormitorio principal, donde mis pertenencias se habían dispersado por toda la estancia, pequeña y gélida. Me desnudé deprisa y tomé una ducha rápida pues el primer día había descubierto que el calentador de agua tenía sus limitaciones. En realidad no me sentía a gusto en la ventosa casa del doctor Mant, con las paredes de pino nudoso de color ámbar y los suelos pintados de marrón oscuro en los que destacaba cada partícula de polvo. Daba la impresión de que mi ayudante jefe, el británico doctor Mant, vivía en las oscuras garras de las rachas de viento. Cada instante que pasé en su casa, amueblada con lo indispensable, me sentí perturbada por sonidos cambiantes que a veces me hacían incorporarme en la cama en plena noche y buscar a tientas mi arma.
Envuelta en la bata y con los cabellos recogidos en una toalla, inspeccioné el dormitorio y el baño de invitados para asegurarme de que todo estaba en orden para la llegada a mediodía de mi sobrina Lucy. Después pasé revista a la cocina, que resultaba penosa en comparación con la mía. Parecía que no me había olvidado nada el día anterior, cuando fui en coche hasta Virginia Beach para comprar, pero lo cierto es que tendría que pasarme sin trinchador de ajos, amasador de pasta, procesador de alimentos y horno a microondas.
Empezaba a preguntarme seriamente si Mant comía allí alguna vez, e incluso si pasaba alguna noche en la casa. Por lo menos me había preocupado de meter en el equipaje parte de mi cubertería y de mi batería de cocina, y eran pocas las cosas que no podría improvisar con mis cazuelas y cuchillos.
Leí un rato más y me quedé dormida a la luz de una lámpara de brazo flexible. El teléfono me sobresaltó de nuevo y descolgué el auricular mientras mis ojos se acostumbraban a la luz diurna que me daba en el rostro.
—Aquí el detective C. T. Roche, de la policía de Chesapeake —dijo otra voz de varón que no reconocí—. Tengo entendido que sustituye al doctor Mant y necesitamos rápidamente una respuesta de usted. Parece que ha habido un accidente de buceo en el varadero de naves fuera de servicio de la Marina, con un fallecido. Tenemos que ir allí y recuperar el cadáver.
—Un agente suyo me informó hace unas horas por teléfono. Supongo que se trata del mismo caso, ¿no?
A su largo silencio siguió un comentario bastante a la defensiva.
—Según todas mis noticias, yo soy el primero en notificárselo.
—Un agente llamado Young me ha llamado a las cinco y cuarto de la madrugada. Déjeme ver... —Repasé la lista de llamadas—. Las iniciales eran S, de Sam, y T, de Tom.
Tras otra pausa, el hombre al teléfono respondió en el mismo tono:
—Mire, no sé a quién se refiere, porque aquí no tenemos a nadie con ese apellido.
Mi corazón empezó a bombear adrenalina mientras tomaba notas. Eran las nueve y trece minutos. Estaba perpleja por lo que el hombre acababa de decirme. Si el primer comunicante no era policía, ¿quién era y por qué había llamado? Además, ¿cómo era que conocía a Mant?
—¿Cuándo se ha descubierto el cuerpo?
—Hacia las seis, un guardia de seguridad del varadero observó la presencia de una batea de fondo plano anclada detrás de uno de los barcos. Había una larga manguera que penetraba en el agua, como si hubiera algún buzo en el otro extremo. Cuando comprobaron que pasaba una hora sin que el individuo asomara, nos llamaron. Bajó un submarinista y, como le he dicho, hay un cuerpo.
—¿Está identificado?
—Recuperamos una cartera en la batea. El permiso de conducir va a nombre de un varón blanco llamado Theodore Andrew Eddings.
—¿El periodista? —dije incrédula—. ¿Ted Eddings?
—Treinta y dos años, pelo castaño y ojos azules, según la foto. Tiene una dirección en Richmond, en West Grace Street.
El Ted Eddings que conocía era un prestigioso periodista de investigación de la Associated Press. Apenas pasaba una semana sin que me llamara por algo. Me quedé tan sorprendida que por un momento fui incapaz de pensar de un modo coherente.
—También recuperamos una pistola de nueve milímetros —añadió el policía.
—Esa identificación no debe facilitarse a la prensa ni a nadie más, bajo ningún concepto, hasta que esté plenamente confirmada —dije con tono muy firme.
—No se preocupe por eso. Ya se lo he advertido a todo el mundo.
—Bien. ¿Y nadie tiene idea de qué hacía ese individuo buceando en ese varadero? —pregunté.
—Quizá buscaba objetos de la Guerra de Secesión.
—¿En qué se basa para decir eso?
—Mucha gente busca balas de cañón y otras cosas de esa época en los ríos de por aquí —respondió—. Bueno, seguimos adelante y lo sacamos para que no permanezca en el agua más tiempo del necesario.
—No. No quiero que nadie lo toque. Y además no cambiará nada si lo dejamos un rato más en el agua.
—¿Y qué hará usted? —La voz volvía a tener un tono defensivo.
—No lo sabré hasta que llegue ahí.
—Bueno, no creo necesario que venga...
—Detective Roche —lo interrumpí—, no es usted quién para decidir si es necesaria mi presencia, o qué puedo hacer o dejar de hacer cuando llegue.
—Verá, tengo a toda esa gente aguardando y para esta tarde se espera una nevada. A nadie le apetece rondar por los embarcaderos.