Authors: Patricia Cornwell
—Problema técnico —respondí.
Coloqué el tanque entre las piernas para flotar sobre él como si lo hiciera sobre un misil en un espacio frío y lóbrego. Ajusté de nuevo las cinchas y contuve el miedo.
—¿Necesita ayuda?
—No. Cuidado con los cables —respondí.
—Hay que tener cuidado con todo —añadió él.
Me vino a la cabeza el pensamiento de que había muchas maneras de morir allí abajo. Introduje los brazos en el chaleco compensador de flotación, me lo pasé por la espalda y conseguí ajustármelo de nuevo.
—¿Todo en orden? —insistió Ki Soo.
—Todo en orden, pero no se distancien tanto.
—Demasiadas interferencias. Con todos esos grandes cascos desvencijados alrededor... Bajamos detrás de usted. ¿Quiere que nos acerquemos más?
—Todavía no.
Los dos marineros se mantenían a una distancia prudente porque sabían que quería ver el cuerpo sin distracciones ni interferencias. No era necesario que nos interpusiéramos en nuestros respectivos caminos. Poco a poco me dejé caer a más profundidad y, ya cerca del fondo, me di cuenta de que la manguera debía de haberse enganchado en algún obstáculo, lo que explicaría que estuviera tan tensa. No sabía muy bien en qué dirección moverme e intenté desplazarme unos palmos a la izquierda, donde algo me rozó. Al volverme me encontré con el muerto cara a cara. Di un respingo y su cuerpo me golpeó y me dio un leve codazo debido a mi gesto involuntario. Toqué la manguera. Impulsado por el tirón y con movimientos lánguidos, el muerto se volvió y flotó a la deriva hacia mí al extremo de su atadura, con los brazos enfundados en goma extendidos corno los de un sonámbulo.
Dejé que se acercara y volvió a chocar conmigo, pero esta vez no me asusté porque no me cogió por sorpresa. Era como si intentara llamar mi atención o como si quisiera sacarme a bailar en la infernal oscuridad del río que se había cobrado su vida. Mantuve una flotación neutra, sin apenas mover las aletas, porque no quería remover el fondo o cortarme con las piezas de desguace corroídas por el óxido.
—Lo tengo. O tal vez debería decir que él me tiene a mí. —Pulsé el botón del intercomunicador—. ¿Me han oído?
—Apenas. Estamos a unos tres metros por encima de usted. Esperamos.
—Sí, esperen un poco más. Lo sacaremos después.
Intenté utilizar de nuevo la linterna pero otra vez me di cuenta de su inutilidad y comprendí que tendría que ver aquella escena con las manos. Guardé la linterna en el chaleco y acerqué la pantalla del ordenador hasta casi tocar las gafas. Apenas pude distinguir que estaba a diez metros de profundidad y que me quedaba más de la mitad del tanque. Empecé a rodear el cuerpo, inspeccionándolo, pero a través de las aguas turbias sólo pude distinguir la forma vaga de sus facciones y un mechón de pelo que escapaba de la capucha.
Cogí el cadáver por los hombros y le palpé el pecho con cuidado, siguiendo la manguera. Esta se enroscaba en torno al cinturón de lastres y empecé a seguirla hacia el lugar donde se había enganchado con algo. Una enorme hélice oxidada apareció de pronto ante mis ojos a unos tres metros. Toqué la plancha metálica del casco de un barco, cubierta de percebes, y maniobré para no seguir acercándome. No quería colarme bajo una embarcación tan grande como una pista de deportes y tener que buscar a ciegas la salida antes de quedarme sin aire.
La manguera estaba enredada y la palpé para comprobar si se había doblado o comprimido de forma que hubiese interrumpido el flujo de aire, pero no encontré ninguna señal de tal cosa. De hecho, cuando intenté liberarla de la hélice, descubrí que podía hacerlo sin dificultad. No vi ninguna razón por la que el buceador no hubiera podido liberarse y sospeché que la manguera se había enredado después de su muerte.
—La manguera del aire estaba enganchada en uno de los barcos —anuncié por el micrófono—. No sé cuál.
—¿Necesita ayuda? —preguntó Jerod.
—No. Ya tengo el cuerpo. Pueden empezar a tirar.
Noté que la manguera se tensaba.
—Muy bien, voy a guiarlo hacia arriba —comenté—. Sigan tirando. Muy despacio.
Me coloqué detrás del cuerpo, lo agarré por debajo de las axilas y me impulsé con los tobillos y las rodillas en lugar de hacerlo con las caderas, porque tenía bastante limitados los movimientos.
—Despacio —avisé por el micrófono, porque no me era posible ascender a más de un palmo por segundo—. Despacio, despacio...
De vez en cuando levantaba la vista, pero no conseguí distinguir nada hasta que emergí en la superficie. Para entonces, bruscamente, el cielo se había teñido de nubes gris pizarra y el bote de rescate se mecía en las proximidades. Hinché el chaleco de control de flotación del muerto, procedí a hacer lo mismo con el mío, volví el cadáver boca arriba y le desabroché el cinturón de lastres, que casi se me escapó de las manos debido a su peso. Finalmente, conseguí entregárselo a los miembros del grupo de rescate que, enfundados en trajes isotérmicos, parecían saber lo que se hacían a bordo de su viejo bote de fondo plano.
Mis dos compañeros y yo nos dejamos puestas las gafas porque todavía teníamos que volver a nado a la plataforma, de modo que continuamos hablando por el micrófono y respirando aire de los tanques mientras colocábamos el cuerpo en una cesta de tela metálica. Acercamos la cesta al bote y ayudamos a los rescatadores a subirlo a bordo mientras el agua chorreaba por todas partes.
—Hay que quitarle la escafandra —indiqué al grupo de rescate. Los hombres me miraron con desconcierto. Evidentemente no disponían de equipo de transmisión y no habían oído una palabra de lo que decíamos.
—¿Necesita ayuda para quitarse la escafandra? —preguntó uno de ellos al tiempo que me tendía la mano.
Rechacé su ofrecimiento y sacudí la cabeza. Me agarré al borde de la embarcación y me encaramé para alcanzar la cesta. Retiré la escafandra del muerto, la vacié de agua y la dejé junto a la cabeza encapuchada, de la que asomaba un mechón de largos cabellos rubios. Fue entonces cuando lo reconocí, pese a la profunda marca ovalada que habían dejado las gafas en torno a sus ojos. Reconocí la nariz recta y el bigote oscuro que enmarcaba su boca de labios carnosos. Pertenecían al periodista que siempre había sido tan justo conmigo.
Uno de los hombres del grupo de rescate se encogió de hombros.
—¿Todo bien? —preguntó.
Asentí, aunque me di cuenta de que no comprendían la importancia de lo que acababa de hacer. Mi motivo era estético, porque cuanto más tiempo permaneciera la escafandra presionando la piel del cadáver, cuya elasticidad desaparecía rápidamente, menos posibilidades habría de que se borrara la marca. Un detalle que carecía de importancia para investigadores y auxiliares médicos, pero no para los seres queridos que desearan ver por última vez las facciones de Ted Eddings.
—¿Llega bien mi transmisión? —pregunté entonces a Ki Soo y a Jerod mientras flotábamos en el agua.
—Perfectamente. ¿Qué quiere que hagamos con esta manguera? —dijo el segundo.
—Córtenla a unos tres metros del cuerpo y suelten el extremo —contesté—. Guarde eso y el regulador del difunto en una bolsa de plástico.
—Tengo una en el chaleco —se ofreció Ki Soo.
—Muy bien. Ya la pueden utilizar.
Una vez hecho cuanto estaba en nuestra mano nos tomamos un pequeño descanso, flotando en las aguas legamosas y contemplando la batea y el aparato de bombeo de aire. Al inspeccionar la zona en la que nos habíamos sumergido advertí que la hélice en la que se había enredado la manguera de Eddings pertenecía al
Exploiter.
El submarino parecía posterior a la Segunda Guerra Mundial; tal vez era de la época de la guerra de Corea, y me pregunté si habría sido despojado de sus mejores piezas y estaría destinado al desguace. Me pregunté también si Eddings se habría sumergido allí por alguna razón o si la corriente lo habría llevado a aquel lugar después de muerto.
El bote de rescate estaba a medio camino del embarcadero de la orilla opuesta del río, donde esperaba una ambulancia que llevaría el cuerpo al depósito. Jerod me indicó con un gesto que todo iba bien. Le devolví el gesto aunque no compartía su optimismo. Deshinchamos los chalecos de control de flotación y el aire salió con un silbido mientras nos hundíamos bajo las aguas del color de los centavos viejos.
Había una escala que conducía del río a la plataforma de buceo y otra que llevaba al muelle. Las piernas me temblaban mientras subía. Mi fuerza no era comparable con la de Jerod ni la de su compañero, que cargaban con todo su equipo como si no pesara nada, pero conseguí despojarme del chaleco y del tanque por mí misma y no pedí ayuda. Un coche patrulla ronroneaba junto a mi vehículo, y alguien remolcaba la batea de Eddings hasta el amarradero. Habría que verificar la identidad del fallecido, pero yo no tenía ninguna duda.
—Bueno, ¿qué opina usted? —soltó de pronto una voz.
Levanté la mirada y vi al capitán Green en el embarcadero, junto a un hombre alto y delgado. Esta vez Green debió de sentirse caritativo porque me tendió la mano para ayudarme.
—Vamos —dijo—. Déme su tanque.
—No sabré nada hasta que examine el cuerpo —indiqué mientras ponía a su alcance el tanque del aire, primero, y luego el resto del equipo—. Gracias, capitán. La batea con la manguera y todo lo demás debe enviarse directamente al depósito —añadí.
—¿Sí? ¿Qué piensa hacer con ello? —quiso saber.
—El compresor también será sometido a una autopsia.
—Desde luego su equipo de buceo va a necesitar una buena limpieza, señora-comentó su flaco acompañante como si supiera de buceo más que el mismísimo Jacques Cousteau. Su voz me resultó familiar—. Tiene un montón de aceite y de óxido.
—Tiene usted razón —asentí mientras me encaramaba al muelle.
—Soy el detective Roche —se presentó el hombre, que vestía una estrafalaria combinación de téjanos con cazadora vieja de cuero—. ¿Ha dicho usted que la manguera estaba enredada en algo?
—Sí, y me pregunto cuándo me ha oído decirlo —respondí. Ya en el muelle, no me hacía ninguna gracia la idea de llevar de nuevo a mi coche el equipo de buceo, sucio y mojado.
—Hemos seguido la recuperación del cuerpo, naturalmente —declaró Green—. El detective Roche y yo estábamos en el edificio, pendientes de lo que decían ustedes.
Recordé la advertencia de Ki Soo y bajé la mirada a la plataforma, donde él y Jerod estaban recogiendo sus respectivos equipos.
—La manguera estaba enganchada —confirmé—, pero no sabría decir cuándo se enredó. Tal vez sucediera antes de producirse esa muerte, o quizá después.
Roche no parecía interesado en el asunto lo más mínimo, aunque siguió contemplándome de un modo que me hizo sentir incómoda. El detective era muy joven y casi guapo, con facciones delicadas, labios generosos y cabellos oscuros, cortos y rizados, pero me desagradaron sus ojos, agresivos y presuntuosos. Me quité la caperuza y me pasé los dedos por los cabellos resbaladizos. El muchacho continuó mirándome mientras abría la cremallera del traje isotérmico y me despojaba de la parte superior tirando de ella hasta las caderas. Debajo llevaba el traje de buceo ligero, y el agua atrapada entre éste y la piel se estaba enfriando rápidamente. Muy pronto estaría aterida de frío. Ya tenía las uñas de las manos amoratadas.
—Uno de los hombres del grupo de rescate dice que el cadáver tiene la cara muy encarnada —dijo el capitán mientras yo ataba las mangas del traje isotérmico en torno a mi cintura—. Me pregunto si eso significa algo.
—Es la lividez por frío —respondí. Green me miró, expectante—. Los cuerpos expuestos al frío adquieren un tono rosa brillante —añadí, al tiempo que empezaba a tiritar.
—Ya. Entonces, no es...
—No —lo interrumpí. Me sentía tan incómoda que no podía soportar la conversación un segundo más—. No significa nada. Oiga, ¿hay por aquí algún lavabo donde me pueda quitar todo esto?
Miré a un lado y a otro y no vi nada prometedor.
—Por ahí. —Green señaló un pequeño remolque junto al edificio de administración—. ¿Quiere que el detective Roche la acompañe y le enseñe dónde está todo?
—No es necesario.
—Esperemos que no esté cerrado —añadió el capitán.
Si lo estaba, mala suerte para mí. Pero no. El lugar era horrible: apenas un lavamanos y un retrete que daban la impresión de no conocer una limpieza en su historia reciente. Una puerta que daba al lavabo de hombres estaba cerrada con candado y cadena, como si un sexo u otro estuviera escrupulosamente preocupado por preservar la intimidad.
No había calefacción. Cuando estuve desnuda descubrí que tampoco había agua caliente. Me limpié como pude y me apresuré a ponerme un chándal de entrenamiento, unas botas para después de esquiar y un gorro. Era la una y media. Lucy ya habría llegado a casa de Mant, y yo ni siquiera había empezado a hacer la salsa de tomate. Estaba agotada y ansiosa por conseguir una buena ducha caliente, o un baño.
No sabía cómo librarme de Green, que me acompañó hasta el coche y me ayudó a colocar el equipo de buceo en el portaequipajes. Para entonces, la batea ya había sido cargada en un camión e iba camino de mi oficina en Norfolk. No volví a ver a Jerod ni a Ki Soo, y sentí no poder despedirme de ellos.
—¿Cuándo hará la autopsia? —me preguntó el capitán.
Al observarlo me pareció la típica persona débil en un puesto de rango o poder. Había hecho todo lo posible por ahuyentarme, pero al ver que no conseguía nada con su actitud había decidido congraciarse conmigo.
—Ahora. —Puse en marcha el coche y conecté la calefacción al máximo.
—¿Tiene abierto el despacho? —preguntó Green, sorprendido.
—Acabo de abrirlo —respondí.
Aún no había cerrado la portezuela. Green apoyó los brazos en la parte superior del marco y bajó la mirada hacia mí. Lo tuve tan cerca que distinguí las venillas de sus mejillas y de las aletas de la nariz, e incluso los cambios de pigmentación producidos por el sol.
—¿Me pondrá al corriente de su informe?
—Cuando determine la causa y el modo de la muerte, estaré encantada en comentarle los resultados —asentí.
—¿El modo? —Green torció el gesto—. ¿Insinúa que existe alguna duda de que se trata de una muerte accidental?
—Siempre puede haber dudas, capitán. Mi trabajo consiste en plantearlas.
—Bueno, si encuentra un navajazo o una bala en la espalda, espero ser el primero en saberlo —apuntó con ironía al tiempo que me tendía una tarjeta de visita.