Authors: Lluís Hernàndez i Sonali
Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil
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—¿Y los semisatinados, qué son? —preguntó Mina.
Julia, que aún no se había sacado todo el miedo del cuerpo, se sentía orgullosa de saber algo que las otras ignoraban:
—¡Son los peores de todos! Son los que te lo pegan: si coincides un par de veces con un semisatinado, aunque tú no lo seas, te vuelves satinado.
—Pero tú no lo eres, ¿verdad?— preguntó el encargado.
—No, no se preocupe. Los satinados no somos contagiosos; sólo los semi. Seguro. Por eso no dejan que los semi vuelvan a casa… Como una chica que conocí, que se llama Noelia, que quería ir a la universidad y en su casa le podían pedir el certificado que necesitaba, porque tienen dinero y ella es muy lista, pero resultó que era semi…
***
Aquel mismo día por la tarde, el encargado se acercó a Julia.
—Julia… —al encargado, siempre tan seguro de sí mismo, le fallaba la voz—. Esta tarde, a la salida del trabajo, Si te parece bien, podríamos ir a tomar una copa… Tú y yo… ¿Te apetece?
LEY ÚNICA DEL CERTIFICADO
Artículo 49
a)
Los contratos prematrimoniales no podrán contener ningún acuerdo en el que se haga referencia a ningún posible certificado de ninguno de los cónyuges.
b)
Cualquier cláusula de un contrato de matrimonio que haga referencia directa a un certificado o a la duración de un certificado de cualquiera de los futuros cónyuges será nula y, en su caso, podrá contaminar de nulidad a todo el contrato.
Artículo 56
La solicitud de expedición de cualquier certificado será siempre voluntaria, con excepción de los certificados penales establecidos por esta Ley Única y por las leyes penales.
Don Pantaleone no era un hombre feliz. Todos lo sabían. Su mujer, sus hijos, los hombres que trabajaban para él en su casa o en cualquiera de sus empresas. Tonio, su hombre de confianza, el que le hacía de chofer, el que iba con él a todas partes, sabía que don Pantaleone no era feliz y había renunciado hacía ya mucho tiempo a comprender por qué. También había aprendido a no resultar perjudicado por sus manifestaciones de infelicidad.
También la mujer de don Pantaleone había encontrado, hacía tiempo, la manera de mantenerse al margen de los ataques de mal humor de su marido… E incluso de los ataques de buen humor, se repetía a menudo. La receta tenía dos componentes principales: por un lado, se había encargado de demostrarle que podía tener más mala leche que el y que, si llegaba el caso, él tenía muchas posibilidades, si no todas, de perder la partida. El segundo componente era algo más sencillo: las criadas, las muchachas que servían la comida o se encargaban de limpiar la casa, las ayudantas de cocina… La señora Antonella se aseguraba de que siempre hubiera, como mínimo, un par de buen ver…, vaya, de muy buen ver. Se trataba de mantenerlo ocupado.
En cuanto a los hijos, la chica, la mayor, se había casado muy joven y había ido a vivir lejos de la casa paterna. Se veían de vez en cuando; don Pantaleone pensaba —probablemente con razón— que su yerno era un calzonazos, en todo caso, un calzonazos de buena familia y muy bien situada. Y doña Antonella, por su parte, no dudaba de que su hija, como ella había hecho en su momento, era muy capaz de mantener su matrimonio controlado. Por este lado no había ningún problema.
Y por parte del hijo, parecía que tampoco. Leonetto, el hijo, era el mimado de don Pantaleone. No sólo le toleraba cualquier cosa, sino que además siempre encontraba la manera de que otro cargase con sus culpas . De todas formas, el hijo ya no era tan joven y, poco a poco, parecía que iba ordenando su vida. Hacía tiempo que se ocupaba,más que su padre, de la marcha de las empresas y, aunque a menudo todavía desaparecía con alguna de las secretarias, había dejado de ser el niño irresponsable que su madre temía que sería toda la vida. Pero, en fin, era el heredero, y parecía que había tomado conciencia de que a él, y sólo a el, le correspondería dirigir las empresas familiares cuando su padre faltara.
Y esta era la cuestión. Es decir, ésta era la primera y seguramente única causa de la infelicidad de don Pantaleone: que ya no era joven.
Don Pantaleone tenía algo más de cincuenta años. Para ser precisos, cincuenta y cuatro y medio. Por tanto, si se cuidaba, y teniendo en cuenta que su padre había llegado a los ochenta y su abuelo casi a los noventa, podía considerar razonablemente que todavía le quedaban treinta o cuarenta años. Treinta o cuarenta años daban para perseguir a muchas criadas y para muchas copitas de grapa. Pero…
Porque, claro está, había un pero. Desde antes de los veinte años, don Pantaleone tenía un certificado individual. Un C5, pues tampoco era cuestión de solicitarlo más largo —opción que todo el mundo le había desaconsejado— ni más corto, con el riesgo de olvidarse de renovarlo en algún momento en que de verdad lo necesitara. Pero a los cuarenta y cinco años, probablemente como consecuencia de la crisis de los cuarenta, don Pantaleone, sin consultarlo antes con nadie, solicitó un C35. Tardaron una semana, y al final le dijeron que algo no funcionaba bien, que el sistema había tenido un comportamiento errático… Que tenía que repetirlo. Y dos días después, dos días de angustia y de mal humor, le llegó el resultado: negativo.
Por tanto, don Pantaleone sabía desde los cuarenta y cinco años que no llegaría a los ochenta. Y como no sólo su mujer, sino también las criadas, la vieja y fiel cocinera y, muy especialmente, Tonio, su chofer y hombre de confianza, no querían pasar otra vez dos días como aquellos, don Pantaleone tuvo que renunciar a solicitar un C30, como era su deseo. Como mucho, le dejaron renovar el C5, que dio positivo, y asunto arreglado. En consecuencia, don Pantaleone, decidido a vivir sin inquietud ni problema alguno los años que le quedaban, resolvió pasar la mayor parte del tiempo en su casa, y que las empresas las llevara su hijo o quien fuera, tanto le daba.
***
Todos se acostumbraron a la nueva rutina. Y a dejar pasar el tiempo sin nada más que no fuera el día a día.
O no.
El último C5, solicitado a los cincuenta años, estaba a punto de caducar. Todos lo sabían. Tres meses antes, don Pantaleone ya no podía vivir. Su mujer renovó el plantel de criadas, e incluso contrató a dos jovencitas de diecisiete años, una rubia y otra morena, bien aleccionadas… Todo fue inútil.
Un lunes muy temprano, dos meses antes de la fecha de caducidad, don Pantaleone bajó a la ciudad para renovarse el C5. Con malos modos, le indicó a su fiel chofer que esperase en el coche, que no necesitaba la compañía de nadie, que ya era mayorcito para ir solo a los sitios. A la vuelta, después de un viaje en completo silencio por parte de ambos, Tonio, que venía maquinando una idea desde hacía días, se las arregló para conseguir hablar con la señora en privado.
Hablaron un rato, no muy largo, porque los dos se conocían desde hacía muchos años y tenían claras muchas cosas. Una vez que se pusieron de acuerdo, Tonio bajó de nuevo a la ciudad, ahora solo, para hacer un encargo. La señora, por su parte, se presentó en la cocina y tuvo otra discreta conversación con la cocinera.
Dos días después, el día que tenía que ir a recoger el resultado de su C5, don Pantaleone, que había pasado muy mala noche, como si algo se le hubiera roto por dentro, se levantó de la cama, pero sólo para ir al lavabo, con una descomposición de caballo. La vieja cocinera, muy solícita, le preparó una manzanilla y un poco de caldo…
Tonio, con gran dolor de corazón, tuvo que ir solo a la ciudad a recoger el Certificado de don Pantaleone. Y, de paso, a recoger el otro encargo que había hecho de parte de la señora.
Cuando volvió, fue directamente a la salita donde ella solía coser y mirar la tele.
—Señora Antonella… —se presentó muy respetuosamente.
—Pasa, pasa, Tonio… —le contestó la señora mientras hacía un gesto a Noelia, la rubia de diecisiete años que le hacía compañía, para que saliera un momento.
Tonio entró y, sin decir una palabra, le entregó un certificado a la señora.
—¿Sólo uno, Tonio? —preguntó, sin necesidad, la señora.
—El que usted encargó, señora. Sólo ése.
La señora lo examinó por detrás y por delante mientras Tonio se interesaba:
—¿Se encuentra mejor el señor don Pantaleone?
—Sí, no había motivo de preocupación, ha sido sólo un poco de descomposición.
—Me alegro, señora.
—Gracias… ¿Y entonces, Tonio? ¿Cómo ha ido…? Quiero decir, ¿qué ha pasado con el certificado que encargó el señor? ¿Qué te han dicho?
—Me temo, señora… No me gusta ser portador de noticias dolorosas, pero…
—¿Quieres decir que el C5 del señor ha dado negativo?
—Sí, señora. Y desgraciadamente, tampoco le pueden hacer un C1, me han dicho. Ni siquiera un C1. Si el señor lo supiera, le sentaría fatal.
—Pero no hay necesidad de hacerle sufrir, ¿no es cierto? —Se interesó la señora, muy satisfecha y segura de la respuesta de su fiel servidor.
—No, señora, por supuesto que no —respondió respetuosamente Tonio.
—Entonces, hicimos muy bien en pedir por nuestra cuenta un certificado alternativo, ¿no?
—Sí, señora, creo que sí. Y de toda confianza, como usted misma puede comprobar. Nadie notará la diferencia…
—Pues muy bien. Ya se lo puedes llevar tú mismo. Seguro que harás que se ponga contento.., incluso puede que se le pase la diarrea —dijo ella mientras le devolvía el C5.
—Gracias, señora, ahora mismo se lo llevo.
—Y, Tonio, espero que no tengas inconveniente en seguir trabajando para esta casa, para mí misma… Quiero decir cuando el señor no te necesite. Me gustaría saber que puedo contar contigo.
—Naturalmente, señora. Por supuesto que sí. Muchas gracias.
LEY ÚNICA DEL CERTIFICADO
Artículo 78
a)
Las compañías aseguradoras del ramo vida podrán pedir, pero no exigir como indispensable. la obtención de un certificado a la persona asegurada.
b)
Con independencia de lo que establece el apartado a) de este artículo, las compañías aseguradoras del ramo vida tienen derecho a conocer:
i)
si la persona asegurada tiene o no un certificado expedido.
ii)
si la persona asegurada ha solicitado o no algún certificado previamente al seguro, sea cual sea el resultado del certificado.
c)
Todos los contratos de seguro de vida deberán contener una cláusula en la que se indiquen todos los hechos relevantes relacionados con los apartados a) y b) de este artículo.
Jessica recordaba a menudo a su abuela. Había sido una pionera, una de aquellas mujeres que abren puertas y había tenido, además, la suerte de vivir en los momentos iniciales de la Corporación del Certificado, cuando todo estaba por hacer y por descubrir.
Jessica recordaba a menudo la emoción con que su abuela le explicaba aquellas primeras aventuras, la ocasión en que descubrieron por primera vez que alguien había conseguido falsificar un certificado. Visto con la perspectiva de los años, aquella primera crisis resultaba de una ingenuidad de ésas que te hacen sonreír: ¿cómo habían pensado que no era posible falsificar un certificado? ¿Cómo habían pensado que no habría un montón de gente intentando encontrar la manera de saltarse los controles de seguridad?
En toda la historia de la humanidad, las cosas han funcionado así: si alguien inventa una cerradura, algún otro inventará una llave que la abra. No hay puerta que quede cerrada para siempre, ni secreto sin desvelar, ni moneda sin moneda falsa.
La abuela Jessica había descubierto la primera de las trampas. O, en todo caso, la primera de las trampas que se había descubierto; nadie sabía si antes de aquélla habían funcionado otras trampas con más éxito. Su nieta, Jessica como ella, luchaba ahora, con una rutina constante, contra los que habían encontrado en el certificado un motivo de lucro al margen de la ley: Certificados falsos, chantajes con certificados, divulgación de información que debería ser reservada…
La ley del certificado, que finalmente se había aprobado después de muchas discusiones, se tenía que ampliar a menudo para recoger las nuevas formas de delincuencia que se generaban a su alrededor.
Al principio parecía que nadie había caído en las implicaciones legales y éticas asociadas al certificado. De hecho, como siempre en la historia, un nuevo descubrimiento abría nuevas posibilidades y las abría sin restricciones; para bien y para mal, para uso y para abuso.
Las compañías de seguros de vida fueron, probablemente, las primeras que comprendieron que su negocio quedaría radicalmente alterado con el Certificado. En definitiva, ¿qué sentido podía tener para mucha gente asegurarse la vida, si el concepto de seguro sólo significaba una compensación económica? Ahora tenían una Corporación que les aseguraba la vida, y no un remedio por si la vida fallaba. Y así, los bancos, para conceder un préstamo o una hipoteca, en vez de pedir un seguro de vida, pedían un certificado.
De hecho, cuando se fundó la Compañía del Certificado, sus accionistas principales fueron dos o tres compañías de seguros que vieron que debían cambiar la manera de hacer negocio. Compañías que comprendieron que los cambios sólo son perjudiciales para los que se rebelan contra ellos, no para los que se acomodan a ellos.
Después se pusieron de manifiesto las primeras repercusiones éticas y legales. Alguna gran corporación empezó a pedir un certificado antes de contratar nuevo personal; decían que, si tenían que dedicar años a la formación de los nuevos trabajadores, querían tener la garantía de que vivirían lo suficiente para aplicar los conocimientos que tanto costaba adquirir. Después de muchas presiones, el gobierno prohibió estas prácticas y estableció importantes sanciones para las compañías que intentaran perpetuarlas de una u otra manera. Es evidente que, también aquí, hecha la ley, hecha la trampa, y todo el mundo era consciente de que nadie invertiría ni tiempo ni dinero en la formación de trabajadores que no se sabía si vivirían o no, cuando podía tener una forma de asegurarse la inversión.
De todas formas, lo que contaba era la letra de la ley.
De manera que quedó claro que nadie podía verse obligado a hacerse un certificado ni desvelar a nadie su resultado.
Después llegaron los problemas psicológicos, hasta que se tuvieron que prohibir de manera general los certificados individuales de duración inferior a cinco años, en vista de que muchas personas no podían asumir que les quedaban sólo dos o tres años de vida… Y se empezaron a establecer controles de psicoconciencia, de madurez, de psicovida, sin los cuales no se podían solicitar certificados de larga duración, como los C25 o los C30, especialmente en las personas ancianas…