¿Quiso Julio César, el gran conquistador de las Galias y de las mujeres de sus enemigos y aliados, coronarse rey de Roma? ¿Fue Augusto, enfermizo y acomplejado, un gobernante maquiavélico? ¿Cómo se convirtió Tiberio en un tirano estrafalario recluido en la isla de Capri? ¿Qué enfermedad mental aquejó a Calígula para que llegara a convertirse en un dios psicópata? ¿Era Claudio tan estúpido como le pintan sus contemporáneos? ¿Cómo pudo Nerón, el más amado de todos los emperadores al comienzo de su mandato, devenir en el más odiado? El catedrático José Manuel Roldán, un moderno Suetonio, nos redescubre la apasionante vida -pública y privada- de los emperadores de la dinastía Julio-Claudia originada en César, el brillante general. En palabras del autor: «Nunca en la historia de la humanidad ha habido soberanos que hayan dispuesto de un poder tan extenso como el de los césares. Un poder que, paradójicamente, se estableció sobre un pueblo que quinientos años atrás había expulsado y execrado para siempre la monarquía».
José Manuel Roldán
Césares
Julio César, Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. La primera dinastía de la Roma Imperial.
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AlexAinhoa12.04.13
Título original:
Césares
© José Manuel Roldán Hervás, 2008.
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E
n una sociedad aristocrática como la romana, que tenía en la familia su pilar fundamental, era natural que se transmitiera de padres a hijos no sólo el patrimonio común, sino también las relaciones sociales, que proporcionaban influencia y poder, las llamadas «amistades» o grupos de presión, lo mismo que el prestigio político que el cabeza de familia, el
paterfamilias
, hubiera ganado. Era deber del receptor no sólo conservar ese patrimonio, sino aumentarlo en lo posible mediante ventajosos matrimonios, ampliación de «amistades» y multiplicación de las riquezas, pero, sobre todo, reconocimiento público merced a los servicios prestados al Estado. Ello propició la formación de «dinastías» familiares, cuyos individuos, a lo lago de su historia, fueron acumulando para la
domus
, la «casa» a la que pertenecían, méritos en la administración, en la diplomacia o en el ejército. Pero el cumplimiento de este objetivo vital, en el seno de las grandes familias, no podía lograrse sin una fuerte emulación entre ellas, que fue convirtiéndose, desde el siglo II a.C., primero en una agria competencia por obtener prestigio y poder; luego, en una amenaza para la propia perduración del estado oligárquico, basado en el gobierno de una aristocracia de «servidores del Estado», cuando las ambiciones individuales de algunos de sus miembros trataron de imponer un poder personal sobre el colectivo aristocrático y sobre el propio Estado. Y fue César, tras una guerra civil, el que finalmente consiguió esta aspiración, nombrándose, por encima de la legalidad, dictador perpetuo.
No puede extrañar que César, como todo romano, quisiera transmitir su legado a algún miembro de su familia. Pero, al no contar con descendencia masculina, hubo de volver los ojos hacia el hijo de su sobrina Atia, Cayo Octavio, que recibió tras su muerte, con la adopción y el nombre del dictador, también su patrimonio económico, pero sobre todo su legado político. Y a ese legado, tras una nueva guerra civil, el joven César le dio consistencia legal mediante un original sistema de autoridad personal: el principado. Por más que, de ipso, el poder del que le fue otorgado el solemne nombre de de carácter monárquico, no se introdujo en el plano del derecho constitucional ninguna monarquía. Las instituciones republicanas, al menos sobre el papel, mantuvieron su vigencia y, en consecuencia, permaneció abierta en el aspecto legal la cuestión de la sucesión.
No fue sólo la idiosincrasia de romano lo que empujó a Augusto desde muy temprano a otorgar una atención prioritaria al tema de la sucesión dentro del ámbito familiar, que todavía vino a complicar más la falta de descendencia directa. También le impulsó el convencimiento de que el mejor medio para proporcionar estabilidad a un régimen de autoridad personal, que ya no tenía marcha atrás, so pena de sumergir de nuevo a Roma en otro período de guerras civiles, era designar al propio sucesor, facilitándole así el reconocimiento público de su papel al frente del Estado. Sólo después de varios experimentos fallidos quedó asegurada una sucesión dinástica, que, también con distintos avatares, mantuvo el poder en algún miembro de la
gens Iulia
durante varias generaciones: Augusto transmitió el poder a Tiberio, el hijo de su mujer, que, aunque perteneciente a la
gens
Claudia
, fue adoptado por el príncipe; a Tiberio le sucedió el hijo de uno de sus sobrinos, Calígula; a Calígula, su tío Claudio, y a Claudio, su hijo adoptivo Nerón, que era además nieto de su hermano Germánico. Pero ninguno de estos traspasos de poder estuvo libre de accidentes.
No es difícil explicar las razones. Desafortunadamente, el problema de la carencia de una ley de sucesión para regular las exigencias dinásticas vino a complicarse por la política de matrimonios de la casa imperial. Desde siempre, la aristocracia romana había tendido a practicar uniones endogámicas como uno de los medios para acrecentar la propia influencia familiar, y la casa imperial era, ante todo, aristocrática. El resultado fue que cada vez hubo mayor número de familias de la aristocracia senatorial con algún lazo de parentesco con la domas imperial. Y cuanto más se extendió en el tiempo la dinastía reinante, mayor fue el número de posibles aspirantes al trono, sólo por el hecho de que llevaban alguna gota de sangre Julia o claudia en sus venas. Ello sólo podía generar rivalidades en el seno de la familia imperial, y esas rivalidades dar lugar a tomas de partido, dentro y fuera de la familia, sobre posibles sucesores al trono, caldo de cultivo para toda clase de conspiraciones.
La presión producida por estas incertidumbres condicionó en gran medida los reinados de los sucesivos césares, desencadenando auténticos baños de sangre, de los que fueron víctimas tanto miembros de la domas como de las familias aristocráticas con ella emparentadas. La consecuencia de tantas conspiraciones fue que, a la muerte de Nerón, en el año 68, no quedaba ningún miembro vivo de las numerosas ramificaciones generadas por la descendencia de Augusto. Desaparecía así incluso la posibilidad de que el poder siguiera en el seno de la familia que lo había mantenido en sus manos durante un siglo. Entre César y Nerón, la familia julio-claudia había cumplido su ciclo.
Un ciclo, que, por muchos motivos, puede considerarse trascendental en la historia de Roma. En los cien años que transcurren entre la batalla de Actium (31 a.C.), que pone fin a las guerras civiles, y la muerte de Nerón, se cumplió una auténtica revolución, que convirtió la
res publica
, un régimen basado nominalmente en la soberanía del pueblo, administrada por un restringido colectivo aristocrático —el Senado—, en una monarquía despótica, aunque disfrazada de ropajes republicanos cada vez más desvaídos, en la que el poder omnímodo de un solo individuo se extendió sobre un colectivo de obedientes súbditos.
En efecto, nunca en la historia de la humanidad ha habido soberanos que hayan dispuesto de un poder tan extenso como el de los césares. Un poder que, paradójicamente, se estableció sobre un pueblo que quinientos años atrás había expulsado y execrado para siempre la monarquía. Pero el régimen colectivo republicano que sustituyó al
rex
, a partir del siglo II a.C. empezó a debilitarse por las rivalidades internas de ese mismo colectivo, hasta desembocar en un largo período de conflictos civiles, al que puso fin Augusto. El hijo adoptivo de César se aprovechó del anhelo general de paz y estabilidad para imponer el poder que exigían las circunstancias: un régimen sintético, republicano en apariencia, monárquico en su esencia. La ambigüedad del principado se debió precisamente a esa circunstancia. Se trataba de un poder absoluto enmascarado tras una fachada republicana. La gigantesca concentración de poder que conllevaba, excluía cualquier control por parte de ninguna otra instancia. Los únicos límites que el emperador podía encontrar eran los que él mismo se impusiera. Por ello, en caso de falta de fuerza moral y equilibrio, exponía al mundo al riesgo de una tiranía.
Hubo un elemento que contribuyó en especial a que esta encubierta monarquía absoluta desarrollara rasgos tiránicos. Todo poder absoluto engendra servilismo, y el que incluía el principado no iba a ser una excepción. César, que había mostrado su voluntad en contra del colectivo senatorial, llegado al poder recibió de ese mismo colectivo las prerrogativas y los honores que contribuyeron a crear las bases de esa larvada monarquía con pretensiones dinásticas. Y la tendencia no hizo sino aumentar en los gobiernos de los sucesivos césares. Se creó así una especie de círculo vicioso: si el carácter absoluto del poder propiciaba un clima de adulación, ese mismo servilismo podía reforzar en el emperador la creencia de ser libre para actuar de acuerdo con su sola voluntad en cualquier circunstancia, consciente de que siempre encontraría un asentimiento general.
Dos circunstancias concurrían en esta actitud. Por una parte, el temor que inspira cualquier poder que controla la fuerza. Es revelador que fuera precisamente durante el reinado de los emperadores más sanguinarios y arbitrarios cuando se incrementara el grado de servilismo. Pero también es cierto que un régimen omnímodo, como el del principado, que hacía de su titular el dispensador de todo honor y beneficio, era un excelente caldo de cultivo para que las ambiciones personales intentaran materializarse a través de actitudes serviles hasta la abyección.
Temor e interés. He aquí dos de las bases que más contribuyeron a desarrollar los rasgos negativos del absolutismo, que privado de sentido de la medida, de autocontrol, de moderación, terminó deslizándose por los cauces de la tiranía. Aún más: en última instancia, el carácter desmesurado del poder imperial, en manos de algunos de los más inestables representantes de la dinastía, aupados al trono todavía demasiado jóvenes, desarrolló tendencias megalómanas que ni siquiera se detuvieron en la autodivinización.