Chamán (13 page)

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Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
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—Ah, bien —respondió él sonriendo estúpidamente.

Aquello era lo último que deseaba hacer porque recordó la destreza de los indios y su propia torpeza. Tenía la negativa en la punta de la lengua pero el hombre y la mujer lo miraban con especial interés y le pareció que la invitación tenía un significado que él no comprendía.

Así que en lugar de rechazar la propuesta, cosa que habría hecho cualquier hombre sensato, les dio las gracias cortésmente y les dijo que estaría encantado de correr con los Pelos Largos.

En su elemental inglés de colegiala —que a veces sonaba extraño ella le explicó que la competición comenzaría en el poblado de verano.

La Mitad ganadora sería la que pusiera la pelota en una pequeña cueva de la orilla opuesta, a unos diez kilómetros río abajo.

—¡Diez kilómetros!

Quedó más sorprendido aún al saber que no existían las líneas de banda. Makwa-ikwa logró transmitirle que si alguien se escapaba hacia un lado para evitar a sus rivales, no sería muy bien considerado.

Para Rob, ésta era una competición extraña, un juego ajeno, una manifestación de una cultura salvaje. Entonces, ¿por qué participaba? Esa noche se hizo la misma pregunta montones de veces, pues durmió en el hedonoso-te de Viene Cantando, ya que el juego comenzaría poco después del amanecer. La casa comunal tenía unos quince metros de largo por seis de ancho y estaba construida con ramas entretejidas y cubiertas por fuera con corteza de olmo. No había ventanas, y de las puertas de los extremos colgaban mantas hechas con piel de búfalo, pero el tipo de construcción permitía que entrara mucho aire. Contaba con ocho compartimientos, cuatro a cada lado de un pasillo central. En uno de ellos dormía Viene Cantando y su esposa, Luna; en otro dormían los ancianos padres de Luna, y tres más estaban ocupados por los seis hijos de ambos. Los otros compartimientos servían de despensa, y en uno de ellos Rob J. pasó una noche de desasosiego, contemplando las estrellas por el agujero que había en el techo para el humo, oyendo suspiros, pesadillas, el ruido del viento, y en varias ocasiones lo que sólo podrían haber sido los sonidos de una vigorosa y entusiasta cópula aunque su anfitrión no emitió una sola nota, ni siquiera canturreo.

Por la mañana, después de desayunar con maíz molido y hervido en el que reconoció grumos de cenizas, Rob J. se sometió a un honor inverosímil. No todos los Pelos Largos tenían el pelo largo; la forma en que se diferenciarían ambos equipos sería la pintura. Los Pelos Largos llevaban pintura negra, una mezcla de grasa animal y carbón vegetal. Los Hombres Valientes se untaban con una arcilla blanca. Por todo el campamento se veían hombres que metían los dedos en los cuencos de pintura y se decoraban la piel. Viene Cantando se pintó unas rayas negras en la cara, el pecho y los brazos.

Luego le ofreció la pintura a Rob.

“¿Por qué no?”, se preguntó despreocupadamente, cogiendo la pintura negra con los dedos como quien come gachas con guisantes sin cuchara. Al pasársela por la frente y las mejillas sintió que tenía una textura arenosa. Dejó caer su camisa al suelo, como una nerviosa mariposa macho que se despoja de su crisálida, y se pintó rayas en el tórax. Viene Cantando observó los pesados zapatos escoceses y se marchó. Al poco rato regresó con un par de zapatos ligeros de gamuza, como los que usaban todos los sauk. Rob se probó varios pares pero tenía pies grandes, incluso más grandes que los de Viene Cantando. Ambos se rieron del tamaño de los pies, y el indio grande consideró la causa perdida y permitió a Rob calzarse con sus pesadas botas.

Viene Cantando le entregó un palo con red, cuyo mango de nogal era tan fuerte como un garrote, y con señas le indicó que lo siguiera.

Los grupos rivales se reunieron en una plaza abierta alrededor de la cual estaban construidas las casas comunales. Makwa-ikwa hizo una declaración en su lengua, sin duda una bendición, y antes de que Rob J. se enterara de qué ocurría, echó la mano hacia atrás y lanzó la pelota, que voló en dirección a los guerreros en una lenta parábola; ésta concluyó en un salvaje choque de palos, gritos frenéticos y aullidos de dolor. Para desilusión de Rob, los Hombres Valientes se hicieron con la pelota, que cayó en la red de un joven de piernas largas, vestido con pantalón, apenas más grande que un chico, pero de piernas musculosas como las de un corredor adulto. Arrancó rápidamente y todos lo siguieron, como perros en persecución de una liebre. Evidentemente era un buen momento para los corredores veloces, porque la pelota se adelantó en varias ocasiones, y muy pronto quedó lejos de Rob.

Viene Cantando se había quedado a su lado. En diversas ocasiones ganaron terreno a los hombres más rápidos mientras se entablaba el combate, aminorando la velocidad del avance. Viene Cantando gruñó de satisfacción cuando la pelota quedó atrapada en la red de un Pelos Largos, pero no pareció sorprendido cuando fue recuperada por los Hombres Valientes unos minutos más tarde. Mientras todo el grupo corría junto a la línea de árboles que seguía el río, el indio grande hizo señas a Rob para que lo acompañara, y los dos se apartaron del itinerario que seguían los demás y atravesaron la pradera; sus pesados pies hacían saltar el rocío del césped tierno, que parecía un enjambre de insectos plateados intentando morderle los talones.

¿Adónde lo llevaba este indio? ¿Podía confiar en él? Era demasiado tarde para preocuparse por ese tipo de cosas porque ya le había entregado su confianza. Concentró sus energías en mantenerse al ritmo de Viene Cantando, que se movía bien teniendo en cuenta lo grande que era. Enseguida vio lo que se proponía Viene Cantando; corrían a toda velocidad en una línea recta que les daría la posibilidad de interceptar a los demás en el recorrido más largo junto al sendero del río. En el momento en que él y Viene Cantando pudieron dejar de correr, a Rob J. le pesaban los pies, estaba sin aliento y sentía una punzada en un costado. Pero llegaron a la curva del río antes que el grupo.

En efecto, el grueso del grupo había sido adelantado por los corredores más aventajados. Mientras Rob y Viene Cantando esperaban en un bosquecillo de nogales y robles, acumulando en sus pulmones todo el aire que podían, aparecieron ante sus ojos tres corredores pintados de blanco. El sauk que iba a la cabeza no tenía la pelota; llevaba el palo con la red vacía y suelta, como si fuera una lanza. Iba descalzo y su única ropa era un pantalón andrajoso que había empezado sus días como el pantalón de tela casera de un hombre blanco. Era más pequeño que cualquiera de los dos hombres que estaban junto a los árboles, pero musculoso. Su expresión de fiereza parecía acrecentarse por el hecho de que la oreja izquierda le había sido arrancada hacía mucho tiempo, y el trauma había dejado ese lado de su cabeza fruncido por la cicatriz. Rob J. se puso tenso, pero Viene Cantando le tocó el brazo para aplacarlo, y dejaron pasar a los corredores. Poco después se veía la pelota en la red de uno de los Hombres Valientes, el joven que la había atrapado cuando Makwa-ikwa la puso en juego. Junto a él corría un sauk bajo y fornido, vestido con unos pantalones acortados que en otros tiempos habían pertenecido a la Caballería de Estados Unidos: azules, con una lista ancha, de color amarillo sucio, a cada costado.

Viene Cantando señaló a Rob y luego al joven, y Rob asintió: el joven quedaba bajo su responsabilidad. Sabía que tenían que atacar antes de que hubiera pasado la sorpresa, porque si este Hombre Valiente se escapaba, él y Viene Cantando no lo alcanzarían.

Así que se lanzaron como un relámpago, y entonces Rob J. vio una de las utilidades de las tiras de cuero que llevaba atadas a los brazos, porque con la misma rapidez con que un pastor habría derribado un carnero y le habría atado las patas, Viene Cantando arrojó al suelo al corredor guardián y le ató las muñecas y los tobillos. Y en buena hora, porque el corredor que iba a la cabeza regresó. Rob fue más lento para atar al joven sauk, de modo que Viene Cantando salió a enfrentarse con el joven al que le faltaba una oreja. El Hombre Valiente utilizó su palo de red como garrote, pero Viene Cantando esquivó el golpe casi con desdén. Era el doble de grande que el joven, y más violento, y lo sujetó en el suelo y lo ató casi antes de que Rob J. terminara con su prisionero.

Viene Cantando recogió la pelota y la dejó caer en la red de Rob. Sin decir una sola palabra ni mirar siquiera a los tres sauk atados, echó a correr. Mientras sujetaba la pelota en la red como si fuera una bomba con una mecha encendida, Rob J. se precipitó sendero abajo, detrás del indio.

Se habían escapado sin que nadie los detuviera. De pronto Viene Cantando detuvo a Rob y le indicó que habían llegado al sitio por donde debían cruzar el río. Otra de las aplicaciones de las correas quedó demostrada cuando Viene Cantando ató con ellas el palo de Rob a su cinturón, dejándole las manos libres para nadar. Viene Cantando ató su propio palo a su taparrabos y de una patada se quitó los zapatos de gamuza y los dejó abandonados. Rob J. sabía que sus pies eran demasiado delicados para correr sin las botas, así que las unió, atando los cordones, y se las colgó del cuello. Sólo le quedaba la pelota, y se la metió en el delantero de los pantalones.

Viene Cantando sonrió y levantó tres dedos.

Aunque no fue el súmmum de la agudeza, alivió la tensión de Rob, que echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada: un error, porque el agua se llevó el sonido y devolvió gritos de persecución en cuanto fue localizado su origen, de modo que no perdieron tiempo en meterse en las frías aguas del río.

Avanzaban al mismo ritmo, aunque Rob utilizaba la braza de pecho europea, y Viene Cantando se impulsaba moviendo las manos como los animales. Rob estaba disfrutando muchísimo; no es que se sintiera como un noble salvaje, pero le habría costado muy poco convencerse de que era Calcetines de Cuero. Cuando llegaron a la orilla opuesta, Viene Cantando le gruñó con impaciencia mientras él se calzaba las botas. En el río se veía la cabeza de sus perseguidores, balanceándose como un montón de manzanas en un cubo. Cuando por fin Rob estuvo listo y la pelota quedó otra vez en la red, los corredores más aventajados casi habían terminado de cruzar el río.

En cuanto empezaron a correr, Viene Cantando señaló con el dedo la entrada de una pequeña cueva, y la oscura abertura tiró de él. Un exultante grito en gaélico se elevó hasta su garganta, pero fue prematuro. Media docena de sauk aparecieron repentinamente en el sendero que se extendía entre ellos y la entrada de la cueva; aunque el agua había borrado gran parte de la pintura, les quedaban restos de arcilla blanca. Casi al instante dos Pelos Largos siguieron a los Hombres Valientes hasta el bosque y los atacaron. En el siglo xv, un antepasado de Rob llamado Brian Cullen había resistido sin ayuda de nadie a todo un grupo de guerreros de los McLaughlin blandiendo su enorme espada escocesa en un silbante círculo de muerte. Con dos círculos menos letales, que sin embargo resultaban intimidantes, los dos Pelos Largos habían acorralado a sus rivales haciendo girar sus palos. Esto dejaba en libertad a tres Hombres Valientes para que intentaran hacerse con la pelota. Viene Cantando rechazó hábilmente un garrotazo con su palo e inmovilizó a su rival con la planta de su pie descalzo.

—¡En el culo! ¡Dale patadas en el culo! —bramó Rob, olvidando que nadie podía comprender sus palabras. Se le acercó un indio, que lo miró como si estuviera drogado. Rob lo esquivó y, cuando los pies descalzos del hombre quedaron a su alcance, lo pisó con su pesada bota. Se alejó unos cuantos pasos de su gimiente víctima y quedó bastante cerca de la cueva, pese a sus limitadas habilidades. Se oyó el ruido seco que produjeron sus muñecas, y la pelota salió volando. No importaba que en lugar de un golpe fuerte y limpio entrara en el oscuro interior rebotando. Lo importante fue que la vieron entrar.

Lanzó su palo al aire y gritó:

—¡Victoria! ¡Victoria para el clan negro!

Cuando el palo que agitaba el hombre que estaba detrás de él le dio en la cabeza, oyó el golpe en lugar de sentirlo. Fue un sonido crujiente, sólido, semejante al que había aprendido a reconocer con los leñadores, el ruido que hacía un hacha de doble filo al entrar en contacto con el sólido tronco de un roble. Quedó desconcertado al sentir que el suelo se abría. Cayó en un profundo agujero que sólo originó oscuridad y puso fin a todo, dejándolo inmóvil como un reloj parado.

15

Un regalo de Perro de Piedra

No se enteró de que era trasladado de regreso al campamento como un saco de grano. Cuando abrió los ojos sólo vio la oscuridad de la noche.

Olía a césped machacado. Y a carne asada, tal vez a grasa de ardilla.

A humo del fuego, y a la feminidad de Makwa-ikwa, que estaba inclinada sobre él y lo miraba con sus jóvenes ojos viejos. No supo qué era lo que ella le preguntaba, sólo tenía conciencia del terrible dolor de cabeza. El olor de la carne le produjo náuseas. Evidentemente ella lo había previsto, porque le sostuvo la cabeza por encima de un cubo de madera, ayudándolo a vomitar.

Cuando terminó estaba débil y jadeante, y ella le dio a beber una pócima, un líquido fresco, verde y amargo. Le pareció sentir sabor a menta, pero había algo más fuerte y menos agradable. Intentó resistirse apartando la cabeza, pero ella lo sujetó con firmeza y le obligó a tragar, como si fuera un niño. Se puso furioso, pero poco después se quedó dormido. De vez en cuando se despertaba y ella lo obligaba a beber el líquido verde y amargo. Y así pasó casi dos días: durmiendo, en un estado de semiconciencia, o chupando la teta de extraño sabor de la Madre Naturaleza.

El tercer día por la mañana, el chichón que tenía en la cabeza había bajado y el dolor había desaparecido. Ella estuvo de acuerdo en que estaba mejorando, pero le dio una dosis igualmente fuerte y él volvió a quedarse dormido.

Cerca de allí continuaba la fiesta de la Danza de la Grulla. A veces se oían los murmullos del tambor de agua de Makwa-ikwa, de las voces que cantaban en su lengua extraña y gutural, y los ruidos lejanos y próximos de juegos y carreras, los gritos de los indios espectadores. A última hora del día Rob J. abrió los ojos en la oscuridad de la casa comunal y vio a Makwa-ikwa cambiándose de ropa. Clavó la mirada en sus pechos y quedó sorprendido; la luz que había era suficiente para revelar lo que parecían verdugones y cicatrices que formaban extraños símbolos, marcas semejantes a runas que se extendían desde su pecho hasta las areolas de sus dos pezones.

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