Chamán (57 page)

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Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
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Cairo presentaba un aspecto lamentable, y los campos estaban inundados, lo mismo que muchas calles. Se adecentó cuidadosamente en una posada donde le sirvieron un pobre desayuno, y luego se trasladó al hospital. El doctor Akerson era un hombre menudo, moreno, con gafas; sus gruesos bigotes se extendían por sus mejillas hasta unirse a las orejas y el cabello, según la deplorable moda popularizada por Ambrose Burnside, cuya brigada había efectuado el primer ataque contra los confederados en Bull Run.

El doctor Akerson saludó a Rob cordialmente y quedó visiblemente complacido al enterarse de que su trabajo había llamado la atención de colegas de ciudades tan alejadas como Boston. Las salas del hospital estaban impregnadas de olor a ácido clorhídrico, que, según él creía, era el agente que podía combatir las infecciones que tan a menudo provocaban la muerte de los heridos. Rob J. observó que el olor de lo que Akerson llamaba el "desinfectante" neutralizaba algunos de los olores desagradables de la sala, pero le resultó irritante para la nariz y los ojos.

Enseguida vio que el cirujano de Cairo no tenía ninguna cura milagrosa.

—A veces parece evidente que da buen resultado tratar las heridas con ácido clorhídrico. Pero otras veces… -el doctor Akerson se encogió de hombros- parece que de nada sirve.

Había experimentado rociando ácido clorhídrico en la sala de operaciones y en las salas, según le contó a Rob, pero había abandonado esa práctica porque con los vapores resultaba difícil ver y respirar. Ahora se contentaba con impregnar las vendas con el ácido y colocarlas directamente sobre las heridas. Dijo que pensaba que la gangrena y otras infecciones estaban causadas por corpúsculos de pus que flotaban en el aire en forma de polvo, y que las vendas empapadas de ácido mantenían estos agentes contaminantes alejados de las heridas.

Entró un enfermero que llevaba una bandeja cargada de vendas, y se le cayó una al suelo. El doctor Akerson la cogió, le quitó un poco de polvo con la mano y se la enseñó a Rob. Se trataba de una venda corriente, hecha con tela de algodón e impregnada en ácido clorhídrico.

Cuando él se la devolvió a Akerson, el cirujano volvió a ponerla en la bandeja.

—Es una pena que no podamos determinar por qué a veces funciona y a veces no -se lamentó Akerson.

La visita fue interrumpida por un joven médico que informó al doctor Akerson que el señor Robert Francis, un representante de la Comisión Sanitaria de Estados Unidos, solicitaba verlo por "un asunto de suma urgencia".

Mientras Akerson acompañaba a Rob J. hasta la puerta, encontraron al señor Francis esperando ansiosamente en el pasillo. Rob J. conocía y aprobaba la tarea de la Comisión Sanitaria, una organización civil fundada para reunir fondos y reclutar personal para atender a los heridos.

El señor Francis les comunicó precipitadamente que se había producido una encarnizada batalla de dos días en Pittsburgh Landing, en Tennessee, a casi cincuenta kilómetros de Corinth, Mississippi.

—Hay una enorme cantidad de víctimas; ha sido peor que en Bull Run. Hemos reunido voluntarios que trabajarán como enfermeros, pero tenemos poquísimos médicos.

El doctor Akerson pareció compungido.

—Esta guerra se ha llevado a la mayoría de nuestros médicos. Aquí no hay ninguno que pueda irse.

Rob J. reaccionó de inmediato.

—Yo soy médico, señor Francis. Estoy en condiciones de ir -afirmó.

Con otros tres médicos recogidos en las poblaciones cercanas y quince civiles que jamás habían atendido enfermos, Rob J. embarcó al medio día en el paquebote City of Louisiana y navegó entre la húmeda tiniebla que cubría el río Ohio. A las cinco de la tarde llegaron a Paducah, en Kentucky, y entraron en el río Tennessee. Debían recorrer trescientos setenta kilómetros Tennessee arriba. En la oscuridad de la noche, sin ser vistos y sin poder ver nada, pasaron junto a Fort Henry, que Ulysses S. Grant había tomado hacía sólo un mes. Al día siguiente pasaron junto a poblaciones ribereñas, embarcaderos atestados y más campos inundados. A las cinco de la tarde, cuando casi había vuelto a oscurecer, llegaron a Pittsburgh Landing.

Rob J. contó veinticuatro barcos de vapor, incluidos dos cañoneros Cuando los médicos y los demás pasajeros desembarcaron descubrieron que la orilla y los acantilados habían quedado convertidos en barro por las pisadas de los yanquis que se habían retirado el domingo y se hundieron hasta las rodillas. Rob J. fue destinado al War Hawk, un barco que iba cargado con cuatrocientos seis soldados heridos. Cuando embarcó ya habían sido cargados casi todos, y puso manos a la obra sin demora. Un ceñudo primer piloto le explicó a Rob J. que la gran cantidad de víctimas de la batalla habían saturado todas las instalaciones hospitalarias de todo el territorio de Tennessee. El War Hawk tendría que trasladar a sus pasajeros a lo largo de mil cincuenta kilómetros, por el río Tennessee hasta el Ohio, y por el Ohio hasta Cincinnati.

Los heridos habían sido colocados en todos los lugares disponibles: en la bodega, en los camarotes de los oficiales y pasajeros, y en todas las cubiertas, bajo la lluvia incesante. Rob J. y un médico del ejército, llamado Jim sprague, de Pensilvania, eran los únicos facultativos Todas las provisiones habían sido amontonadas en uno de los camarotes, y llevaban menos de dos horas viajando cuando Rob J. vio que el coñac medicinal había sido robado. El comandante militar del barco era un joven teniente llamado Crittendon, que aún tenía los ojos deslumbrados por el combate. Rob lo convenció de que las provisiones necesitaban custodiarse con un guardia armado, lo cual se dispuso de inmediato.

Rob J. no había llevado consigo su maletín. Entre las provisiones había un botiquín quirúrgico, y pidió al oficial que le afilaran unos cuantos instrumentos. No tenía ningún deseo de utilizarlos -El viaje es duro para los heridos- le comentó a Sprague-. Creo que siempre que sea posible deberíamos postergar la cirugiía hasta que podamos ingresar a estos hombres en el hospital.

Sprague estuvo de acuerdo.

—No soy muy aficionado a cortar -comentó.

Decidió no intervenir y dejar que Rob J. tomara las decisiones Rob pensó que Sprague tampoco era muy aficionado a la medicina, pero le pidió que se ocupara de los vendajes y de comprobar que los pacientes recibían sopa y pan.

Enseguida se dio cuenta de que algunos hombres habían quedado gravemente destrozados y necesitaban una amputación sin más demora.

Los enfermeros voluntarios eran personas bien dispuestas, pero inexpertas: contables, dueños de establos, maestros; todos ellos se enfrentaban a la sangre, al dolor y a tragedias de todo tipo que jamás habían imaginado. Rob eligió a unos cuantos para que lo ayudaran a amputar, y puso a los demás a trabajar bajo las órdenes del doctor Sprague vendando heridas, cambiando vendajes, dando agua a los sedientos y abrigando a los que estaban en la cubierta, bajo la lluvia, con todas las mantas y abrigos que se pudieran conseguir.

A Rob J. le habría gustado ocuparse de los heridos uno por uno, pero no tuvo oportunidad de hacerlo. En lugar de eso se acercaba a un paciente cada vez que un enfermero le decia que estaba "mal". En teoría ninguno de los que habían sido embarcados en el War Haík tenía por qué estar tan "mal" como para no sobrevivir al viaje, pero muchos murieron casi de inmediato.

Rob J. ordenó desalojar el camarote del segundo de a bordo y se instaló allí para amputar, a la luz de cuatro faroles. Esa noche cortó catorce miembros. Muchos de los heridos habían sufrido una amputación antes de ser embarcados; examinó a algunos de esos hombres y se entristeció al ver la mala calidad de algunas de las intervenciones. Un hombre llamado Peters, de diecinueve años, había perdido la pierna derecha hasta la rodilla, la pierna izquierda hasta la cadera, y todo el brazo derecho. En algún momento de la noche empezó a sangrarle el muñón de la pierna izquierda, o tal vez ya sangraba cuando lo embarcaron. Fue el primero al que descubrieron muerto.

—Papá, lo intenté -sollozaba un soldado de largo pelo rubio que tenía en la espalda un agujero en el que le brillaba la columna vertebral, blanca como la espina de una trucha-. Hice todo lo que pude.

—Si, claro que si. Eres un buen hijo -le dijo Rob J. mientras le acariciaba la cabeza.

Algunos gritaban, otros se hundían en un silencio que les servía de armadura, otros lloraban y farfullaban. Poco a poco, Rob J. descifró la batalla a partir de las pequeñas piezas de dolor de cada uno. Grant había estado en Pittsburgh Landing con cuarenta y dos mil soldados, esperando que las fuerzas del general Carlos Buell se unieran a él. Beauregard y Albert Johnston decidieron que podían derrotar a Grant antes de que llegara Buell, y cuarenta mil confederados cayeron sobre las tropas federales que vivaqueaban. La linea de Grant fue obligada a retroceder, tanto en la izquierda como en la derecha, pero el centro -guar necido de soldados de Iowa e Illinois- soportó el más salvaje de los combates.

Durante el domingo los rebeldes habían hecho muchos prisioneros.

Las fuerzas de la Unión fueron obligadas a retroceder en dirección al rio, hasta el agua, con la espalda contra el acantilado que les impedía seguir retrocediendo. Pero el lunes por la mañana, cuando los confederados estaban a punto de acabar con ellos, de la niebla matinal surgieron barcos cargados con veinte mil soldados de refuerzo de Buell, y la batalla cambió de signo. Al final de aquel salvaje día de combate, los sudistas se retiraron a Corinth. Al anochecer, desde Shiloh Church se veía el campo de batalla cubierto de cadáveres. Y algunos de los heridos fueron recogidos y trasladados a los barcos.

El War Hawk se deslizó por la mañana junto a bosques en los que brillaban las hojas nuevas y el muérdago, dejando atrás los campos verdeantes y de vez en cuando un grupo de melocotoneros en flor; pero Rob J. no vio nada.

El plan del capitán del barco había sido atracar en una población ribereña durante la mañana y la noche con el fin de buscar leña. Al mismo tiempo los voluntarios debían desembarcar y conseguir toda el agua y los alimentos que pudieran para los pacientes. Pero Rob J. y el doctor Sprague habían convencido al capitán para que hiciera un alto también al mediodía, y a veces por la tarde, porque descubrieron que enseguida se quedaban sin agua. Los heridos estaban sedientos.

Para desesperación de Rob J., los voluntarios no podían hacer nada por mantener la higiene. Muchos de los soldados habían padecido disentería antes de resultar heridos. Los hombres defecaban y orinaban en el mismo sitio en que estaban acostados, y era imposible limpiarlos.

No había ropa de recambio, y sus excrementos se endurecían entre sus ropas, mientras seguían tendidos bajo la lluvia. Los enfermeros pasaban la mayor parte del tiempo distribuyendo sopa caliente. En el curso de la segunda tarde cesó la lluvia y el sol empezó a brillar con fuerza, y Rob J. sintió un gran alivio con la llegada del calor. Pero con el vapor que surgía de las cubiertas y de los cuerpos de los heridos, se produjo un aumento del tremendo olor que invadía el War Hawk. El hedor era casi palpable. A veces, cuando el barco atracaba, los civiles patriotas subían a bordo con mantas, agua y alimentos. Enseguida empezaban a parpadear, les lloraban los ojos, y siempre se marchaban a toda prisa. A Rob J. le hubiera gustado tener un poco del ácido clorhídrico del doctor Akerson. Los hombres morían y eran envueltos en las sábanas más mugrientas. Rob J. practicó media docena más de amputaciones, en los casos más graves, de modo que entre los treinta y ocho muertos que había cuando llegaron a destino se encontraban ocho de los veinte hombres a los que había amputado. Llegaron a Cincinnati el martes a primera hora de la mañana. había pasado tres días y medio sin dormir y casi sin comer. De pronto, libre de toda responsabilidad, se quedó de pie en el muelle contemplando estúpidamente cómo los demás distribuían a los pacientes en grupos que eran enviados a diferentes hospitales. Cuando uno de los carros quedó cargado con los hombres destinados al Hospital del Sudoeste de Ohio, Rob J. subió y se sentó en el suelo. entre dos camillas.

Después de que descendieran a los pacientes se paseó por el hospital, moviéndose lentamente porque el aire de Cincinnati parecía muy denso. Los miembros del personal miraron de reojo al gigante de mediana edad, barbudo y maloliente. Cuando un enfermero le preguntó en tono cortante qué quería, él pronunció el nombre de Chamán.

Finalmente fue llevado a un pequeño anfiteatro desde el que se veía la sala de operaciones. Ya habían empezado a operar a los pacientes del War Hawk. Alrededor de la mesa había cuatro hombres, y vio que uno de ellos era Chamán. Durante unos minutos lo observó mientras operaban, pero enseguida la cálida marea del sueño se elevó hasta su cabeza y se hundió en ella con gran facilidad y anhelo.

No recordaba haber sido trasladado desde el hospital hasta el dormitorio de Chamán, ni que lo hubieran desvestido. Durmió el resto del día y toda la noche sin saber que estaba en la cama de su hijo. Cuando se despertó era el miércoles por la mañana, y fuera brillaba el sol. Mientras se afeitaba y se daba un baño, un amigo de Chamán, un joven servicial llamado Cooke, recogió la ropa de Rob J. de la lavandería del hospital, donde la habían hervido y planchado, y luego fue a buscar a Chamán.

Chamán estaba más delgado pero parecía sano.

—¿Has sabido algo de Alex? -le preguntó de inmediato.

No no hemos tenido noticias suyas

Chamán le permitió tomar el primer trago caliente de café y empezó a hacerle preguntas, y siguió la historia de la travesía del War Hawk con sumo interés.

Rob J. le hizo preguntas sobre la facultad de medicina, y le dijo lo orgulloso que se sentía de él.

—¿Recuerdas aquel viejo escalpelo azul de acero que tengo en casa? -le preguntó.

—¿El antiguo, el que tú le llamas el bisturí de Rob J.? ¿El que se supone que ha pertenecido a la familia durante siglos?

—Ese mismo. Ha pertenecido a la familia durante siglos. Siempre pasa a manos del primer hijo que se convierte en médico. Ahora es tuyo.

Chamán sonrió.

—¿No sería mejor que esperaras a diciembre, cuando me gradúe?

—No sé si podré estar aquí para tu graduación. Voy a convertirme en médico del ejército.

Chamán abrió los ojos de par en par.

—¡Pero tú eres pacifista! Odias la guerra.

Permanecieron sentados durante mucho rato, bebiendo nuevas tazas de café malísimo, mirándose atentamente a los ojos, hablando lenta y serenamente, como si tuvieran mucho tiempo para estar juntos.

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