Chamán (63 page)

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Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
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—Me importa, doctor, me importa. Tengo algunos cirujanos buenos, pero también algunos médicos jóvenes e inexpertos que están llevando a cabo operaciones vitales y haciendo verdaderos desastres. Están amputando miembros sin dejar colgajos, y muchos dejan muñones con varios centímetros de hueso a la vista. Están probando operaciones extrañas y experimentales que ningún cirujano preparado haría jamás: resecciones de la cabeza del húmero, desarticulaciones de la cadera, desarticulaciones del hombro… Están creando tullidos sin necesidad, hombres que van a despertar aullando de dolor todas las mañanas, durante el resto de su vida. Usted reemplazará a uno de esos supuestos cirujanos, y a él lo enviaré aquí para que ponga vendajes a los heridos.

Rob J. asintió. Le informó a Ordway que se quedaba a cargo del puesto de socorro hasta que llegara el otro médico, y siguió al coronel Nichols colina abajo.

El hospital se encontraba en la ciudad, instalado en la iglesia católica, y Rob J. vio que era la iglesia de San Francisco; tendría que acordarse de contárselo a la Feroz Miriam. Había una mesa de operaciones colocada en la entrada, y las puertas dobles estaban abiertas de par en par para que el cirujano contara con luz suficiente. Los bancos habían sido cubiertos con tablones y sobre éstos habían colocado paja y mantas para hacer camas para los heridos. En una habitación pequeña y húmeda del sótano, iluminada por lámparas que proporcionaban una luz amarilla, había otras dos mesas de operaciones, y Rob J. se hizo cargo de una de ellas. Se quitó la chaqueta y se levantó las mangas de la camisa todo lo que pudo mientras un cabo de la primera división de caballería le administraba cloroformo a un soldado al que una bala de cañón le había arrebatado la mano. En cuanto el chico estuvo anestesiado, Rob J. cortó por encima de la muñeca, dejando un buen colgajo para el muñón.

—¡El siguiente! -gritó.

Le llevaron otro paciente, y Rob J. se concentró en la tarea.

El sótano tenía aproximadamente seis metros por doce. En una mesa instalada al otro lado de la estancia había otro cirujano, pero él y Rob casi no se miraron, y tenian poco que decirse. En el curso de la tarde Rob J. notó que el otro hombre hacía un buen trabajo y que por su parte él recibía una valoración similar, y cada uno se concentró en su propia mesa. Rob J. buscaba balas y metal, reemplazaba intestinos destrozados, suturaba heridas y amputaba. Y seguía amputando. La bala mini era un proyectil lento que resultaba especialmente dañino si alcanzaba el hueso. Cuando lo arrancaba o lo rompía en trozos grandes, lo único que podían hacer los cirujanos era amputar el miembro. En el suelo, entre la mesa de Rob J. y la del otro cirujano, se alzaba un montón de brazos y piernas. De vez en cuando entraban soldados y se los llevaban.

Cuatro o cinco horas después de llegar allí, otro coronel -éste de uniforme gris- entró en el sótano y les dijo a los dos médicos que eran prisioneros.

—Somos mejores soldados que vosotros y hemos tomado toda la ciudad. Vuestras tropas han sido obligadas a retroceder hacía el norte, y hemos capturado a cuatro mil de los vuestros.

No había mucho que decir. El otro cirujano miró a Rob J. y se encogió de hombros. Rob J. estaba operando y le dijo al coronel que le tapaba la luz.

Cuando se producía una breve pausa, Rob intentaba dormitar durante unos minutos, de pie. Pero las pausas eran escasas. Los comba tientes dormían por la noche, pero los médicos trabajaban sin descanso, intentando salvar a los hombres que el ejército enemigo había destrozado. En el sótano no había ventanas, y las lámparas estaban siempre encendidas. Muy pronto Rob J. perdió la noción del tiempo.

—¡El siguiente! -volvió a gritar.

¡El siguiente! ¡El siguiente! ¡El siguiente!

Era lo mismo que limpiar los establos de Augias, porque en cuanto terminaba con un paciente le llevaban otro. Algunos iban vestidos con uniformes ensangrentados y raídos, de color gris, y otros con uniformes ensangrentados y raídos de color azul, pero Rob J. se dio cuenta enseguida de que había una cantidad interminable.

Otras cosas no eran interminables. El hospital enseguida se quedó sin vendas, y no tenían alimentos. El coronel que le había dicho que el Sur tenía mejores soldados, ahora le informó de que el Sur no tenía cloroformo ni éter.

—No podéis calzarlos ni darles anestesia para el dolor. Por eso finalmente vais a perder -le dijo Rob J. sin ninguna satisfacción, y le pidió que consiguiera licor.

El coronel envió a alguien con whisky para los pacientes y con sopa caliente de paloma para los médicos, y Rob J. se la tomó sin saborearla.

Como no tenía anestesia, consiguió varios hombres fuertes para que sujetaran a los pacientes mientras operaba, como había hecho de joven, cortando, serrando, cosiendo, rápida y hábilmente, como le había enseñado William Fergusson. Las víctimas gritaban y pataleaban. El no bostezaba, y aunque parpadeaba con frecuencia, seguía teniendo los ojos abiertos. Era consciente de que los pies y los tobillos se le estaban hinchando y le dolían, y a veces, mientras se llevaban un paciente y traían otro, se frotaba la mano derecha con la izquierda. Cada caso era diferente, pero aunque existen muchas formas de destruir la vida de un ser humano, pronto fueron todas iguales, duplicados, incluso aquellas que mostraban la boca destrozada, los genitales arrancados o los ojos reventados.

Las horas pasaban lentamente.

Llegó a creer que había estado toda la vida en esa habitación pequeña y húmeda, cortando seres humanos en pedazos, y que estaba condenado a quedarse allí para siempre. Pero poco a poco se fue produciendo un cambio en los ruidos que les llegaban. La gente que se encontraba en la iglesia se había acostumbrado a los gemidos y los gritos, al sonido de cañones y mosquetes, a la explosión de los morteros, e incluso a la escalofriante conmoción de los impactos cercanos. Pero los disparos y los bombardeos alcanzaron un nuevo crescendo, un ininterrumpido frenesí de explosiones que duró varias horas, y luego se produjo un relativo silencio en el que de pronto se podía oír lo que cada uno decía. Entonces se oyó un sonido nuevo, un rugido que se elevó, ensordecedor, y cuando Rob J. envió a un enfermero confederado a averiguar de qué se trataba, el hombre regresó y dijo con voz quebrada que eran los malditos, jodidos y miserables yanquis lanzando vítores, eso era.

Unas horas más tarde apareció Lanning Ordway y lo encontró aún de pie en la pequeña habitación.

—¡Dios mio, doctor, venga conmigo!

Ordway le contó que había pasado casi dos días enteros allí dentro, y le indicó dónde vivaqueaba el l31. Y Rob J. dejó que el Buen Camarada y el Terrible Enemigo lo condujera a un almacén, un sitio seguro y desocupado en el que se pudo preparar una cama blanda con heno limpio, y se durmió.

A últimas horas de la tarde siguiente lo despertaron los gemidos y los gritos de los heridos que habían sido colocados a su alrededor, en el suelo del almacén. En las mesas había otros cirujanos que se las arreglaban muy bien sin él. No tenía sentido utilizar la letrina de la iglesia porque hacía tiempo que había quedado atestada. Salió bajo una fuerte lluvia y en medio de una humedad saludable vació su vejiga detrás de unos matorrales de lilas que volvían a pertenecer a la Unión.

Todo Gettysburg volvía a pertenecer a la Unión. Rob J. caminó bajo la lluvia, mirando a su alrededor. Olvidó dónde le había dicho Ordway que estaba acampado el 131, y preguntó a todos los hombres con los que se cruzaba. Finalmente los encontró diseminados en varias granjas al sur de la ciudad, agachados dentro de las tiendas.

Wilcox y Ordway lo saludaron con una cordialidad que lo conmovió. ¡Habían conseguido huevos! Mientras Lanning Ordway trituraba las galletas y freía las migas y los huevos en grasa de cerdo para que el médico desayunara, le contaron todo lo que había ocurrido, empezando por las malas noticias. El mejor trompa de la banda, Thad Bushman, había muerto.

—Tenía un agujero diminuto en el pecho, doctor -le explicó Wilcox-. Debió de darle en el lugar exacto.

De los camilleros, Lex Robinson había sido el primero en recibir un disparo.

—Le dieron en el pie, poco después de que usted se fuera -le informó Ordway-. Ayer, Oscar Lawrence quedó prácticamente partido en dos por la artillería.

Ordway terminó de revolver los huevos y colocó la sartén delante de Rob J., que pensaba con auténtica pena en el torpe y joven tambor.

Pero aunque sintió vergüenza, no pudo resistir la tentación de la comida, y se la tragó.

—Oscar era demasiado joven. Tendría que haberse quedado en casa con su madre -comentó Wilcox con pesar.

Rob J. se quemó la boca con el café, que era muy fuerte pero sabía a gloria.

—Todos tendríamos que habernos quedado en casa con nuestra madre -dijo, y eructó.

Comió el resto de los huevos lentamente y bebió otra taza de café mientras terminaban de contarle lo que había ocurrido cuando él estaba en el sótano de la iglesia.

—El primer día nos hicieron retroceder hacía el norte de la ciudad -dijo Ordway-. Fue lo mejor que podría habernos ocurrido. Al día siguiente estábamos en Cemetery Ridge, en un largo frente de escaramuzas entre dos pares de colinas, Cemetery Hill y Culp's Hill al norte, más cerca de la ciudad, y Round Top y Little Round Top a tres kilómetros hacía el sur. La batalla fue terrible, terrible. Murieron muchos hombres. Nosotros estuvimos ocupados todo el tiempo trasladando a los heridos.

—Y lo hicimos muy bien -comentó Wilcox-. Tal como usted nos enseñó.

—Estoy seguro de que así fue.

—Al día siguiente el 131 fue obligado a abandonar Cemetery Ridge para ir a reforzar el cuerpo de Howard. Alrededor del mediodía los cañones de los confederados nos derrotaron -prosiguió Ordway-. Nuestros retenes avanzados veían que mientras ellos nos estaban bombardeando, un montón de tropas confederadas se movían más abajo, en los bosques que se encuentran al otro lado de Emmitsburg Road. Pudimos ver el metal que brillaba entre los árboles. Ellos siguieron bombardeándonos durante una hora o más, y dieron en el blanco varias veces, pero mientras tanto nosotros nos estábamos preparando porque sabíamos que nos iban a atacar.

A medía tarde los cañones de ellos dejaron de disparar, y los nuestros también. Entonces alguien gritó "¡Ya vienen!", y quince mil hijos de puta con uniforme gris salieron del bosque. Esos chicos de Lee avanzaban hacía nosotros hombro con hombro, linea tras linea. Sus bayonetas eran como una valla larga y curvada de estacas de acero que se alzaba por encima de las cabezas, y el sol brillaba sobre ellas. No gritaban, no decían una sola palabra, simplemente avanzaban hacía nosotros con paso rápido y firme.

Le aseguro, doctor -añadió Ordway-, que Robert E. Lee nos azotó el culo montones de veces y yo sé que es un hijo de puta muy listo, pero aquí en Gettysburg no demostró ser muy inteligente. No podíamos creerlo; veíamos a esos rebeldes venir hacía nosotros así, a campo abierto, mientras nosotros estábamos en un terreno alto y protegido.

Sabíamos que eran hombres muertos, y ellos también debían de saberlo. Los vimos cuando estaban casi a un kilómetro y medio. El coronel Symonds y los oficiales que estaban arriba y abajo de la linea de batalla gritaban: "¡No disparéis! Dejad que se acerquen. ¡No disparéis!".

Ellos también debieron de oírlo.

Cuando estuvieron tan cerca que pudimos verles la cara, nuestra artillería de Little Round Top y Cemetery Ridge abrió fuego, y desaparecieron un montón de rebeldes. Los que quedaban avanzaron hacía nosotros entre el humo, y finalmente Symonds gritó "¡Fuego!", y cada uno se cargó a un rebelde. Alguien gritó "¡Fredericksburg!", y de repente todos gritábamos "!Fredericksburg! ¡Fredericksburg! ¡Fredericksburg!”, y disparábamos y cargábamos, disparábamos y cargábamos, disparábamos…

Llegaron a la pared de piedra que está al pie de nuestra posición sólo en un punto. Los que lo hicieron lucharon como hombres predestinados, pero todos resultaron muertos o capturados -concluyó Ordway, y Rob J. asintió.

Supo que había sido en ese momento cuando él oyó los vítores.

Wilcox y Ordway habían trabajado toda la noche trasladando heridos, y ahora volvieron a empezar. Rob J. fue con ellos y corrieron bajo la fuerte lluvia. Mientras se acercaban al campo de batalla, pensó que la lluvia era una bendición porque tapaba el olor de la muerte, que de todos modos ya era terrible. Por todas partes se veían cuerpos hinchados. Los rescatadores buscaban entre los restos de la matanza para recoger a los vivos.

Durante lo que quedaba de la mañana, Rob J. trabajó bajo la lluvia, vendando heridas y ayudando a trasladar las camillas. Cuando llevó a los heridos al hospital, comprendió por qué sus muchachos habían conseguido huevos. En todas partes estaban descargando carros. Había montones de medicamentos y anestesia, montones de vendas, montones de alimentos. En cada mesa de operaciones había tres cirujanos. El agradecido gobierno de Estados Unidos se había enterado de que por fin habían obtenido una victoria, por la que habían pagado un precio muy alto, y había decidido que no se escatimara nada a los que habían sobrevivido.

Cerca de la estación de ferrocarril Rob J. fue abordado por un hombre vestido de paisano, aproximadamente de la misma edad que él, que le preguntó en tono cortés si sabía dónde podría conseguir que embalsamaran a un soldado; parecía como si le hubiera preguntado la hora, o la dirección del ayuntamiento. Dijo que era Winfield S. Walker, Jr., un granjero de Havre de Grace, Maryland. Cuando se enteró de que se había producido la batalla, algo le dijo que fuera a ver a su hijo Peter, y lo había encontrado entre los muertos.

—Ahora me gustaría que lo embalsamaran para poder llevarlo a casa, ¿comprende?

Rob J. comprendía.

—He oido decir que en el hotel Washington House están embalsamando.

—Si, señor. Pero allí me han dicho que tienen una lista muy larga, que hay muchos antes que yo. Por eso he pensado en mirar en otra parte.

El cuerpo de su hijo se encontraba en la granja Harold, una granja hospital instalada al otro lado de Emmitsburg Road.

—Yo soy médico. Puedo hacerlo -sugirió Rob J.

En el serón de las medicinas del 13l tenía los instrumentos necesarios; fue a buscarlos y luego se reunió con el señor Walker en la granja.

Rob J. tuvo que decirle lo más delicadamente posible que fuera a buscar un ataúd del ejército, que estaba revestido de cinc, porque habría alguna pérdida de líquidos. Mientras el padre iba a hacer el triste recado, él se acercó al hijo, que estaba en una habitación en la que se guardaban otros seis cadáveres. Peter Walker era un joven apuesto, de unos veinte años, que tenía el rostro cincelado de su padre y pelo negro y grueso. Estaba en perfectas condiciones, salvo que una granada le había arrancado la pierna izquierda a la altura del muslo. Se había desangrado hasta morir, y su cuerpo tenía la blancura de una estatua de mármol.

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