Chamán (66 page)

Read Chamán Online

Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
11.9Mb size Format: txt, pdf, ePub

Por la tarde vio a Ordway en su tienda, afanándose sobre un papel, con la pluma en la mano. Pasó así varias horas.

Después del toque de retreta, Ordway llevó el sobre a la tienda que hacía las veces de correo.

Rob J. se detuvo y entró en la oficina de correos.

—Esta mañana encontré a un cantinero que tenía un queso fantástico -le comentó a Amasa Decker-. Te he dejado un trozo en tu tienda.

—Gracias, doctor, es muy amable -respondió Decker, encantado.

—Tengo que cuidar a mis camilleros, ¿no? Será mejor que vayas y te lo comas antes de que otro lo encuentre. Me lo pasaré bien haciendo de cartero mientras tú no estás.

No tuvo que hacer nada más. Inmediatamente después de que Decker se marchara, Rob J. se acercó a la caja de la correspondencia que debía ser enviada. Sólo le llevó unos minutos encontrar el sobre y deslizarlo dentro de su
mee-shome
.

No lo abrió hasta que se encontró a solas, en la intimidad de su tienda. La carta iba dirigida al reverendo David Goodnow, calle Bridgeton 237, Chicago, Illinois.

Estimado señor Goodnow, Lanning Ordway. Estoy en el 131 Indiana, si se acuerda. Aquí ai un ombre que hase preguntas. Un doctor un tal Robit Col. Quiere saber sobre Henry. Abla raro, lo estube oserbando. Quiere saver de L. wood Padson. Me dijo que biolamos y matamos a esa chica injun esa ves en Illinois. En sierto modo me hocupo de el. Pero uso la cabesa y se lo cuento para que aberiue como se entero de nosotros. Soi sarjento. Cuando acave la guerra bolvere a trabajar para la orden. Lanning Ordway.

56

Al otro lado del Tappahannock

Rob J. era perfectamente consciente de que en medio de una guerra, con las armas a disposición de cualquiera, y siendo el asesinato a gran escala un fenómeno normal, surgirían muchas formas y oportunidades para un asesino experto que estaba decidido a “hocuparse” de él.

Durante cuatro días intentó saber qué tenía a sus espaldas, y durante cinco noches durmió poco o no durmió.

Se quedaba despierto pensando cómo lo intentaría Ordway. Decidió que si estuviera en el lugar de Ordway, y con su temperamento, esperaría hasta que ambos estuvieran participando en una ruidosa escaramuza en la que se produjeran muchos disparos. Por otra parte, no tenía idea de si Ordway era de los que llevaban cuchillo. Si Rob J. aparecía acuchillado, o con el pescuezo cortado, después de una larga y oscura noche en la que cualquier retén asustado habría pensado que cada sombra correspondía a un confederado infiltrado, su muerte no resultaría sorprendente y no se realizaría ninguna investigación.

Esta situación cambió el 19 de enero, cuando la compañía B de la segunda brigada fue enviada al otro lado del Tappahannock, en lo que se suponía que debía ser una rápida exploración y una veloz retirada, pero la cosa no fue así. La compañía de infantería encontró posiciones de los confederados donde no había imaginado, y quedó inmovilizada por el fuego enemigo en un lugar sin protección.

Volvía a repetirse la situación en la que todo el regimiento se había encontrado unas semanas antes, pero en lugar de setecientos hombres con la bayoneta calada cargando al otro lado del río para arreglar la situación, aquí no hubo apoyo del ejército del Potomac. Los ciento siete hombres se quedaron donde estaban y soportaron el fuego durante todo el día, devolviéndolo lo mejor que podían. Cuando cayó la noche, volvieron a cruzar el río a toda velocidad, llevando consigo cuatro heridos. La primera persona que trasladaron a la tienda que hacía las veces de hospital fue Lanning Ordway.

Los hombres del equipo de Ordway dijeron que había sido herido exactamente antes del anochecer. había metido la mano en el bolsillo de su chaqueta para coger la galleta dura y el trozo de cerdo frito que había guardado esa mañana envueltos en papel, cuando dos balas mini lo al canzaron en rápida sucesión. Una de las balas le había arrancado un fragmento de la pared abdominal, y ahora le sobresalía un trozo de abdomen grisáceo. Rob J. empezó a empujarlo hacia dentro, pensando que cerraría la herida, pero enseguida vio varias cosas más y reconoció que no podía hacer nada para salvar a Ordway.

La segunda herida era perforante y había causado demasiado daño interno al intestino o al estómago, o tal vez a ambos. Sabía que si abría el vientre encontraría la sangre encharcada en la cavidad abdominal.

El rostro seco de Ordway estaba blanco como la leche.

—¿Quieres algo, Lanny? -le preguntó Rob J. suavemente.

Ordway movió los labios. Clavó sus ojos en los de RobJ., y cierta expresión de serenidad que éste había visto con anterioridad en los moribundos le indicó que estaba consciente.

—Agua.

Era lo peor que se le podía dar a un hombre que había recibido un disparo en el vientre, pero Rob J. sabía que no tenía importancia. Cogió dos pastillas de morfina de su Mee-shoine y se las dio a Ordway con un buen trago de agua. Casi al instante Ordway vomitó sangre.

—¿Quieres un sacerdote? -le preguntó Rob J. mientras intentaba poner todo en orden. Pero Ordway no respondió, simplemente siguió mirándolo-. Tal vez quieras contarme exactamente qué ocurrió con Makwa-ikwa aquel día en mi bosque. O contarme alguna otra cosa, lo que se te ocurra.

—Usted… al infierno -logró decir Ordway.

Rob J. no creía que fuera a parar allí. Tampoco creía que Ordway ni nadie fuera a semejante sitio, pero no era el momento adecuado para abrir un debate.

—Creo que hablar podría ayudarte en este momento. Si hay algo que quieras librar de tu mente.

Ordway cerró los ojos, y Rob J. supo que debía dejarlo en paz.

Odiaba ver cómo la muerte le arrebataba a alguien, pero le molestó especialmente perder a este hombre que había estado dispuesto a matarlo, porque en el cerebro de Ordway había información que él habíalbuscado ansiosamente durante años, y cuando el cerebro del hombre se apagara como una lámpara, la información habría desaparecido.

También sabía que a pesar de todo había algo en su interior que se había mostrado sensible a este extraño y complejo joven, que había sido sorprendido mientras cumplía su misión. ¿Cómo habría sido conocer a un Ordway que hubiera sido parido por su madre sin defectos físicos, un Ordway que hubiera recibido un mínimo de educación en lugar de ser analfabeto, que hubiera recibido algunos cuidados en lugar de pasar hambre, y un patrimonio diferente de su padre borracho?

Sabía muy bien lo inútil que era esta especulación, y cuando echó un vistazo a la figura inmóvil se dio cuenta de que Ordway estaba más allá de cualquier consideración.

Durante un rato sostuvo el cono de éter mientras Gardner Copper smith quitaba, no sin destreza, una bala mini de la parte carnosa de la nalga izquierda de un muchacho. Luego volvió al lado de Ordway, le ató la mandíbula, colocó unas monedas sobre sus párpados, y finalmente lo tendió en el suelo, junto a los otros cuatro soldados que la compañia B había devuelto al campamento.

57

El círculo completo

E1 12 de febrero de 1864, Rob J. escribió en su diario:

Dos ríos, allá en casa, el grandioso Mississippi y el modesto Rock, han marcado mi vida; ahora, en Virginia, he llegado a conocer muy bien otro par desparejo de ríos en los que he presenciado repetidas matanzas: el Tappahannock y el Rapidan. Tanto el ejército del Potomac como el del norte de Virginia han enviado pequeños grupos de infantería y caballería al otro lado del Rapidan para atacarse mutuamente, durante los últimos días del invierno y el principio de la primavera. Con la misma naturalidad con que cruzaba el Rock en los viejos tiempos para visitar a un vecino enfermo o traer un niño al mundo, ahora acompaño a las tropas a cruzar el Rapidan de diversas formas, montado sobre Pretty Boy, chapoteando en los vados poco profundos, o navegando por corrientes caudalosas en barcos o balsas. Este invierno no ha habido grandes batallas con miles de muertos, pero me he acostumbrado a ver docenas de cuerpos, o uno. Hay algo infinitamente más trágico en un solo hombre muerto que en un campo lleno de cadáveres. He aprendido en cierto modo a no fijarme en los sanos ni en los muertos y a concentrarme en los heridos, a salir a buscar estúpidos y malditos jóvenes que las más de las veces caen por los disparos de otros estúpidos y malditos jóvenes…

Los soldados de ambos ejércitos se habían acostumbrado a pinchar en sus ropas trozos de papel con su nombre y su dirección, con la esperanza de que sus seres queridos fueran notificados en caso de que ellos se convirtieran en bajas. Ni Rob J. ni los tres camilleros de su equipo se molestaban en ponerse el papel de identificación. Ahora salían sin ningún temor, porque Amasa Decker, Alan Johnson y Lucius Wagner estaban convencidos de que la medicina de Makwa-ikwa los protegía realmente, y Rob J. se había permitido contagiarse de esa convicción. Era como si en cierto modo el Mee-shome generara una fuerza que desviaba todas las balas, convirtiendo el cuerpo de todos ellos en algo intocable.

A veces pareca que siempre había habido guerra, y que continuaría eternamente. Sin embargo, Rob J. veía algunos cambios. Un día, en un ejemplar hecho jirones del Baltimore American, leyó que todos los varones blancos del Sur en edades comprendidas entre los diecisiete y los cincuenta años habían sido reclutados para prestar servicios en el ejército confederado. Esto significaba que a partir de ese momento cada baja del ejército confederado sería irreemplazable, y su ejército cada vez más reducido. Rob J. veía con sus propios ojos que los soldados confederados muertos y prisioneros, llevaban el uniforme raído y un calzado lamentable. Se preguntaba con desesperación si Alex estaba vivo, y alimentado, vestido y calzado. El coronel Symonds anunció que muy pronto el 131 de Indiana recibiría una partida de carabinas Sharps equipadas con recámara, que permitirían el tiro rápido. Y al parecer a eso conducía la guerra: a un Norte que fabricaba mejores armas, municiones y barcos, y a un Sur que luchaba cada vez con menos hombres y que sufría la escasez de todo lo que podía producirse en una fábrica. El problema consistía en que los confederados no parecían darse cuenta de que se movían con una terrible desventaja industrial, y combatían con una fiereza que hacia pensar que la guerra no terminaría pronto.

Un día de finales de febrero, los cuatro camilleros tuvieron que acudir a un sitio en el que un capitán llamado Taney, comandante de la compañía A de la primera brigada, estaba tendido fumando estoicamente un puro después de que una bala le destrozara la espinilla. Rob J. vio que no tenía sentido colocarle una tablilla porque la bala había arrancado varios centímetros de tibia y peroné, y la pierna tendría que ser amputada entre el tobillo y la rodilla. Cuando fue a coger una venda del Mee-shome se dio cuenta de que no lo había llevado consigo.

Sintió que se le revolvía el estómago y supo exactamente dónde lo había dejado: encima de la hierba, en la entrada de la tienda donde estaba instalado el hospital.

Los otros también lo recordaron.

Rob J. cogió el cinturón de cuero que llevaba puesto Alan Johnson y lo utilizó para hacer un torniquete; luego cargaron al capitán en la camilla y se lo llevaron casi en estado de embriaguez.

—¡Santo cielo! -decía Lucius Wagner.

Siempre decía lo mismo y en tono acusador cuando estaba muy asustado. Ahora lo susurró una y otra vez hasta que resultó molesto, pero nadie se quejó ni le dijo que se callara porque estaban demasiado ocupados imaginando el doloroso impacto de las balas en sus cuerpos tan cruel y repentinamente desprovistos de magia.

El traslado fue más lento y desesperante que el primero de todos los que habían hecho. Hubo varios disparos, pero a los camilleros no les ocurrió nada. Finalmente llegaron a la tienda que albergaba el hospital, y después de entregarle el paciente a Coppersmith, Amasa Decker cogió el Mee-shome del suelo y lo arrojó a las manos de Rob J.

—Póngaselo. Rápido -le dijo, y Rob J. obedeció.

Los tres camilleros se consultaron con expresión sombría, aliviados, y se pusieron de acuerdo en compartir la responsabilidad de comprobar que el médico auxiliar interino Cole se colgaba la bolsa de las medicinas todas las mañanas nada más levantarse.

Rob J. se alegró de llevar el Mee-shoíne dos mañanas más tarde, cuando el 131 de Indiana -a ochocientos metros del punto en el que el Rapidan se une al río más grande- giró en una curva del camino y literalmente se topó con los rostros desconcertados de una brigada de soldados de uniforme gris.

Los hombres de ambos grupos empezaron a disparar inmediata mente, algunos a muy corta distancia. El aire se llenó de maldiciones, gritos, estampidos de mosquete y aullidos de los que caían heridos; luego las filas delanteras se fundieron entre sí, y los oficiales atacaron con la espada o dispararon las armas pequeñas mientras los soldados blandían los rifles como si fueran palos, o usaban los puños, las uñas o los dientes porque no tenían tiempo para volver a cargar las armas.

A un lado del camino había un bosquecillo de robles y al otro un campo abonado que parecía suave como el terciopelo, arado y listo para la siembra. Algunos hombres de ambos ejércitos se refugiaron de trás de los árboles que había al lado del camino, pero el grueso se dispersó, estropeando la perfección del campo abonado. Se disparaban mutuamente desde una linea de ataque desordenada y desigual.

Cuando se producía una escaramuza, Rob J. se quedaba generalmente en la retaguardia, esperando que lo fueran a buscar en caso de necesidad, pero en la confusión de la refriega se encontró luchando con su aterrorizado caballo en el centro mismo de la violencia. El animal se encabritó y luego pareció quebrarse. Rob J. logró desmontar de un salto mientras el caballo se desplomaba sobre el suelo y quedaba allí tendido, sacudiéndose. En el cuello del color del barro de Pretty Boy había un agujero sin sangre del tamaño de una moneda de cinco centavos, pero de sus ollares ya manaban dos pequeños torrentes rojos; el animal se esforzaba por respirar, y en su agonía pateaba el aire espasmódicamente.

La bolsa de las medicinas contenía una jeringa hipodérmica con una aguja de cobre y un poco de morfina, pero los opiáceos aún escaseaban y no se podían administrar a un caballo. Un teniente del ejército confederado yacía muerto a diez metros de distancia. Rob J. se acercó a él y le cogió un pesado revólver negro que llevaba en la pistolera. Regresó junto a Pretty Boy, colocó la boca del arma debajo de la oreja del animal y apretó el gatillo.

Other books

Secrets of the Fall by Kailin Gow
Dark and Bright by Anna Markland
Malcolm X by Manning Marable
One Last Hold by Angela Smith
Killing Monica by Candace Bushnell
The Exiles Return by Elisabeth de Waal