—Sí, pero ¿cómo lo sabe?
—Eso da igual. El caso es que lo sabe.
—¡Joder!
—Habla un poquito más bajo, por favor —dijo Jody, sujetándose el pelo como si le doliera. —¿Grito demasiado? Jody asintió con la cabeza.
—¿Sabes, Tommy?, para tu cuaderno de notas: tener los sentidos de un vampiro cuando se tiene resaca no mola nada. —¿En serio? ¿Tan mal estás?
—Tu aliento me está dando náuseas desde el otro lado de la habitación.
—Sí, necesitamos pasta de dientes.
—Hay alguien en la puerta. —Jody se tapó los oídos. Oía el chirrido de unas deportivas arañando la acera desde lo alto de la escalera.
—¿Ah, sí?
Sonó el telefonillo.
—Sí—dijo ella.
Tommy corrió a la ventana y miró hacia la calle.
—Ahí abajo hay un todoterreno militar estilo limusina, de una manzana de largo.
—Más vale que contestes —dijo Jody.
—Tal vez deberíamos escondernos. Fingir que no estamos en casa.
—No, tienes que abrir—contestó ella. Oía el ruido de los pies en la puerta, el rock and roll que sonaba en la limusina, el narguile borboteando, las rayas que alguien cortaba sobre la caja de un CD y una voz de hombre que repetía la frase «Dulces tetitas azules» una y otra vez, como un mantra. Cogió la almohada del lado de Tommy y se la puso sobre la cabeza.
—Contesta, Tommy. Son los putos Animales.
—Tronco —dijo Lash Jefferson, un negro flaco como un alambre, con el cráneo recién afeitado y gafas de sol de espejo. Tiró de Tommy y le dio un fuerte abrazo: un abrazo histérico y con palmadas en la espalda, como si dijera «Me alegro de verte, tío»—. Estamos bien jodidos, tronco —continuó.
Tommy se apartó, intentando reconciliar su alegría por ver a su amigo con el hecho de que Lash oliera como el urinario de un bar relleno de caballa.
—Creía que os habíais ido a Las Vegas —dijo.
—Sí, sí. Nos fuimos. Están todos en la limusina. Pero es que tengo que hablar contigo. ¿Podemos entrar?
—No. —Tommy estuvo a punto de decirle que Jody estaba durmiendo. Esa había sido su excusa otras veces para impedir que los Animales entraran en su piso. Pero se suponía que Jody se había ido de la ciudad—. Vamos a la escalera, tengo a alguien arriba.
Lash asintió con la cabeza, miró por encima de sus gafas de sol, y subió y bajó las cejas. Tenía los ojos vidriosos y enrojecidos. Tommy oía el latido acelerado de su corazón. Cocaína o miedo, supuso. Quizá las dos cosas.
—Mira, tronco —dijo Lash—. Lo primero, necesitamos que nos prestes un poco de pasta.
—¿Qué? Pero si tenéis cien de los grandes cada uno, de las obras de arte que vendimos.
—Bueno, los teníamos. Hemos pasado un fin de semana a lo grande.
Tommy echó cuentas de cabeza.
—¿Os habéis fundido seiscientos de los grandes en... cuatro días?
—No —dijo Lash—. No, todo no. Todavía no estamos arruinados del todo.
—Entonces, ¿por qué necesitáis que os preste dinero?
—Solo veinte de los grandes o así, para llegar a mañana —contestó Lash—. Suerte que yo casi tengo un máster en gestión de empresas y soy un as de los negocios, que si no nos habríamos arruinado ayer.
Tommy asintió con la cabeza. Veinte de los grandes eran para él como seis meses de sueldo en el Safeway. Hasta ese momento, le había intimidado un poco que Lash casi tuviera un máster en gestión de empresas. Ahora solo le preocupaba que notara que se había convertido en un vampiro. Dijo:
—Pues sí, estáis bien jodidos.
—Nos iba bastante bien, solo habíamos perdido unos diez de los grandes cada uno hasta que conocimos a Blue. —Lash miró el techo melancólicamente, como si intentara evocar un recuerdo lejano en lugar de algo que había ocurrido hacía un par de noches. —¿Blue?
—¿Conoces ese grupo de Las Vegas? ¿Los Blue Men?
—Sí, ¿esos que se pintan de azul y hacen percusión con cañerías y cosas así? —Tommy se había perdido.
—Sí, esos —contestó Lash—. Pues resulta que también hay mujeres azules. O hay una, por lo menos. Y, tronco, nos está dejando secos.
En el asiento trasero de la limusina, Blue sostenía la cara de Barry entre sus tetas con fuerza suficiente como para mantenerlo bajo control sin asfixiarlo. Mientras que los otros Animales habían bebido, fumado y follado hasta caer en un estupor de zombis (y ahora yacían despatarrados por el reluciente habitáculo de la limusina), Barry había preferido tomarse dos éxtasis, ponerse una raya de coca y fumarse una pipa de marihuana, lo cual había sumido su cerebro en una especie de bucle tribal redundante que lo había impulsado a hincarse de rodillas desnudo ante ella y a cantar «Dulces tetitas azules» durante veinte minutos. Blue no podía soportarlo más, así que había agarrado su calva cabeza bordeada de rizos y le había hundido la cara en su canalillo para hacerlo callar. Por suerte, Barry se había callado: Blue no quería asfixiarlo mientras aún tuviera dinero.
Hacía falta un camino con muchas vueltas y revueltas (todas ellas malas) para convertir a la Princesa del Cheddar de Fond du Lac, Wisconsin, con su piel lechosa, en una fulana teñida de azul que se ganaba la vida trampeando en los casinos del centro de Las Vegas. Blue, sin embargo, no pensaba ni loca dar otro paso en falso asfixiando entre sus globos de placer (de silicona y proporciones descomunales) a la gallina de los huevos de oro. Los Animales eran su salida, y si tenía que seguir haciendo de Unidad de Placer Alienígena o de magdalena de arándanos para mantenerlos en el bote, lo haría.
Blue era una puta del método. Al comienzo de sus andanzas, cuando dejó de trabajar de camarera por su propensión a derramar las bebidas y antes de dedicarse al estriptis (negocio en el que la presencia de un poste bien recio mitigó su falta de equilibrio), tuvo una corta carrera como actriz porno en producciones de bajo presupuesto. Trabó amistad con una prometedora actriz llamada Lotta Vulva,
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que le prestó un libro sobre el método Stanislavski.
—Si encuentras tu memoria sensorial —le dijo Lotta—, conseguirás no potar encima de los actores. Los directores odian que potes.
Desde entonces, Blue había sacado buen partido al «método», que le permitía calcular probabilidades de apuestas o pensar en su chequera mientras su personaje realizaba actos que ella personalmente habría encontrado desagradables o directamente repugnantes. (¡Cuánto mejor era cobijarse en su memoria sensorial de Princesa del Cheddar en ciernes, extrayendo la abundante riqueza —con toda su nata— de las ubres de una vaca Holstein, que afrontar la realidad, ásperamente iluminada, de sus actos presentes!).
Pasados seis meses, Blue fue expulsada del negocio del cine debido a un «defecto» que un director resumió diciendo: «Con esas tetas no se llena ni el vaso de un chupito», defecto al que el método no podía poner remedio. Volvió a trabajar de camarera, aunque en un club de estriptis donde raramente tenía que llevar más de una cerveza de diez dólares a la vez, hasta que ahorró suficiente dinero para hacerse una operación de aumento de pecho y abrirse así paso hasta el poste de la sala. Se pasó bailando de los veinte a los treinta años, antes de que la arrojaran del escenario chicas más jóvenes y resistentes a la gravedad, y como se había saltado las clases de mecanografía en el instituto y había, por tanto, manchado su expediente académico, acabó encontrando trabajo como chica de compañía.
—Tengo la sensación de hacer mamadas como si fuera un repartidor de pizzas —le dijo Blue a su compañera de habitación—. Le dejamos satisfecho en veinte minutos o menos, o le devolvemos su dinero. Y la agencia se lleva casi todo el dinero. A este paso, nunca dejaré este oficio.
—Necesitas un reclamo publicitario —respondió su compañera de habitación, que era camarera en el Venetian—. Como esos Blue Men, los del espectáculo. Te aseguro que no serían más que una panda de mocosos aporreando cubos de basura si no fuera porque van pintados de azul.
Y así empezó todo. La descarriada Princesa del Cheddar de Fond du Lac encontró un tinte semipermanente para la piel, de color azul, abrió cuentas de ahorro, se hizo algunas fotos, puso anuncios en todos los periodicuchos gratuitos de la ciudad y así nació Blue. Habría podido ganarse la vida sin el reclamo publicitario: la mayoría de los tíos son capaces de follarse a una serpiente si se la sostienes tiesa. Pero resultó que pagaban mucho más por el exotismo de una mujer azul.
Trabajaba todo lo que podía, y sus ahorros habían crecido hasta el punto de que ya veía la posibilidad de retirarse. Pero más o menos por esa misma época se dio cuenta de que, al volverse azul, había renunciado al sueño de toda puta, estríper u operadora de telemárquetin: un ricachón que la apartara de todo aquello; una ballena que le pagara una fortuna por convertirse en su mascota privada. Para la chica azul no habría braguetazo, o eso pensaba ella hasta que los Animales la llamaron para una fiesta con estriptis y jodienda. De dónde habían sacado el dinero carecía de importancia. Lo que importaba era que lo tenían a montones y que parecían dispuestos a seguir dándoselo hasta que se acabara del todo. Tenía casi medio millón de dólares en el maletín de maquillaje, y Blue (Blue, el personaje) podía soportar todo lo que le hicieran los Animales mientras ella se refugiaba en el fondo de su mente y formulaba desde allí una estrategia de inversiones.
Drew, el alto y flaco, había abierto la puerta de la habitación del hotel y había dicho:
—Hola. Lo hemos hablado y hemos llegado a la conclusión de que cuando éramos pequeños lo único que de verdad queríamos era follarnos a una pitufa.
—Me pasa mucho —había contestado Blue.
—Solo queríamos tirarnos a una pitufa —dijo Lash.
—Es comprensible —contestó Tommy.
—Es muy simpática, de verdad —dijo Lash.
—Cualidad importante en una puta —repuso Tommy.
—Pero ahora parece que no podemos parar.
—¿Y qué queréis que haga? ¿Intervenir?
—No, tú eres nuestro líder. Te queremos para otras cosas. Necesitamos que nos des dinero para seguir de fiesta, que pagues nuestros alquileres y esas cosas.
—Y cuando se me acabe todo el dinero, entonces podré intervenir.
—Claro, si crees que es necesario —dijo Lash—. ¿Cómo vas de crédito? —Lash, ¿estás colocado? —Claro.
—Ya. Claro. ¿En qué estaría yo pensando? —A Tommy ya no le preocupaba tanto que Lash notara que era un vampiro. Estaba claro que los ex reponedores del turno de noche del Safeway, además de estar en la ruina, se habían vuelto locos colectivamente.
—Lash, yo no tengo casi un máster en gestión de empresas, como tú, pero ¿no estáis violando algún principio económico? Me refiero a que si no hay una clase donde os enseñen a no gastar el dinero del alquiler en putas y cosas así.
—Corta el rollo, Flood —dijo Lash—. Tú te enrollaste con una vampira.
—Era muy mona —respondió Tommy.
—Cualidad importante en una vampira —replicó Lash, mirando por encima de sus gafas de sol.
—Se acostó conmigo —contestó Tommy. Quería decirle que Jody era muy simpática, pero Lash ya había usado «simpática» para referirse a su fulana azul.
—Lo que yo decía —dijo Lash—. Dame tu dinero.
—Lo que tú decías, no. De eso nada. —Tommy retrocedió como si fuera a darle un puñetazo en el pecho, como hacían constantemente los Animales entre sí, pero se acordó de que ahora podía aplastarle las costillas y dijo—: No me hagas hundirte ese pecho de paloma, mamón.
—El kung fu de tu vampira pelirroja no tiene ni punto de comparación con el increíble kung fu de la fulana del chocho azul. —Lash chilló como un pollo y agitó las manos mientras adoptaba la postura de combate; luego se cayó de culo sobre los escalones. Se rió hasta atragantarse, tosió y dijo—: En serio, colega, si no nos das dinero, estaremos completamente arruinados dentro de seis horas. He hecho el cálculo.
—Podríais volver a trabajar —dijo Tommy—. Anoche me llamó Clint. En la tienda están hasta arriba de trabajo. Necesitan reponedores de noche.
—¿Ah, sí? —preguntó Lash, bajándose las gafas de sol.
—Sí —dijo Tommy.
—Entonces, ¿no estamos despedidos?
—Evidentemente, no —contestó Tommy.
—Eso es. Podríamos volver al trabajo. Eso es lo que le diremos. Que tenemos que volver al trabajo.
—¿Por qué no le dijisteis simplemente que se fuera antes de venir desde Las Vegas?
—No queríamos quedar mal.
—Ah, ya. Bueno, pues entonces largaos.
Lash se levantó y se apoyó en la barandilla el tiempo justo para mirar a Tommy a los ojos.
—¿Te encuentras bien? Estás un poco pálido.
—Tengo el corazón roto y estoy hecho una mierda —dijo Tommy. Odiaba que así fuera, pero los ojos inyectados en sangre de Lash, que lo miraban por encima de las gafas, le estaban dando una punzada de hambre.
—Vale. —Lash cruzó la puerta de seguridad del portal.
Tommy estaba mirándolo cuando se paró junto a la puerta trasera de la limusina y se dio la vuelta.
—¿Necesitas que una puta de color azul te alegre el día? —preguntó—. Invitamos nosotros.
—No, gracias —dijo Tommy.
—Todos para uno y esas cosas —dijo Lash.
—Os lo agradezco. —Tommy se encogió de hombros—. Tengo el corazón roto.
—Vale. —Lash abrió la puerta de la limusina y dos de los Animales, Drew y Troy Lee, cayeron sobre la acera seguidos por un gran nubarrón de humo de marihuana.
—Joder, colega, ¿tú sabías que aquí había una puerta? —dijo Drew, el flaco y zarrapastroso.
—¡Mira! —contestó Troy Lee, el asiático que sabía kung fu—. ¡Mira! ¡Es nuestro líder el temerario!
—Marchaos a trabajar —dijo Tommy—. Solo son las siete. A las once podéis estar sobrios y listos para hacer vuestro turno. —Ni en sueños, pensó.
—Sí, podemos hacer eso —dijo Lash, y se asomó a la limusina—. Oye, Barry, sal de ahí, cabrón, que yo soy el siguiente y luego le toca a Jeff. Lo puse en el tablón. Blue, no dejes que te haga eso en la oreja, nena, que vas a estar un mes sorda.
Tommy cerró la puerta del portal, se dejó caer en los escalones y escondió la cara entre las manos para intentar olvidar todo aquello. Los Animales habían sido sus amigos, su tripulación. Lo habían acogido cuando estaba solo en la ciudad, le habían hecho su líder y, si no había interpretado mal el tono del segundo mensaje de Clint, cuatro horas después, cuando llegaran a la tienda, se volverían contra él.