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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Cinco semanas en globo (9 page)

BOOK: Cinco semanas en globo
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Poseía igualmente los excelentes mapas publicados en los Boletines de la Sociedad Geográfica de Londres, y no podía escapársele ningún punto de las comarcas descubiertas.

Consultando el mapa, vio que su rumbo latitudinal era de 20 o ciento veinte millas oeste.

Kennedy observó que el camino se dirigía hacia el mediodía. Pero esta dirección satisfacía al doctor, el cual quería reconocer, en la medida de lo posible, las huellas de sus predecesores.

Se resolvió dividir la noche en tres partes, a fin de turnarse en la vigilancia. El doctor comenzaba su guardia a las nueve, Kennedy a las doce y Joe a las tres.

Así pues, Kennedy y Joe, envueltos en sus mantas, se tendieron bajo la tienda y durmieron a pierna suelta mientras el doctor Fergusson velaba.

CAPITULO XIII

La noche transcurrió en calma. Sin embargo, el sábado por la mañana, Kennedy sintió cansancio y escalofríos al despertarse. El tiempo cambiaba; el cielo, cubierto de densas nubes, parecía prepararse para un nuevo diluvio. Un triste país, Zungomero, donde llueve continuamente, excepto tal vez unos quince días en el mes de enero.

Una violenta lluvia no tardó en envolver a los viajeros; debajo de ellos, los caminos cortados por nullabs, especie de torrentes momentáneos se volvían impracticables, además de estar cubiertos de matorrales espinosos y llanas gigantescas. Se percibían claramente esas emanaciones de hidrógeno sulfurado de las que habla el capitán Burton.

—Según él —dijo el doctor—, y tiene razón, se diría que hay un cadáver oculto detrás de cada matorral.

—Es un maldito país —respondió Joe—, y me parece que el señor Kennedy se encuentra mal por haber pasado en él la noche.

—En efecto, tengo una fiebre bastante alta —dijo el señor Kennedy.

—Nada tiene de particular, mi querido Dick; nos hallamos en una de las regiones más insalubres de África. Pero no permaneceremos en ella mucho tiempo. En marcha.

Gracias a una diestra maniobra de Joe, el ancla se desenganchó, y, por medio de la escala, el hábil gimnasta volvió a subir a la barquilla. El doctor dilató considerablemente el gas y el Victoria remontó el vuelo, impelido por un viento bastante fuerte.

Aparecía alguna que otra choza en medio de aquella niebla pestilente. El país cambiaba de aspecto. En África ocurre con frecuencia que una región mefítica y de poca extensión confina comarcas absolutamente salubres.

Kennedy sufría visiblemente; la calentura abatía su vigorosa naturaleza.

—Sería mala cosa caer enfermo —dijo, envolviéndose en su manta y echándose bajo la tienda.

—Un poco de paciencia, mi querido Dick —respondió el doctor Fergusson—, y pronto recobrarás completamente la salud.

—¡Ojalá, Samuel! Si en tu botiquín de viaje tienes alguna droga para curarme, adminístramela sin perder tiempo. La tragaré a ojos cerrados.

—Tengo un medicamento mejor que todas las drogas, amigo Dick, y naturalmente, voy a darte un febrífugo que no costará nada.

—¿Y cómo lo harás?

—Muy sencillo. Subiré encima de estas nubes que nos envuelven y me alejaré de esta atmósfera pestilente. Diez minutos te pido para dilatar el hidrógeno.

No habían transcurrido los diez minutos cuando los viajeros estaban ya fuera de la zona húmeda.

—Aguarda un poco, Dick, y notarás la influencia del aire puro y del sol.

—¡Vaya un remedio! —dijo Joe—. ¡Es maravilloso!

—¡No! ¡Es totalmente natural!

—Eso no lo pongo en duda.

—Envió a Dick a tomar aires, como se hace todos los días en Europa, y del mismo modo que en la Martinica le enviaría a los Pitons para librarle de la fiebre amarilla.

—La verdad es que este globo es un paraíso —dijo Kennedy, ya más aliviado.

—O por lo menos conduce a él —respondió Joe con gravedad.

Era un espectáculo curioso el que ofrecían las nubes aglomeradas en aquel momento debajo de la barquilla. Rodaban unas sobre otras, y se confundían en un resplandor magnífico reflejando los rayos del sol. El Victoria llegó a una altura de 4.000 pies. El termómetro indicaba algún descenso en la temperatura. No se veía ya la tierra. A unas cincuenta millas al oeste, el monte Rubeho levantaba su cabeza centelleante. Formaba el límite del país de Ugogo, a 360 20' de longitud. El viento soplaba a una velocidad de veinticinco millas por hora, pero los viajeros no se percataban de su rapidez, ni siquiera tenían sensación de locomoción.

Tres horas después, la predicción del doctor se realizaba. Kennedy no experimentaba ningún escalofrío y almorzó con apetito.

—¡Y que aún haya quien tome sulfato de quinina! —dijo con satisfacción.

—Decididamente —exclamó Joe—, aquí es donde me retiraré cuando sea viejo.

Hacia las diez de la mañana, la atmósfera se despejo. Se hizo un agujero en las nubes, la tierra reapareció y el Victoria se acercó a ella insensiblemente. El doctor Fergusson buscaba una corriente que le llevase al noroeste, y la encontró a seiscientos pies del suelo. El terreno se volvía accidentado, incluso montuoso. Al este, el distrito de Zungomero se borraba con los últimos cocoteros de aquella latitud.

Luego, las crestas de una montaña se presentaron más acentuadas. Algunos picos se levantaban en distintos puntos del horizonte. Era preciso vigilar constantemente los conos agudos que parecían surgir inopinadamente.

—Nos hallamos entre los rompientes —dijo Kennedy.

—Puedes estar tranquilo, amigo Dick, no tropezamos.

—¡Hermosa manera de viajar! —replicó Joe.

En efecto, el doctor manejaba el globo con una destreza maravillosa.

—Si tuviésemos que andar por este terreno encharcado —dijo—, nos arrastraríamos por un lodo insalubre. Desde nuestra salida de Zanzíbar hasta llegar donde estamos, la mitad de nuestras bestias de carga habrían muerto de fatiga, y nosotros pareceríamos espectros y llevaríamos la desesperación en el alma. Estaríamos en incesante lucha con nuestros guías y expuestos a su brutalidad desenfrenada. Durante el día nos agobiaría un calor húmedo, insoportable, sofocante. Durante la noche, experimentaríamos un frío con frecuencia intolerable, y acabarían con nuestra paciencia las picaduras de ciertas moscas, cuyo aguijón atraviesa la tela más gruesa y es capaz de volver loco a cualquiera. ¡Ya no digo nada de las bestias salvajes y de las tribus feroces!

—¡Dios nos libre de unas y otras! —replicó simplemente Joe.

—No exagero nada —prosiguió el doctor Fergusson—, pues no se pueden leer las narraciones de los viajeros que han tenido la audacia de penetrar en estas comarcas sin que se le llenen los ojos de lágrimas.

Hacia las once pasaban la cuenca de Imengé; las tribus esparcidas por aquellas colinas amenazaban en vano con sus armas al Victoria, que llegaba, por fin, a las últimas ondulaciones montuosas que preceden al Rubeho y forman la tercera y más elevada cordillera de las montañas de Usagara.

Los viajeros distinguían perfectamente la conformación orográfica del país. Aquellas tres ramificaciones, de las que el Duthumi forma el primer eslabón, están separadas unas de otras por vastas llanuras longitudinales; las elevadas lomas se componen de conos redondeados, entre los cuales las gargantas están sembradas de pedruscos erráticos y guijarros. El declive mas acusado de aquellas montañas se halla frente a la costa de Zanzíbar; las pendientes occidentales no son más que llanuras inclinadas. Las depresiones del terreno están cubiertas de una tierra negra y fértil donde la vegetación es vigorosa. Varios riachuelos se infiltran hacia el este y afluyen al Kingani, entre gigantescos ramos de sicomoros, tamarindos, guayabas y palmeras.

—¡Atención! —dijo el doctor Fergusson—. Nos acercamos al Rubeho, cuyo nombre significa en la lengua del país «paso de los vientos».

Haremos bien en doblar a cierta altura los agudos picachos. Si mi mapa es exacto, subiremos hasta una altura de más de cinco mil pies.

—¿Alcanzaremos con frecuencia esas zonas superiores?

—Rara vez; la altura de las montañas de África es menor, según parece, que la de las de Europa y Asia. Pero, de todos modos, el Victoria las salvará sin dificultad alguna.

En poco tiempo el gas se dilató, bajo la acción del calor y el globo tomó una marcha ascensional muy pronunciada. La dilatación del hidrógeno no ofrecía ningún peligro, y la vasta capacidad del aeróstato no estaba llena más que en sus tres cuartas partes. El barómetro, mediante una depresión de unas ocho pulgadas, indicó una elevación de seis mil pies.

—¿Podríamos estar subiendo así mucho tiempo? —preguntó Joe.

—La atmósfera terrestre —respondió el doctor— tiene una altura de seis mil toesas. Con un globo muy grande, iríamos lejos. Eso es lo que hicieron los señores Brioschi y Gay-Lussac, pero empezó a manarles sangre de la boca y los oídos. Les faltaba aire respirable. Hace unos años, dos audaces franceses, los señores Barral y Bixio, se lanzaron también a las altas regiones, pero su globo se rasgó…

—¿Y cayeron? —preguntó al momento Kennedy.

—Sin duda, pero como deben caer los sabios, sin hacerse ningún daño.

—¡Pues bien, señores —dijo Joe—, son ustedes libres de caer cuantas veces lo deseen! Pero yo, que no soy más que un ignorante, prefiero permanecer en un justo término medio, ni demasiado alto, ni demasiado bajo. No hay que ser ambicioso.

A seis mil pies, la densidad del aire ha disminuido ya sensiblemente; el sonido se mueve con dificultad y la voz se oye mucho menos. Los objetos se ven confusamente. La mirada no percibe más que grandes moles bastante indeterminadas; los hombres y los animales se vuelven absolutamente invisibles; los caminos parecen cintas, y los lagos, estanques.

El doctor y sus compañeros se sentían en un estado anormal; una corriente atmosférica de gran velocidad los arrastraba más allá de las montañas áridas, cuyas cimas coronadas de nieve deslumbraban; su aspecto convulsionado demostraba algún trabajo neptuniano de los primeros días del mundo.

El sol brillaba en su cenit, y los rayos caían a plomo sobre aquellas desiertas cimas. El doctor hizo un dibujo exacto de las montañas, formadas por cuatro cumbres situadas casi en línea recta, de las cuales la más septentrional es la más alargada. El Victoria no tardó en descender por la vertiente opuesta del Rubeho, costeando una llanura poblada de árboles de un verde muy sombrío. A esta llanura sucedieron crestas y barrancos colocados en una especie de desierto que precedía al país de Ugogo. Más abajo se presentaban llanuras amarillentas, tostadas, agrietadas, salpicadas a trechos de plantas salinas y de matorrales espinosos.

Algunos bosquecillos, que más adelante se convirtieron en verdaderas selvas, embellecieron el horizonte. El doctor se aproximó a tierra, echaron las anclas, y una de ellas quedó agarrada a las ramas de un corpulento sicomoro.

Joe, deslizándose rápidamente, sujetó el ancla con precaución; el doctor dejó el soplete funcionando para conservar en el aeróstato cierta fuerza ascensional que lo mantuvo en el aire. El viento había calmado casi súbitamente.

—Ahora, amigo Dick —dijo Fergusson—, coge dos escopetas, una para ti y otra para Joe, y procurad entre los dos traer unos buenos filetes de antílope para la comida de hoy.

—¡De caza! —exclamó Kennedy.

Echó la escala y bajó. Joe fue brincando de una a otra rama y aguardó, desperezándose, a Kennedy. El doctor, aliviado del peso de sus dos compañeros, pudo apagar el soplete.

—No eche a volar, señor —exclamó Joe.

—Tranquilo, muchacho, estoy sólidamente anclado. Voy a poner en orden mis apuntes. Cazad bien y sed prudentes. Yo, desde aquí, observaré el terreno y a la menor sospecha que conciba dispararé la carabina. El tiro será la señal de reunión.

—De acuerdo —respondió el cazador.

CAPITULO XIV

El país, árido, seco, formado de una tierra arcillosa que el calor agrietaba, parecía desierto. De vez en cuando se encontraban algunos vestigios de caravanas, osamentas blanquecinas de hombres y animales, medio roídas y mezcladas con el polvo.

Dick y Joe, después de una media hora de marcha, se internaron en un bosque de gomeros, al acecho y con el dedo en el gatillo de la escopeta. No sabían con quién tendrían que habérselas. Joe, sin ser un tirador de primera, manejaba bien un arma de fuego.

—Caminar sienta bien, señor Dick, aunque el terreno que pisamos no es muy cómodo —dijo Joe, tropezando con los fragmentos de cuarzo de que estaba sembrado el suelo.

Kennedy indicó con un gesto a su compañero que callase y se detuviese. Faltaban perros, y la agilidad de Joe, por mucha que fuese, no equivalía al olfato de un pachón o de un podenco.

En el lecho de un torrente, en el que quedaban algunas aguas estancadas, saciaba su sed un grupo de unos diez antílopes. Aquellos graciosos animales, olfateando un peligro, parecían inquietos; entre sorbo y sorbo de agua, levantaban la cabeza con azoramiento, husmeando con sus hocicos las emanaciones de los cazadores.

Kennedy rodeó unos matorrales, en tanto que Joe permanecía inmóvil. Llegó a tiro de los antílopes y disparó su escopeta. El grupo desapareció rápidamente, quedando sólo un antílope macho que cayó como herido por un rayo. Kennedy se precipitó sobre su víctima. Era un magnífico ejemplar de un azul claro, casi ceniciento, con el vientre y la parte anterior de las patas de una blancura deslumbradora.

—¡Buen tiro! —exclamó el cazador—. Es una especie de antílope muy rara, y espero poder preparar su piel para conservarla.

—¿Qué dice, señor Dick?

—Lo que oyes. ¡Mira qué pelaje tan espléndido!

—Pero el doctor Fergusson no admitirá un exceso de peso.

—¡Tienes razón, Joe! Triste cosa es, sin embargo, no aprovechar nada de una pieza tan magnífica.

—¿Nada? No, señor Dick; vamos a sacar del animal todas las ventajas nutritivas que posee, y, con su permiso, lo haré ahora mismo pedazos tan bien como pudiera hacerlo el síndico de la ilustre corporación de carniceros de Londres.

—Pues ya puedes empezar, camarada; aunque debes saber que, a fuer de cazador, me desenvuelvo tan bien desollando una res como matándola.

—Estoy seguro de ello, señor Dick, como lo estoy también de que, en menos que canta un gallo, con tres piedras armará una parrilla. Leña seca no falta, y sólo le pido unos minutos para utilizar sus ascuas.

—La operación no es muy larga —replicó Kennedy.

Y procedió de inmediato a la construcción de la parrilla, de la que unos instantes después salían numerosas llamas.

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