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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (49 page)

BOOK: Ciudad de Dios
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—¡Tú mismo! —dijo Bonito.

—¡Si me das armas, formo un grupo para liquidarlo! —dijo Filé com Fritas, una de las víctimas de Miúdo, que sólo tenía ocho años.

—¡No vas a formar nada! ¡Ni se te ocurra! Lo mejor que puedes hacer es dejar de robar y buscar un colegio… ¡No eres más que un crío, chaval! —lo abroncó Bonito.

—Hermano, yo fumo, esnifo y desde muy pequeño pido limosna. He limpiado cristales de coches, he trabajado de limpiabotas, he matado, he robado… No soy un crío, no. ¡Soy un hombre!

Miúdo no dejaba de pensar en Bonito. Por primera vez supo lo que era el miedo. Ese sujeto disparaba sin arredrarse, tenía buena puntería y, lo peor de todo, no tenía miedo de él. «Hay que acabar de inmediato con Bonito», les decía a Biscoitinho y a Cabelinho Calmo, mientras bebían cerveza en un chiringuito, en el mismo momento en que Zé Bonito estaba reunido con Cenoura y los demás integrantes de su banda en Allá Arriba.

Miúdo pensó en Cenoura: éste podría matar a Bonito por sorpresa; Bonito, suponía Miúdo, conocía a todos los de su cuadrilla; pero, en cambio, no desconfiaría de Sandro, pues éste vivía en Allá Arriba.

—¡Acércate, Sidney! —dijo en cuanto concluyó que aquélla era la mejor táctica para matar a su enemigo.

Sin duda Cenoura le haría ese favor para congraciarse con él. Estaba convencido de que su amigo de la infancia le tenía miedo.

Sidney se acercó.

—Ve a ver a Cenoura y dile que mate a Bonito, que es una orden; si no, enviaré a un grupo para quitarle el puesto de droga. Ve, ve de una vez. Si te pone pegas, dile que venga a verme.

—¡Así se habla! —exclamó Biscoitinho.

Sidney salió pedaleando a toda velocidad, dobló por la orilla del río, siguió hasta la primera calle después del puente grande, cruzó tres callejuelas más y llegó a la plaza de la
quadra
Quince, donde Sandro ordenaba a su camello que cogiese el resto de las armas para repartirlas entre sus nuevos compañeros. Oyó el silbido de Sidney. Cenourinha miró al recadero y le hizo señas con la mano. Caminó hasta Sidney y escuchó el recado de Miúdo.

—¡Lo haré ahora! Ya había decidido liquidarlo. Está allí; ven conmigo para que no sospeche nada —le dijo.

Sidney avanzó montado en la bicicleta. Cenourinha caminaba a su lado.

—¿Vas armado? —preguntó.

—Sí.

—Vale, pero quédate tranquilo, deja que me ocupe yo. Sácala sólo si ves que la cosa se complica, ¿de acuerdo? Tú disimula.

Caminaron lentamente.

—¡Tú eres uno de los que me dispararon! —exclamó Bonito cuando fijó su mirada en Sidney.

De repente, Sandro colocó el cañón del revólver en la cabeza de Sidney.

—Di, a ver, di: ¿qué fue lo que te pidió tu jefe que me dijeses?

—¿Qué…, qué…, qué…?

—Quequequé… ¡y una mierda, chaval! ¡Habla, si no quieres que te mate! —dijo Cenoura y palpó la cintura del recadero hasta que encontró el revólver.

—Dijo que matases a Bonito, que si no ocuparía tu puesto de droga. Bonito meneó la cabeza.

—No te metas en esto, chaval. Eres muy joven y le estás haciendo el juego a ese neurótico. ¡No sé qué tenéis en la cabeza! —dijo Bonito.

—¡Yo sé lo que tiene: es un pringao! —dijo Cenoura, que, tras disparar y hacerle un rasguño a Sidney en el culo, continuó—: ¡Vete y dile a tu jefe que aquí arriba ahora mandamos Cenoura y Zé Bonito! Hijo de puta…

Gris, todo gris desde la sierra del Recreio hasta la Pedra da Gávea, de Barra da Tijuca hasta la sierra de Grajaú. Gris oscuro, nubes plomizas e inmóviles en el cielo de la favela. Iba a llover a mares. Naturalmente, crecería el río e inundaría las casas situadas en sus orillas. La gente que se mudó allí tras las crecidas de 1966 preveía la desgracia: las aguas lo destruirían todo y arrastrarían consigo víboras y yacarés con bocas llenas de dientes. Miúdo, tumbado en el sofá junto a la ventana de la sala de su piso, lamía el cañón del revólver mientras miraba las gotas de lluvia que se estrellaban en el cristal. Ahora la lluvia caía compacta, como si alguien vaciase un enorme cubo de agua en su ventana.

Solitario, veía los ojos azules de Bonito fijos en los suyos cada vez que salía una bala de la pistola de éste, a cada paso que daba sin miedo a ser alcanzado. Peligroso. Le había tocado en suerte un enemigo peligroso, y para colmo el tipo era guapo; nunca había visto un rufián guapo ni en las calles ni en las películas. Y, ahora, con ese montón de muchachos que se juntaban en Allá Arriba, era mejor fortalecer los lazos que lo unían a los amigos. Resolvió que, para reforzar el compañerismo, ya no se quedaría con más dinero del puesto de Cabelinho y que daría un puesto a Biscoitinho y otro a Camundongo Russo.

Cabelinho volvió de nuevo a su mente; su amigo había vuelto de la cárcel más sombrío, apenas abría la boca, andaba siempre solo; cuando conversaba, siempre miraba de reojo. ¿Y ese maricón de Cenoura? ¡Ya debería estar muerto! La culpa de todo la había tenido Pardalzinho, con su manía de restarle importancia a las cosas, de no dejar que lo matase… Y por eso acabó muriendo él. ¡Imbécil! Pensó en la rubia, se excitó y se abrió la bragueta; al mover el brazo, sintió dolor; fijó sus pensamientos en la vulva de la rubia y comenzó a hacerse una paja. Tras correrse, se limpió con la manta y se echó una siestecita.

Media hora después se levantó, fue hasta el dormitorio, se subió a la cama y sacó un montón de objetos que había encima de una caja negra, en el armario; después, cogió la caja, la abrió, extrajo el fusil de Ferroada y simuló disparar en todas direcciones. Dejaría a Zé Bonito como un colador. Miró por la ventana, vio a Biscoitinho liando un porro y bajó.

—¿Qué hay, hermano? ¿Dispuesto a mojarte con esta lluvia? En una de ésas, quién sabe, pillamos distraído a ese pringado. Y mira lo que tenemos para él —dijo Miúdo mostrándole el arma—. ¿Tú crees que se atreverá a contestar?

—¡Carajo! —exclamó Biscoitinho.

Decidieron que era mejor ir a pie. Filozinho, que no se pavoneaba de no haber cumplido todavía los diez años, iba delante, explorando el camino. Decidieron pasar por la Trece. Aun sin poder mover demasiado el brazo izquierdo, Miúdo llevaba el fusil en bandolera. Los maleantes de la Trece, acostumbrados al Miúdo siempre hostil y despectivo, se extrañaron de los apretones de manos, de las palmaditas en la espalda, de las risas sin ton ni son. Miúdo y Biscoitinho se quedaron un rato con ellos, compartiendo el porro que había liado Borboletão, el contable de Cabelinho. Luego continuaron su camino. Miúdo afirmó que no tardaría en matar a Zé Bonito y que pagaría unas cervezas para celebrarlo.

En Allá Arriba, Zé Bonito examinaba una pistola. Sandro se lamentaba diciendo que no había podido conseguir otra. Bonito, en silencio, llenó un peine y cargó la 45 con pericia, mientras pensaba dónde podría probarla. Pidió a su compañero que le sugiriese un lugar.

—En la laguna —contestó Cenoura al instante.

Bonito, seguido por Sandro, caminó sin dejar de mirar la pistola.

Miúdo, Biscoitinho y Filozinho atravesaron el Ocio y enfilaron la calle de la iglesia, desde donde vieron a sus enemigos pasando por una calle adyacente. Se escondieron. Tenían dos opciones: avanzar un poco y sorprenderlos por la retaguardia, o seguir por la calle paralela para pillarlos de frente. Miúdo dudó. Se arrepintió de no haber probado el fusil; en realidad, no sabía disparar con él y se sentía un tremendo idiota por llevar aquel chisme tan pesado y no poder usarlo. Biscoitinho lo miraba en espera de que diera una orden. Miúdo desistió de usar el fusil, empuñó su pistola y salió corriendo por la calle perpendicular.

Bonito dejó de examinar el arma, se la puso en la cintura y aceleró el ritmo de sus pasos. Su mirada escrutó todos los rincones para cerciorarse de que no había ningún enemigo cerca. Aún no había adquirido el hábito de temer la presencia policial, por lo que no estaba tan atento como Cenoura, que vio un coche patrulla que circulaba despacio por la calle de la orilla del río.

—¡Daremos media vuelta y nos meteremos por otra calle para dejar pasar a los polis! —dijo Cenourinha.

Entraron por la calle en la que los había visto Miúdo, que ya había avanzado hasta el final de la paralela siguiente. Al llegar allí, se emboscó en la esquina y esperó. Los enemigos no pasaban y se arriesgó a echar un vistazo. Sorprendido, imaginó que lo habían descubierto, miró hacia atrás y vio a Bonito y a Sandro.

Miúdo comenzó a correr; creyó que estaba rodeado y supuso que la única manera de escapar de la muerte sería correr hasta el río y cruzarlo. Desde la orilla, vio que Bonito y Cenourinha cruzaban el puente y doblaban a la izquierda. Miúdo llegó a una conclusión:

—¡Se han compinchado con Bica Aberta!

—Qué, Bica Aberta, ¿todo tranquilo por aquí?

—Muy tranquilo, tío. ¿Estás dando una vuelta?

—Sí, un paseíto —dijo Miúdo, que iba acompañado de veinte hombres armados.

La tranquilidad de Bica Aberta suscitó dudas en Miúdo. Si estuviese compinchado con Bonito, no se lo vería tan sereno frente a la cuadrilla; aun así, le preguntó:

—¿Has estado con Bonito?

—No lo conozco.

—Lo vi ayer aquí, en tu zona…

—Ah, ¿entonces era él quien andaba pegando tiros? Sólo oí los disparos… Llegué a pensar que era la policía… Pero después me dijeron que llegó un tipo y les ordenó a los chicos que se marchasen de allí, que tenía que probar un arma. Pero no lo vi… Por cierto, hay por ahí un traficante con una farlopa estupenda. Le dije que hablase contigo, ¿sabes? Yo no me dedico a la coca… Aseguró que iría a verte.

Conversaron sobre trivialidades hasta que Bica Aberta concluyó:

—Me voy, ¿vale? He planeado un atraco por ahí. Puede que en una de éstas consiga más de diez millones.

—¡Buena suerte! —se despidió Miúdo, seguro de que Bica Aberta no había hecho ningún trato con Bonito.

Con la intención de atacar Los Apês, a esas horas Cenoura y Bonito reunían a sus aliados en la
quadra
Quince. Precisamente allí se había dirigido la cuadrilla de Miúdo después de que Bica Aberta se despidiera. En las proximidades de la zona del enemigo, Miúdo y sus secuaces se separaron y avanzaron cautelosos y en silencio, eligiendo con cuidado las calles por las que pasaban.

Miúdo iba al frente de la cuadrilla. Los mayores eran Cabelinho Calmo y Madrugadão, ambos de veinte años. Miúdo sólo tenía diecinueve, igual que Biscoitinho, Camundongo Russo y Tim. El resto de la cuadrilla no superaba los quince años; algunos tenían doce, como Mocotozinho, Toco Preto y Marcelinho Baião; otros rondaban los nueve y diez años. Eran los protagonistas de una película de guerra.

Ellos eran los americanos; los enemigos, los alemanes. Todos eran hijos de padres desconocidos o muertos; algunos mantenían a su familia, ninguno había terminado la primaria y todos se proponían matar a Zé Bonito.

Mirando sólo con el ojo izquierdo, Miúdo, situado junto a la esquina de un muro, identificó a los enemigos: nueve a lo sumo. Pensó en la posibilidad de rodearlos para matarlos a todos de una vez. El se ocuparía de Bonito, le metería una bala de fusil en mitad de la frente. Ahora dominaba todos los secretos del arma. Bajo los efectos de la marihuana que había fumado, se veía como un general y, casi susurrando, organizó el cerco.

—El objetivo es el siguiente: primero hay que tratar de matar a Miúdo, a Cabelinho Calmo, a Biscoitinho y a Camundongo Russo, ¿está claro? Son los más peligrosos, pero no conviene que se den cuenta los demás, porque todos están ansiosos por quedar bien con Miúdo, ¿entendéis? Tenemos que entrar por la Gabinal, porque seguro que ellos creen que vamos a atacar por Barro Rojo, ¿de acuerdo, tíos? —decía Sandro Cenoura sin percatarse del cerco que estaban tendiéndoles en ese momento.

Nerviosos y en sus puestos, los soldados esperaban la señal de Miúdo para atacar a sus enemigos. Bonito, mientras probaba una pistola que le había regalado el padre de una de las víctimas de Miúdo, lanzó un disparo al aire. Así comenzó el tiroteo. Bonito vio cómo caían dos de sus aliados entre convulsiones. Cenoura, con astucia, alcanzó a un enemigo y saltó el muro más próximo, tras el que se parapetó para proseguir el combate. Bonito se dirigió hacia el centro de la plaza disparando con dos armas, una en cada mano; Miúdo apuntó el fusil, colocó la cabeza de Bonito en el punto de mira, contuvo la respiración, disparó y erró el tiro. Por suerte para sus enemigos, el automático del fusil no funcionaba. El disparo de Miúdo sobresaltó y amedrentó a los compañeros de Bonito, que se batieron en retirada en dirección al Dúplex, donde se toparon con Mocotozinho, Cabelinho y Madrugadão. Dos de los de Bonito resultaron heridos y uno cayó muerto tras recibir un balazo en la cabeza, disparado por Cabelinho.

Bonito apuntó a Miúdo con el revólver y la pistola. Caminó hacia él con la lengua asomando por la comisura derecha de la boca y los ojos fijos en Miúdo, lo que aumentó el desconcierto del maleante.

A ese tipo ni siquiera le atemorizaban las balas de un fusil. Cuando un tiro de Bonito zumbó en su oído izquierdo, Miúdo dio media vuelta y corrió. Bonito se volvió hacia los secuaces del enemigo, que todavía andaban por allí, confusos, e hizo lo mismo que con Miúdo, con lo que les obligó a huir en desbandada.

Biscoitinho, Camundongo Russo y Buizininha lograron acorralar a Filé com Fritas, le quitaron el arma y, a sopapos, llevaron al niño lejos del campo de batalla.

—¡Mátalo ya! —ordenó Camundongo Russo.

—No. Si nos dices por dónde anda Bonito, te dejaremos marchar.

—Vete a tomar por culo, hijo de puta… No te diré una mierda —contestó Filé com Fritas.

Miúdo se acercó, seguido de Toco Preto. Biscoitinho, furioso por la respuesta de Filé com Fritas, le ordenó que se echase en el suelo. El niño respondió que moriría de pie, porque un hombre sólo muere de pie. Apenas una lágrima se deslizó por su rostro terso. Así es como lloran los hombres de corta edad: tan sólo una lágrima muda a la hora de la muerte.

—Si no te echas por las buenas, lo harás por las malas —le dijo Toco Preto, propinándole un culatazo.

Filé com Fritas cayó al suelo inconsciente. Biscoitinho pidió el fusil a Miúdo, metió el cañón en la boca del niño y disparó ocho veces, moviendo en círculo el arma para que el mocoso no volviese a insultar nunca más a su madre. Después, Toco Preto lo acuchilló, para que nunca más volviese a desobedecer una orden suya. El cuerpo del niño quedó reducido a un charco de sangre.

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