Ciudad de los ángeles caídos (9 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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Se miró las manos. Estaban limpias de sangre. La cama estaba hecha un lío, las sábanas y las mantas convertidas en un amasijo como resultado de las vueltas y más vueltas que había dado, pero la caja que contenía las pertenencias de su padre seguía en la mesita de noche, en el mismo lugar donde la había dejado antes de echarse a dormir.

Las primeras veces que había sufrido la pesadilla, se había despertado y vomitado. Ahora trataba de no comer antes de irse a dormir y su cuerpo se vengaba atormentándolo con espasmos de mareo y fiebre. Y uno de aquellos espasmos lo sacudió en aquel momento, se acurrucó y respiró con dificultad hasta que pasó.

Cuando hubo acabado, apoyó la frente en el frío suelo de piedra. El sudor empezaba a enfriarle el cuerpo, tenía la camisa pegada a la piel y se preguntó si aquellos sueños acabarían matándolo. Lo había intentado todo para acabar con ellos: pastillas y brebajes para dormir, runas de sueño y runas de paz y curación. Pero nada funcionaba. Los sueños devoraban su mente como veneno y no podía hacer nada para aplacarlos.

Incluso despierto, le resultaba difícil mirar a Clary. Ella siempre lo había comprendido mejor que nadie y no podía ni imaginarse qué pensaría si se enteraba del contenido de sus sueños. Se puso de costado en el suelo y miró la caja sobre la mesita de noche, iluminada por la luz de la luna. Y pensó en Valentine. Valentine, que había torturado y encarcelado a la única mujer a la que había amado, que había enseñado a su hijo —a sus hijos— que amar algo equivale a destruirlo para siempre.

Su cabeza daba vueltas sin parar mientras se repetía aquellas palabras para sus adentros, una y otra vez. Se habían convertido para él en una especie de cántico y, como sucede con cualquier cántico, las palabras habían empezado a perder su significado individual.

«No soy como Valentine. No quiero ser como él. No seré como él. No.»

Vio a Sebastian —Jonathan, en realidad—, su casi hermano, que le sonreía a través de una maraña de pelo blanco como la plata, con los negros ojos brillando con un júbilo despiadado. Y vio su cuchillo clavarse en Jonathan y liberarse, y el cuerpo de Jonathan caer rodando en dirección al río, y su sangre mezclándose con las malas hierbas y la vegetación de la orilla.

«No soy como Valentine.»

No sentía haber matado a Jonathan. De tener la oportunidad, volvería a hacerlo.

«No seré como él.»

Evidentemente, no era normal matar a alguien —y mucho menos, a tu hermano adoptivo— y no sentirlo en absoluto.

«No seré como él.»

Pero su padre le había enseñado que matar sin piedad era una virtud, y tal vez fuera cierto que no es posible olvidar lo que los padres te enseñan. Por mucho que quieras olvidarlo.

«No seré como él.»

Tal vez la gente no podía cambiar nunca.

«No.»

4

EL ARTE DE LOS OCHO MIEMBROS

«AQUÍ SE CONSAGRA EL ANHELO DE LOS GRANDES CORAZONES Y DE LAS COSAS NOBLES QUE SE ALZAN POR ENCIMA DE LA MAREA, LA PALABRA MÁGICA QUE INICIA A LA MARAVILLA ALADA, LA SABIDURÍA RECABADA QUE JAMÁS HA MUERTO.»

Eran las palabras grabadas sobre las puertas principales de la Biblioteca Pública de Brooklyn, en la Grand Army Plaza. Simon estaba sentado en la escalinata, contemplando la fachada. La inscripción resplandecía con su pesado dorado sobre la piedra, las palabras cobraban vida por un instante cuando los faros de los coches las iluminaban.

La biblioteca había sido uno de sus lugares favoritos cuando era pequeño. Por un lateral había una entrada aparte para niños que, durante muchos años, fue su punto de reunión con Clary cada sábado. Se hacían con un montón de libros y se iban al Jardín Botánico, que estaba justo al lado, y allí podían pasarse horas leyendo, tendidos en la hierba, y el sonido del tráfico era tan sólo un zumbido constante en la distancia.

No estaba seguro de cómo había ido a parar allí aquella noche. Había huido de su casa lo más de prisa posible y se había dado cuenta en seguida de que no tenía adónde ir. No podía arriesgarse a ir a casa de Clary, pues se quedaría horrorizada al enterarse de lo que había hecho y querría que volviese a casa para solucionarlo. Eric y los demás chicos no entenderían nada. A Jace no le caía simpático y, además, no podía entrar en el Instituto. Era una iglesia, y la razón por la que los nefilim vivían allí era precisamente para evitar a criaturas como él. Al final había comprendido a quién podía acudir, pero la idea le resultaba tan desagradable que había tardado un buen rato en armarse de valor para hacerlo.

Oyó el sonido de la moto antes incluso de verla, el rugido del motor avanzando entre el tráfico fluido de Grand Army Plaza. La moto derrapó en el cruce y subió a la acera, retrocedió a continuación y se lanzó escalera arriba. Simon se hizo a un lado cuando el vehículo se plantó a su lado y Raphael soltó el manillar.

La moto se calló al instante. Las motos de los vampiros estaban impulsadas por espíritus demoníacos y respondían como mascotas a los deseos de sus propietarios. A Simon le resultaban espeluznantes.

—¿Querías verme, vampiro diurno? —Raphael, tan elegante como siempre, con chaqueta negra y un pantalón vaquero de aspecto caro, desmontó y dejó la moto apoyada en la barandilla de la escalera de acceso a la biblioteca—. Será mejor que tengas un buen motivo —añadió—. Espero no haber venido hasta Brooklyn por nada. A Raphael Santiago no le gustan los barrios de extrarradio.

—Estupendo. Veo que empiezas a hablar de ti mismo en tercera persona. ¿No es eso un síntoma de megalomanía incipiente o algo así?

Raphael se encogió de hombros.

—O me cuentas lo que tengas que contarme, o me largo. De ti depende. —Miró su reloj—. Dispones de treinta segundos.

—Le he dicho a mi madre que soy un vampiro.

Raphael levantó las cejas. Eran muy finas y muy oscuras. En momentos más críticos, Simon había llegado a preguntarse si se las dibujaría a lápiz.

—¿Y qué ha pasado?

—Me ha dicho que era un monstruo y ha intentado rezar contra mí. —El recuerdo le provocó un regusto de sangre amarga en la garganta.

—¿Y después?

—Y después no estoy seguro del todo de lo que ha pasado. He empezado a hablarle con una voz extraña y tranquilizadora, le he dicho que nada de aquello había sucedido en realidad y que todo había sido un sueño.

—Y te ha creído.

—Me ha creído —confirmó Simon a regañadientes.

—Por supuesto —dijo Raphael—. Porque eres un vampiro. Tenemos ese poder. El encanto. La fascinación. El poder de la persuasión, podría llamarse. Puedes convencer a los humanos mundanos de casi todo. Si aprendes a utilizar tu habilidad como es debido.

—Pero yo no quería utilizarlo con ella. Es mi madre. ¿Existe algún modo de quitarle eso, algún modo de solucionarlo?

—¿Solucionarlo para que vuelva a odiarte? ¿Para que piense que eres un monstruo? Me parece una forma muy curiosa de solucionar un asunto.

—Me da lo mismo —replicó Simon—. ¿Hay algún modo?

—No —respondió alegremente Raphael—. No lo hay. Y conocerías ya todas estas respuestas de no haber desdeñado a tus semejantes como lo has hecho hasta ahora.

—Tienes razón. Ahora compórtate como si yo te hubiera rechazado. Como si no hubieras intentado matarme...

Raphael se encogió de hombros.

—Era cuestión de política. Nada personal. —Se recostó en la barandilla y se cruzó de brazos. Llevaba guantes negros de motorista. Simon se vio obligado a reconocer que su aspecto era impresionante—. Dime, por favor, que no me has hecho venir hasta aquí para contarme toda esta historia tan aburrida sobre tu hermana.

—Mi madre —le corrigió Simon.

Raphael agitó la mano en un gesto que quería restarle importancia a su error.

—Da igual. Una de las mujeres de tu vida te ha rechazado. No será la última vez, te lo aseguro. ¿Y por qué me has molestado para contármelo?

—Quería saber si podía instalarme en el Dumont —dijo Simon, pronunciando la frase a toda velocidad para no poder retractarse de lo dicho. Le costaba creer lo que estaba pidiendo. Sus recuerdos del hotel de los vampiros eran recuerdos de sangre, terror y dolor. Pero era un lugar adonde ir, un lugar donde instalarse y donde nadie iría a buscarlo, con lo que no se vería obligado a volver a casa. Era un vampiro. Tener miedo de un hotel lleno de otros vampiros era una estupidez—. No tengo adónde ir.

A Raphael le brillaron los ojos.

—Ajá —dijo, con un tono triunfante que no le agradó mucho a Simon—. Veo que ahora quieres algo de mí.

—Eso imagino. Aunque me resulta espeluznante que eso te emocione tanto, Raphael.

Raphael resopló.

—Si te instalas en el Dumont, no te dirigirás a mí como Raphael, sino como Amo, Señor o Gran Líder.

Simon se armó de valor.

—¿Y Camille?

—¿A qué te refieres? —dijo Raphael.

—Siempre me contaste que en realidad no eras el jefe de los vampiros —dijo Simon sin alterarse—. Y cuando estuvimos en Idris me mencionaste a una mujer llamada Camille. Dijiste que aún no había regresado a Nueva York. Pero me imagino que, cuando lo haga, ella será la ama, o como quieras llamarlo.

La mirada de Raphael se oscureció.

—Me parece que tu línea de investigación no me gusta, vampiro diurno.

—Tengo derecho a saber cosas.

—No —dijo Raphael—. No lo tienes. Has acudido a mí preguntándome si puedes instalarte en mi hotel porque no tienes adónde ir. No porque quieras estar con los de tu especie. Nos rehúyes.

—Un hecho que, como ya te he mencionado, tiene que ver con aquella ocasión en la que intentaste matarme.

—El Dumont no es un centro de reinserción para vampiros reacios —prosiguió Raphael—. Vives entre humanos, te paseas a plena luz de día, tocas en un estúpido grupo... Sí, no te creas que no sé todo eso. No aceptas lo que en realidad eres, en ningún sentido. Y mientras eso siga así, no serás bienvenido en el Dumont.

Simon recordó cuando Camille le dijo: «En cuanto sus seguidores vean que estás conmigo, lo abandonarán y volverán a mí. Estoy segura de que debajo de ese miedo que él les inspira, siguen siéndome fieles. En cuanto nos vean juntos, su miedo desaparecerá y volverán a nuestro lado».

—¿Sabes? —dijo—. He tenido otras ofertas.

Raphael lo miró como si se hubiera vuelto loco.

—¿Ofertas de qué?

—Ofertas... simplemente —dijo Simon con voz débil.

—Eres malísimo en asuntos políticos, Simon Lewis. Te sugiero que no vuelvas a intentarlo.

—De acuerdo —dijo Simon—. Vine aquí para contarte algo y ahora no pienso hacerlo.

—Me imagino que además piensas tirar el regalo de cumpleaños que me habías comprado —dijo Raphael—. Una tragedia. —Se acercó a su moto y en cuanto pasó una pierna por encima del vehículo para sentarse en él, el motor cobró vida. Del tubo de escape empezaron a salir chispas rojas—. Si vuelves a importunarme, vampiro diurno, que sea por un motivo mejor. O no te lo perdonaré.

Y con eso, la moto salió disparada y empezó a volar. Simon echó la cabeza hacia atrás para ver cómo Raphael, igual que el ángel del que recibía su nombre, se enfilaba hacia el cielo dejando tras de sí una estela de fuego.

Clary se sentó con su bloc de dibujo sobre las rodillas y mordisqueó pensativa la punta del lápiz. Había dibujado a Jace docenas de veces —se imaginaba que era su versión de los comentarios sobre el novio que hacían la mayoría de las chicas en su diario íntimo—, pero nunca había conseguido captarlo bien del todo. Para empezar, resultaba casi imposible que se estuviera quieto, por lo que había pensado que ahora, mientras estaba dormido, sería el momento perfecto. Pero seguía sin quedarle como ella quería. No parecía él.

Con un suspiro de exasperación, tiró el bloc sobre la manta y dobló las rodillas, atrayéndolas hacia su cuerpo. Se quedó mirándolo. No esperaba que se quedase dormido. Habían ido a Central Park para comer y entrenar al aire libre aprovechando que aún hacía buen tiempo. Había hecho una de esas cosas. En la hierba, junto a la manta, había diversas cajas de la comida para llevar que habían comprado en Taki’s. Jace había comido poco; había estado removiendo con desgana su caja de tallarines de sésamo y había acabado dejándola en la hierba y tumbándose en la manta a contemplar el cielo. Clary se había quedado sentada observándolo, viendo cómo las nubes se reflejaban en sus ojos, fijándose en el perfil de los músculos de los brazos que mantenía cruzados detrás de la cabeza, en el fragmento de piel perfecta que quedaba al descubierto entre el extremo de su camiseta y el cinturón de su vaquero. Había deseado alargar el brazo y deslizar la mano por su vientre duro y plano; pero lo que había acabado haciendo, en cambio, había sido desviar la mirada y coger su bloc. Cuando se había vuelto otra vez, lápiz en mano, él tenía los ojos cerrados y respiraba de forma suave y regular.

Iba ya por el tercer boceto y no había conseguido ni un dibujo que le satisficiera. Mirándolo, se preguntó por qué demonios no conseguiría dibujarlo. La luz era perfecta; la luminosidad suave y broncínea del mes de octubre depositaba un lustre dorado claro sobre su piel y su cabello, dorados ya de por sí. Sus párpados cerrados estaban rodeados de un tono más oscuro de oro que su pelo. Tenía una mano doblada sobre el pecho, la otra abierta a su lado. Dormido, su rostro aparecía relajado y vulnerable, más suave y menos anguloso que cuando estaba despierto. Tal vez fuera ése el problema. Era tan difícil verlo relajado y vulnerable, que se hacía complicado capturar sus contornos cuando lo estaba. Resultaba... desconocido.

Jace se movió en aquel preciso instante. Había empezado a emitir pequeños jadeos en su sueño, con los ojos corriendo de un lado a otro detrás de los párpados. Su mano se estremeció, se tensó sobre su pecho, y se sentó, tan de repente que casi tumbó a Clary al hacerlo. Abrió los ojos de golpe. Permaneció aturdido por un instante; se había quedado pasmosamente blanco.

—¿Jace? —Clary no logró esconder su sorpresa.

Él se quedó con los ojos centrados en ella; un segundo después la atraía hacia él sin el menor atisbo de su habitual delicadeza; la colocó sobre su regazo y la besó con pasión, con las manos enredándose entre el pelo de ella. Clary sintió el fuerte martilleo del corazón de Jace y se sonrojó. Estaban en un parque público y la gente estaría mirándolos, pensó.

—Caray —dijo él, retirándose, con una sonrisa en sus labios—. Lo siento. Supongo que no te lo esperabas.

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