Ciudad de los ángeles caídos (6 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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—Voy a vestirme —anunció, y se encaminó hacia la puerta que daba acceso al pequeño vestuario adjunto a la sala de entrenamiento. Era muy sencillo: paredes de madera clara, un espejo, una ducha y perchas para la ropa. Junto a la puerta había un banco con un montón de toallas. Clary se duchó rápidamente y se vistió con su ropa de calle: medias, botas altas, una falda vaquera y un jersey nuevo de color rosa. Mirándose al espejo, se dio cuenta de que las medias tenían un agujero y de que su cabello pelirrojo mojado estaba enmarañado. Nunca tendría el aspecto perfecto y acicalado que lucía siempre Isabelle, pero a Jace no parecía importarle.

Cuando regresó a la sala de entrenamiento, Isabelle y Jace habían dejado de hablar sobre cazadores de sombras muertos para pasar a algo que, por lo que se veía, era aún más horripilante a ojos de Jace: que Isabelle saliera con Simon.

—No puedo creerme que te llevara a un restaurante de verdad. —Jace estaba ya de pie, recogiendo las colchonetas y el material de entrenamiento, mientras Isabelle permanecía apoyada a la pared jugando con sus guantes nuevos—. Me imaginaba que su concepto de cita pasaba por tenerte allí mirando cómo juega a
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con los idiotas de sus amigos.

—Yo soy una más de entre los idiotas de sus amigos —apuntó Clary—. Gracias.

Jace le sonrió.

—En realidad no era un restaurante. Era más bien un bar. Y servían una sopa de color rosa que quería que probase —dijo Isabelle, pensativa—. Se mostró muy cariñoso.

En aquel momento, Clary se sintió culpable por no haberle contado lo de Maia.

—Me ha dicho que os habíais divertido.

La mirada de Isabelle se trasladó rápidamente hacia ella. Su expresión era especial, como si estuviese ocultando alguna cosa, pero aquel matiz desapareció antes de que Clary pudiera estar del todo segura de haberlo visto.

—¿Has hablado con él?

—Sí, me ha llamado hace un momento. Sólo para ver cómo estaba. —Clary hizo un gesto de indiferencia.

—Entiendo —dijo Isabelle, cuya voz sonaba de pronto enérgica y fría—. Pues sí, como iba diciendo, se mostró muy cariñoso. Aunque tal vez un poco demasiado cariñoso. Puede acabar resultando pesado. —Guardó los guantes en el bolsillo—. De todas maneras, no es nada permanente. No es más que un rollo, por ahora.

El sentido de culpabilidad de Clary se esfumó.

—¿Habéis hablado sobre el tema de no salir con otros?

Isabelle se quedó horrorizada.

—¡Por supuesto que no! —Y a continuación bostezó, estirando los brazos por encima de la cabeza, con gesto felino—. Me voy a la cama. Nos vemos, tortolitos.

Y se marchó, dejando a su paso una calinosa bruma de perfume de jazmín.

Jace miró a Clary. Había empezado a aflojarse las hebillas de su equipo, que se cerraba en las muñecas y en la espalda, formando un escudo protector por encima de sus prendas.

—Supongo que tienes que volver a casa.

Ella asintió de mala gana. Conseguir que su madre accediera a que iniciara su formación como cazadora de sombras había generado de entrada una discusión larga y desagradable. Jocelyn se había mantenido en sus trece, argumentando que se había pasado la vida tratando de mantener a Clary alejada de la cultura de los cazadores de sombras, que consideraba, además de violenta, peligrosa, aislacionista y cruel. Clary le había explicado que la situación había cambiado desde que Jocelyn era joven y que, de todos modos, tenía que aprender a defenderse.

—Espero que no sea sólo por Jace —le había dicho finalmente Jocelyn—. Sé muy bien lo que es estar enamorada. Quieres estar allí donde está tu amor y hacer lo mismo que él hace, pero, Clary...

—Yo no soy tú —había replicado Clary, luchando por controlar su rabia—, los cazadores de sombras no son el Círculo, y Jace no es Valentine.

—Yo no he mencionado a Valentine.

—Pero es lo que estás pensando —había dicho Clary—. Por mucho que Valentine fuera quien criara a Jace, éste no se le parece en nada.

—Espero que así sea —había dicho Jocelyn en voz baja—. Por el bien de todos. —Y al final había cedido, aunque imponiendo algunas reglas.

Clary no viviría en el Instituto, sino con su madre en casa de Luke; Jocelyn recibiría informes semanales por parte de Maryse que le garantizaran que Clary estaba aprendiendo y no solamente, suponía Clary, comiéndose con los ojos a Jace el día entero, o haciendo lo que fuera que preocupara tanto a su madre. Y Clary no pasaría las noches en el Instituto, nunca jamás.

—Nada de dormir en casa del novio —había declarado con firmeza Jocelyn—. Y me da lo mismo que esa casa sea el Instituto. Ni hablar.

«Novio.» Seguía sorprendiéndole la mención de esa palabra. Durante mucho tiempo le había parecido completamente imposible que Jace pudiera llegar a ser su novio, que pudieran ser otra cosa que no fuera hermano y hermana, y enfrentarse a eso había resultado duro y terrible. No volver a verse más, habían decidido, habría sido mejor que aquello, y habría sido como morir. Pero después, por obra y gracia de un milagro, habían quedado libres. Habían transcurrido ya seis semanas y Clary no se había cansado aún de aquella palabra.

—Tengo que volver a casa —dijo—. Son casi las once y mi madre se pone histérica si sigo aquí pasadas las diez.

—De acuerdo. —Jace depositó en la bancada su equipo, o mejor dicho, la parte superior del mismo. Debajo llevaba una camiseta fina y Clary vislumbró las Marcas, como tinta difuminada bajo un papel mojado—. Te acompañaré hasta la puerta.

Atravesaron el silencioso Instituto. En aquel momento no había hospedado en el edificio ningún cazador de sombras procedente de otra ciudad, y con Hodge y Max desaparecidos para siempre, y Alec de viaje con Magnus, Clary tenía la sensación de que los Lightwood que quedaban allí eran como los ocupantes de un hotel prácticamente vacío. Le gustaría que los demás miembros del Cónclave frecuentaran más a menudo el lugar, pero se imaginaba que en aquellos momentos preferían concederles un poco de tiempo a los Lightwood. Tiempo para recordar a Max, y tiempo para olvidar.

—¿Has tenido últimamente noticias de Alec y de Magnus? —preguntó—. ¿Se lo están pasando bien?

—Eso parece. —Jace sacó su teléfono móvil del bolsillo y se lo pasó a Clary—. Alec no para de enviarme fotos pesadas. Con comentarios del tipo: «Ojalá estuvieras aquí... pero no lo digo en serio».

—No te lo tomes a mal. Se supone que tienen que ser unas vacaciones románticas. —Fue pasando las fotografías guardadas en el teléfono de Jace sin parar de reír. Alec y Magnus delante de la Torre Eiffel, Alec con tejanos, como siempre, y Magnus con un jersey de rayas marineras, pantalones de cuero y la típica boina. En Florencia, en los jardines de Boboli, Alec de nuevo con sus tejanos y Magnus con una capa veneciana que le quedaba enorme y sombrero de gondolero en la cabeza. Parecía el Fantasma de la Ópera. Delante del Prado, Magnus con una brillante chaqueta torera y botas de plataforma, con Alec en el fondo dándole de comer tranquilamente a una paloma.

—Te lo quito antes de que llegues a la parte de la India —dijo Jace, recuperando el teléfono—. Magnus envuelto en un sari. Hay cosas inolvidables.

Clary rió con ganas. Habían llegado al ascensor, que abrió su estrepitosa puerta de reja después de que Jace pulsara el botón. Clary entró, con Jace pisándole los talones. En el instante en que el ascensor empezó a bajar —Clary pensaba que jamás se acostumbraría al estremecedor bandazo que acompañaba el inicio del descenso—, Jace se acercó a Clary en la penumbra y la atrajo hacia él. Ella le acarició el torso, palpando la dura musculatura que ocultaba la camiseta, y el latido del corazón de Jace por debajo. El brillo de sus ojos destacaba a pesar de la tenue luz.

—Siento no poder quedarme —murmuró.

—No lo sientas. —El matiz quebrado de su voz la tomó por sorpresa—. Jocelyn no quiere que seas como yo. Y la comprendo.

—Jace —dijo ella, perpleja por la amargura de su voz—, ¿estás bien?

Pero en lugar de responderle, la besó, atrayéndola hacia él. La empujó contra la pared del ascensor, con el metal del frío espejo pegándose a la espalda de ella, las manos de él rodeándole la cintura, buscando debajo del jersey. A ella le encantaba cómo la abrazaba. Con delicadeza, pero nunca con un exceso de suavidad que le hiciera sentir que controlaba la situación más que ella. Ninguno de los dos era capaz de controlar sus sentimientos, y a Clary le gustaba eso, le gustaba sentir el corazón de Jace palpitando con fuerza junto al suyo, le gustaba cómo murmuraba él pegado a su boca cuando ella le devolvía sus besos.

El ascensor se detuvo con un traqueteo y a continuación la puerta se abrió. Clary contempló la nave vacía de la catedral, la luz trémula de una hilera de candelabros que recorría el pasillo central. Se abrazó a Jace, contenta de que la escasa luz del ascensor le impidiera ver su cara ardiente reflejada en el espejo.

—Tal vez podría quedarme —susurró—. Sólo un poquito más.

Él no dijo nada. Clary notó la tensión en su cuerpo y también se tensó. Pero era algo más que la pura presión del deseo. Jace estaba temblando, su cuerpo entero se estremecía cuando enterró la cara en el hueco de su cuello.

—Jace —dijo ella.

Entonces él la soltó, de repente, y dio un paso atrás. Tenía las mejillas encendidas, los ojos enfebrecidos.

—No —dijo él—. No quiero darle a tu madre un motivo más para que me odie. Ya es bastante con que me considere casi la reencarnación de mi padre...

Se interrumpió antes de que Clary pudiera decirle: «Valentine no era tu padre». Jace se cuidaba habitualmente mucho de referirse a Valentine Morgenstern por su nombre, y si alguna vez mencionaba a Valentine, nunca lo hacía como «mi padre». Era un tema que no solían tocar y Clary nunca había reconocido ante Jace que lo que le preocupaba a su madre era que en el fondo fuera igual que Valentine, pues sabía que sólo sugerírselo le haría mucho daño. Clary hacía todo lo posible para mantenerlos separados.

Se alejó de ella antes de que pudiera impedírselo y abrió la puerta del ascensor.

—Te quiero, Clary —dijo sin mirarla. Tenía la vista fija en la iglesia, en las hileras de velas encendidas, su brillo dorado reflejado en sus ojos—. Más de lo que nunca... —Se interrumpió—. Dios. Más de lo que probablemente debería. Lo sabes, ¿verdad?

Clary salió del ascensor y se situó delante de Jace. Deseaba decirle miles de cosas, pero él ya había apartado la vista y pulsado el botón que devolvería el ascensor a las plantas del Instituto. Empezó a protestar, pero el ascensor se movía ya después de que las puertas se cerraran con su característico estrépito. Clary se quedó mirándolas por un instante; en su superficie había una imagen del Ángel, con las alas extendidas y los ojos mirando hacia arriba. El Ángel estaba pintado por todas partes.

La voz de Clary resonó en el espacio vacío.

—Yo también te quiero —dijo.

3

SIETE VECES

—¿Sabes lo que es tremendo? —dijo Eric, depositando sus baquetas—. Tener un vampiro en la banda. Es lo que nos llevará a la cima.

Kirk dejó a su vez el micrófono y puso los ojos en blanco. Eric hablaba siempre de llegar a la cima con el grupo y hasta el momento todo se había quedado en nada. Lo mejor que habían hecho era un bolo en la Knitting Factory... al que sólo habían asistido cuatro personas. Y una de ellas era la madre de Simon.

—Pues ya me dirás cómo si no tenemos permiso para contarle a nadie que es un vampiro.

—Una lástima —dijo Simon. Estaba sentado sobre uno de los altavoces, al lado de Clary, que estaba enfrascada enviándole un mensaje de texto a alguien, seguramente a Jace—. Aunque nadie te creería, de todos modos. Mira, aquí me tienes, a plena luz de día. —Levantó los brazos para señalar los rayos de sol que entraban a través de los agujeros del tejado del garaje de Eric, su lugar de ensayo habitual.

—En cierto sentido, todo esto hace mella en nuestra credibilidad —dijo Matt, retirándose de los ojos un mechón pelirrojo y mirando a Simon con los ojos entrecerrados—. Tal vez si te pusieras unos colmillos falsos...

—No necesita colmillos falsos —dijo Clary malhumorada, dejando el teléfono—. Tiene colmillos de verdad. Ya los habéis visto.

Y era cierto. Simon había tenido que enseñar los colmillos cuando le dio la noticia a la banda. Al principio pensaron que había sufrido un golpe en la cabeza o una crisis nerviosa. Pero en cuanto les mostró los colmillos, quedaron convencidos. Eric había reconocido incluso que aquello no le sorprendía especialmente.

—Siempre he sabido que los vampiros existen, colega —había dicho—. Si no, ¿cómo sería posible que haya gente conocida que siempre tenga la misma pinta, incluso cuando tienen, por ejemplo, cien años de edad, como David Bowie? Es porque son vampiros.

Simon había dicho basta y no les había contado que Clary e Isabelle eran cazadoras de sombras. No era él quien debía revelar su secreto. Y tampoco sabían que Maia era una chica lobo. Simplemente pensaban que Maia e Isabelle eran dos tías buenas que inexplicablemente habían accedido a salir con Simon. Sus colegas lo achacaban a lo que Kirk denominaba su «embrujo de vampiro sexy». A Simon le daba igual lo que sus amigos pudieran decir, siempre y cuando no metieran la pata y le comentaran a Maia o a Isabelle la existencia de la otra. Hasta el momento había salido airoso invitándolas a bolos distintos, y nunca habían coincidido.

—¿Y si enseñaras los colmillos en escena? —sugirió Eric—. Sólo una vez, tío. Muéstraselos al público.

—Si lo hiciera, el líder del clan de vampiros de Nueva York os mataría a todos —dijo Clary—. Lo sabéis, ¿no? —Movió la cabeza en dirección a Simon—. No puedo creer que les hayas contado que eres un vampiro —añadió, bajando la voz para que sólo pudiera oírla Simon—. Son idiotas, por si no te habías dado cuenta.

—Son mis amigos —murmuró Simon.

—Son tus amigos, y son idiotas.

—Mi intención es que la gente que me quiere conozca la verdad sobre mí.

—¿Ah sí? —dijo Clary, algo seca—. ¿Y cuándo piensas contárselo a tu madre?

Pero antes de que a Simon le diera tiempo a responder, alguien llamó con fuerza a la puerta del garaje, que se abrió un instante después, con la luz del sol otoñal inundando el interior del espacio. Simon levantó la vista, pestañeando. En realidad era un reflejo que le había quedado de cuando era humano. Ahora, sus ojos necesitaban tan sólo una décima de segundo para adaptarse a la oscuridad o a la luz.

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