Authors: Ignacio Manuel Altamirano
Mandaba uno de los escuadrones otro oficial, el comandante Enrique Flores, joven perteneciente a una familia de magnífica posición, gallardo, buen mozo, de maneras distinguidas, y que a las prendas de que acabo de hablar agregaba una no menos valiosa, y era la de ser absolutamente simpático. Era de esos hombres cuyos ojos parecen ejercer desde luego en la persona en quien se fijan un dominio irresistible y grato.
Tal vez por esto el comandante Flores era idolatrado por sus soldados, muy querido por sus compañeros y el favorito de su jefe, porque el coronel no tenía otra voluntad que la de Enrique. De modo que era el árbitro en su cuerpo, y los generales a cuyas órdenes había militado, conociendo la influencia que ejercía sobre su jefe y su prestigio entre la tropa, no perdían ocasión de halagarle, de colmarle de atenciones y de hacerle entrever un próximo y honroso ascenso.
Como era la época en que se franqueaban los escalones de los más altos empleos más fácilmente que nunca, susurrábase que el coronel sería ascendido a general, y que entonces Flores quedaría con el mando de su cuerpo, quizá con el carácter que aquél tenía.
Además, y esto es de suponerse, Flores era peligroso para las mujeres, era irresistible, y mil relatos de aventuras galantes y que revelaban su increíble fortuna en asuntos de amor, circulaban de boca en boca en el ejército.
Flores, por otra parte, no perdía oportunidad de hacer uso de sus relevantes prendas; y aunque el ejército, en aquel tiempo, no hacía más que marchar en opuestas direcciones y cruzar rápidamente por las ciudades, el comandante, sin descuidar sus deberes, encontraba momentos a propósito para galantear a las más hermosas jóvenes de los lugares que tocaba, no siendo nada difícil para él concluir una conquista en breves días y, a veces, en horas.
El hecho es que no salía de una ciudad un poco importante, sin llevar consigo dulces y gratos recuerdos de ella, ni dejaban de verter lágrimas por él los ojos más hermosos de una población.
Ya se sabía; tan luego como se tocaba la botasilla para prepararse a salir, tan luego como se oían los toques de marcha, mientras que los demás pasábamos indiferentes por los pueblos y las ciudades y sólo nos ocupábamos en hacer nuestras maletas y comprar provisiones, Enrique, después de dar las órdenes necesarias a sus capitanes, siempre tenía que escribir un pequeño billete de despedida, siempre se apartaba un momento de la columna para galopar en uno de sus soberbios caballos en dirección a la casa de sus amadas de un día, para estrecharles la mano y recibir, en cambio de tiernas miradas, un pañuelo húmedo de lágrimas, un rizo de cabellos, un retrato o una sortija. ¡Qué dicha de hombre!
No: y debo confesar a ustedes que Flores era seductor; su fisonomía era tan varonil como bella; tenía grandes ojos azules, grandes bigotes rubios, era hercúleo, bien formado, y tenía fama de valiente. Tocaba el piano con habilidad y buen gusto, era elegante por instinto, todo lo que él se ponía le caía maravillosamente, de modo que era el
dandy
por excelencia del ejército.
Gastador, garboso, alegre, burlón, altivo y aun algo vanidoso, tenía justamente todas las cualidades y todos los defectos que aman las mujeres y que son eficaces para cautivarlas.
Por eso las muchachas más guapas de Querétaro, primero, y después de Guadalajara, se morían por bailar con él, gustaban de apoyarse en su brazo y saboreaban con delicia su conversación chispeante de gracia, salpicada de agudezas ingeniosas y, sobre todo, galante.
Enrique era el tipo completo del
león
parisiense en su más elegante expresión, y se desprendía de él, si me es permitida esta figura, ese delicado perfume de distinción que caracteriza a las gentes de buen tono.
Todavía más. Flores era jugador y, por una excepción de la conocida regla, ganaba mucho. No parecía sino que un genio tutelar velaba por este joven y le abría siempre risueño las puertas del santuario del amor, del placer y de la fortuna. Era seguro que cuando nosotros estábamos en quiebra, Flores tenía en su bolsillo algunos centenares de onzas de oro y ricas joyas que valían un tesoro en aquellos tiempos.
Flores no esquivaba jamás la ocasión de prestar un servicio, y sus amigos le adoraban por su generosidad.
Me he detenido en la descripción del carácter del primero de mis personajes, porque tengo en ello mi idea: deseo que ustedes le conozcan perfectamente y comprendan de antemano la razón de varios sucesos que tengo que narrar.
Tal era el comandante Enrique Flores.
Había también en el mismo cuerpo, y mandando el segundo escuadrón, un joven comandante que se llamaba Fernando Valle. Era justamente lo contrario de Flores, el reverso del simpático y amable carácter que acabo de pintar a largas pinceladas.
Valle era un muchacho de veinticinco años como Flores, pero de cuerpo raquítico y endeble; moreno, pero tampoco de ese moreno agradable de los españoles, ni de ese moreno oscuro de los mestizos, sino de ese color pálido y enfermizo que revela o una enfermedad crónica o costumbres desordenadas.
Tenía los ojos pardos y regulares, nariz un poco aguileña, bigote pequeño y negro, cabellos lacios, oscuros y cortos, manos flacas y trémulas. Su boca regular tenía a veces un pliegue que daba a su semblante un aire de altivez desdeñosa que ofendía, que hacía mal.
Taciturno, siempre sumido en profundas cavilaciones, distraído, metódico, sumiso con sus superiores, aunque traicionaba su aparente humildad el pliegue altanero de sus labios, severo y riguroso con sus inferiores, económico, laborioso, reservado, frío, este joven tenía aspecto repugnante y, en efecto, era antipático para todo el mundo.
Sus jefes le soportaban, y se veían obligados a tenerle consideración, porque más de una vez en la campaña de Puebla, primera que había hecho en su vida, había dado pruebas de un valor temerario, de un arrojo que parecía inspirado por un ardiente deseo de elevarse pronto o de acabar, sucumbiendo, con algún dolor secreto que torturaba su corazón.
Hubiérase dicho que, desafiando a la muerte, había querido humillar a sus jefes, que combatían con la prudencia del valor reposado y experto.
En el ejército era un advenedizo, porque había aparecido como soldado raso en las filas el año de 1862, ascendiendo luego a cabo por su aplicación, después a sargento en las Cumbres de Acultzingo, a subteniente (servía entonces en un cuerpo de infantería), luego a teniente después del 5 de Mayo y, por último, a capitán.
Como tal había tomado parte en la defensa de la plaza de Puebla en 1863, sirviendo entonces en el batallón mixto de Querétaro, a las órdenes del valiente y malogrado Herrera y Cairo.
No cayó prisionero, sino que pudo evadirse de la ciudad y se presentó al gobierno de México, que le ascendió a comandante y le destinó a servir en el cuerpo de caballería en que se hallaba actualmente.
Aplicado con asiduidad a esta para él nueva arma, había aprovechado tanto su tiempo, que se le citaba como al oficial más inteligente y más capaz, por lo cual y por su carácter frío y reservado, sus compañeros le profesaban un odio reconcentrado y mortal.
—Evidentemente, este muchacho escondía un proyecto siniestro, estaba inspirado por una ambición colosal, andaba su camino, y quién sabe... él quería subir, y aparentaba servir a la República como un medio para llegar a su objeto. No era, pues, un patriota, sino un ambicioso, un malvado encubierto.
Esto se decían los oficiales en voz alta, esto se decía el coronel, esto se decía el mismo Flores, y más de una vez Valle tuvo que sufrir los sangrientos sarcasmos de todos, y los devoró en silencio y palideciendo de rabia.
—Él no es un cobarde, él sufre nuestros insultos y evita toda pendencia; luego abriga una mira particular a cuya realización sacrifica hasta su amor propio.
Esto añadían en coro los oficiales.
Además Valle ni pedía un servicio a nadie ni lo hacía. Guardaba su poco dinero, gastábale con parsimonia y evitaba toda ocasión de comprometerse a pagar en un convite la comida y el vino de sus compañeros, por lo cual regularmente comía aparte o en diferente fonda, siempre solitario y siempre económico.
Esta sobriedad calculada, su falta de buen humor, su aversión a los vicios a que es inclinada la juventud militar, le daban un aire de gazmoñería que no podía menos de atraerle la enemistad de las gentes.
Así, cuando algún oficial, porque todos los demás se amaban fraternalmente, estaba enfermo o metido en algún apuro, todo el mundo volaba a su socorro, se le prodigaban los cuidados más solícitos, se velaba a la cabecera de su cama, se le facilitaba dinero, se le asistía, en fin, como en familia.
Pero cuando Valle, que tenía, a pesar de su aparente raquitismo, una salud robusta, solía estar achacoso, o herido, como acababa de sucederle a consecuencia de una escaramuza, nadie le hacía el menor caso; se le trataba como a un perro, y el orgulloso comandante tenía que preparar sus hilas con una sola mano y que tomar sus tisanas y beber agua en su jarro con infinitos trabajos, porque rehusaba hasta los servicios de un viejo soldado que le servía, quien, por otra parte, le quería poco.
Francamente, hasta nosotros los médicos, hombres de caridad y que no consultamos nuestras simpatías para ser útiles a los que sufren, hasta nosotros, digo, repugnábamos acercarnos a él, porque sentíamos una invencible antipatía viendo a ese pequeño oficial con su mirada ceñuda, su color pálido e impuro y su boca despreciativa.
— La tisana que me recetó usted, doctor, no me ha hecho provecho alguno —me dijo un día en Querétaro cuando estaba atacado de fiebre a consecuencia de la herida.
Díjome estas palabras con tal desdén, con tal acento, que en un arranque de cólera le repliqué:
— Pues si no le hace a usted provecho, arrójela.
El me miró fijamente con sus ojos hundidos, y temblando por la calentura, se levantó, tomó su jarro de agua fría, bebió hasta hartarse y se volvió del lado de la pared.
Indignado yo de tamaña insolencia, salí refunfuñando.
¡Qué me importa que te lleve el diablo, oficialillo grosero!
Creí que se pondría peor y avisé a alguno de mis compañeros para que fuese a asistirle; él me manifestó que le sería desagradable, y no fue a verle.
Al día siguiente salimos de Querétaro.
— ¡Una camilla para el comandante herido! —pidió en el patio del hospital el jefe del Cuerpo Médico, viendo que nadie se había acordado de Valle.
Pero los soldados estaban demasiado atareados con su equipo, nosotros ocupados en nuestros aprestos de viaje, los soldados de ambulancia se encogían de hombros, y el comandante quedó abandonado.
Íbamos acordándonos de él ya en la columna de camino y en marcha, cuando le vimos a la cabeza de su escuadrón, sereno, callado, cejijunto y llevando el brazo envuelto y colgado del cuello.
— Realmente hay algo de misterioso en la fuerza de espíritu de este muchacho —nos dijimos.
— ¿Será un héroe futuro?
— ¡Bah! tiene más aspecto de traidor que de héroe; él medita algo, no hay duda —se me contestó.
Y así continuamos hasta que el sanó sin necesitar de más asistencia de facultativo.
Por lo demás, excusado es decir que el pobre comandante ni tenía aventuras de amor, ni aunque las tuviera serían del carácter de las de Flores. Era profundamente antipático para las mujeres, y él, que lo conocía, no las frecuentaba.
Siempre vestido con su uniforme cuidadosamente aseado, pero sin lujo, cuando asistía a algún baile, que era pocas veces y obligado por el coronel, se mantenía en un rincón y se retiraba a poco tiempo.
Así pues, ni una triste cualidad tenía mi comandante. Era un pobre diablo, bien seco, bien fastidioso, bien repulsivo.
Pero al día siguiente de aquel en que llegamos a Guadalajara, le vimos transformarse; lo que nos hizo pensar mucho. En la mañana se peinó, se vistió esmeradamente y salió del cuartel, dirigiéndose a una de las calles centrales. En la tarde volvió muy contento, trayendo en la mano un pequeño ramillete de heliotropos.
Alguno le dijo chanceándose:
— Parece que viene usted contento, comandante: ¡cosa rara! Trae usted flores: cosa más rara todavía. ¿Qué milagro es éste?
— ¡Oh! es una cosa muy sencilla —respondió— hace tanto tiempo que no veo a ninguno de mis deudos, que me alegro de encontrar uno aquí.
— Hola ¿tiene usted aquí un deudo?
— Sí.
— ¿Es uno, o una?
— Una... es una prima mía —contestó sonriendo y haciéndose comunicativo por la primera vez.
— Linda ¿eh, comandante?
— Sí, es guapa, muy guapa.
A estas palabras Enrique Flores se acercó al grupo que se había formado en torno a Valle.
— Y bien, compañero, ¿conque tiene usted primas guapas? Pues vea usted, yo creía que no tenía usted parientes en este mundo.
— Sí los tengo —respondió Valle— tengo muchos, más de los que usted cree, y en posición que usted no sospecha; sólo que yo los detesto a casi todos.
— Es claro, usted detesta a todo el mundo. Pero vamos a ver ¿aborrece también a la primita?
— No; a esa no, ni tengo motivo; ahora la conozco y, a primera vista, creo que es una buena criatura.
— A primera vista ¡pícaro! Eso quiere decir que es bella. Caballeros, he aquí el prodigio, Valle enamorado, Valle el taciturno, Valle el huraño, Valle el enemigo de las pasiones, Valle el que se reía con desdén de nuestras debilidades, hele aquí que se humaniza, que se hace accesible, que se apasiona ... ¡Mal negocio, compañero, mal negocio! Va usted a hacer más locuras que nosotros, porque los empedernidos como usted, cuando resbalan, no paran hasta el abismo.
Valle recibió esta andanada que el burlón comandante le dirigió con su volubilidad y buen humor de costumbre, y se encogió de hombros.
— Conoceremos a la primita, por supuesto —añadió Flores— esto es si usted no lo lleva a mal, si no se vuelve usted un Otelo, porque también es otra gracia de los taciturnos y de los castos; cuando se enamoran se hacen celosos como unos árabes.
— No hay inconveniente —replicó Valle—. Usted la conocerá si ella lo permite, que sí lo permitirá. Es una joven amable y admirablemente educada, que tendrá mucho placer en conocer a mis camaradas.
— Muy bien —concluyó Flores— usted señalará el día de nuestra presentación, y que sea pronto, porque es preciso comenzar a hacer conocimientos en esta ciudad, que es un búcaro de rosas, que es un nido de ángeles.