—Pero, Wayan —digo yo—, más de uno vendrá todos los días, diciendo: «¡Aún no curado, doctora! ¡Necesito otro masaje de banana!».
Ella me ríe la gracia y admite que, efectivamente, tiene que procurar no dedicar demasiado tiempo a curar las bananas de los hombres porque le produce sentimientos tan... fuertes... que no cree que la energía sea muy beneficiosa. Y a veces es cierto que los hombres se le desmadran. (Como le pasaría a cualquiera que lleve años siendo impotente y recupere la virilidad a manos de esta belleza de piel caoba y de reluciente pelo negro.) Nos cuenta la historia de un hombre que vino a curarse de impotencia y la perseguía por toda la habitación, gritando: «¡Necesito Wayan! ¡Necesito Wayan!».
Pero la doctora también hace otras cosas. Según nos cuenta, a menudo le piden que dé clases de sexo a parejas que tienen problemas de impotencia o frigidez, o que son incapaces de tener un hijo. Ella les hace dibujos mágicos en las sábanas y les explica cuáles son las posturas sexuales apropiadas, dependiendo del día del mes. Dice que, si un hombre realmente quiere tener un niño, debe tener un coito «muy, muy fuerte» con su mujer y echarle «el agua de su banana en la vagina muy, muy deprisa». A veces Wayan tiene que estar en la habitación mientras la pareja copula para explicarles claramente el tema de la fuerza y la velocidad.
—¿Y el hombre consigue echar el agua de su banana tan fuerte y tan deprisa como se le pide, con la doctora Wayan ahí delante, viéndolo todo? —le pregunto yo.
Felipe imita a Wayan vigilando a la pareja:
—¡Más rápido! ¡Más fuerte! ¿De verdad queréis tener un hijo o no?
Wayan dice que sabe que es una locura, pero que en eso consiste el trabajo de una curandera. Pero admite que, después de hacerlo, tiene que hacer muchísimas ceremonias de purificación para mantener intacta su alma sagrada y no le gusta hacerlo muy a menudo, porque le deja una sensación «rara». Pero si una pareja no consigue concebir, siempre acude en su ayuda.
—¿Y todas estas parejas tienen hijos ahora? —le pregunto.
—¡Todas! —me confirma con orgullo—. Claro.
Y entonces Wayan nos confía algo muy interesante. Dice que, si una pareja no ha conseguido tener un hijo, examina tanto al hombre como a la mujer para saber quién tiene la culpa, como se suele decir. Si es la mujer, no hay problema, porque se la puede curar con unas técnicas antiquísimas que ella conoce. Pero si es el hombre, se plantea una situación delicada, dado que Bali es un patriarcado. Las soluciones médicas que puede aplicar Wayan son más limitadas, porque informar a un hombre de que es estéril no es tan sencillo. Un hombre es un hombre, y sanseacabó. Si la mujer no se queda embarazada, la culpa la tiene ella. Y si tarda mucho en dar un hijo a su marido, la cosa puede acabar mal. El abanico de represalias incluye el azotamiento, la humillación pública y el divorcio.
—¿Y qué haces en una situación como ésa? —pregunto asombrada de que una mujer que llama al semen «agua de banana» sea capaz de diagnosticar la infertilidad masculina.
Wayan nos lo cuenta todo. Lo que hace en un caso de esterilidad masculina es informar al hombre de que su mujer no es fértil y debe acudir todas las tardes a unas «curas». Cuando la mujer llega sola a la tienda, Wayan trae a un semental del pueblo para que se encargue del asunto con la esperanza de que la deje embarazada.
—¡Wayan! ¡No! —exclama Felipe atónito.
Pero ella asiente tranquilamente.
—Sí. Es la única solución. Si la mujer está sana, tiene un niño. Y todos contentos.
Como Felipe conoce bien la ciudad, quiere saber los detalles del asunto.
—¿Quiénes son? ¿A qué hombres traes para hacer el trabajo?
—A los cocheros —confirma ella.
Y a todos nos da la risa porque Ubud está lleno de chicos jóvenes, los llamados «cocheros», que están en todas las esquinas hostigando a los turistas con su agotadora cantinela: «¿Transporte? ¿Transporte?», para ver si se sacan unos cuartos llevando a la gente a ver los volcanes, las playas o los templos. En general, son bastante guapos, con su piel a lo Gauguin, sus cuerpos tersos y su atractivo pelo largo. En Estados Unidos se podría sacar un dineral montando una «clínica de fertilidad» para mujeres atendida por chicos como éstos. Wayan dice que lo mejor de su tratamiento de fecundidad es que los cocheros no suelen pedir dinero por su servicio de transporte sexual, sobre todo si la mujer es guapa. Felipe y yo estamos los dos de acuerdo en que es un detalle bastante generoso y altruista por su parte. A los nueve meses nace un hermoso niño. Y todos contentos. Lo mejor de todo: «no tener que anular matrimonio». Todos sabemos lo horrible que es anular un matrimonio, sobre todo en Bali.
—Por Dios, qué imbéciles somos los hombres —dice Felipe.
Pero Wayan no tiene remordimientos. Este tratamiento se justifica porque, si se le comunica a un hombre que es estéril, es muy probable que vaya a casa y le haga algo horrible a su mujer. Si los hombres balineses no fueran así, les podría curar la esterilidad de otra manera. Pero así es la realidad cultural del país y punto. No tiene ni un ápice de mala conciencia; simplemente se considera una curandera creativa. Además, añade, para muchas de estas mujeres es una suerte poder tener sexo con uno de los cocheros jóvenes, porque la mayoría de los maridos balineses no saben hacerle el amor a una mujer, la verdad.
—Los maridos de aquí son como gallos, como cabras.
—Podrías dar clases de educación sexual, Wayan. Podrías enseñar a los hombres a tocar a las mujeres con más suavidad para que el sexo les resultara más agradable. Porque, si un hombre te toca suavemente, te acaricia la piel, te dice cosas bonitas, te besa por todo el cuerpo, se toma su tiempo..., el sexo es maravilloso.
Y al oírme, Wayan se sonroja. Wayan Nuriyashi —la masajista de bananas, sanadora de vaginas infectadas, vendedora de consoladores y alcahueta de medio pelo— va y se pone roja.
—Cuando me dices esas cosas, me pongo rara —dice, abanicándose—. Hablar así me hace estar...
diferente
. ¡Hasta entre las piernas me siento diferente! Ahora os vais los dos a vuestra casa. Ya no hablamos más de sexo de esta manera. Os vais a casa y a la cama, pero sólo a dormir, ¿vale? ¡Sólo DORMIR!
En el coche, de camino a su casa, Felipe me pregunta:
—¿Se ha comprado ya la casa?
—Aún no, pero dice que la está buscando.
—Ya ha pasado un mes desde que le diste el dinero, ¿no?
—Sí, pero el sitio que a ella le gusta no está en venta.
—Ten cuidado, cariño —dice Felipe—. No dejes que esto se prolongue demasiado. A ver si ésta va a ser la típica historia balinesa.
—¿Y eso qué quiere decir?
—No quiero meterme en tus asuntos, pero llevo cinco años viviendo en este país y sé cómo funcionan las cosas aquí. Una historia puede complicarse mucho sin ningún motivo aparente. A veces es difícil dar con la verdad de una historia.
—¿Qué me estás diciendo, Felipe? —le pregunto y, al ver que no me contesta, le cito una de sus frases más típicas—: Si me lo cuentas despacio, lo entenderé más deprisa.
—Lo que te estoy diciendo es que tus amigos han reunido una cantidad enorme de dinero para esta mujer, que lo tiene metido tranquilamente en el banco. Asegúrate de que se compra una casa con ese dinero.
Llega el final de julio y yo estoy a punto de cumplir los 35 años. Para celebrarlo, Wayan me da una fiesta en su tienda, una fiesta totalmente distinta a las que he vivido hasta ahora. En primer lugar, me viste con el tradicional atuendo de cumpleaños balinés: un sarong morado brillante, un corpiño sin mangas y una larga banda de tela dorada con la que me envuelve el torso, formando un corpiño tan ajustado que casi no puedo ni comerme la tarta de cumpleaños. En su diminuto y oscuro dormitorio (lleno de pertenencias de las tres criaturas que lo comparten con ella), mientras me momifica con este elegante disfraz me pregunta sin mirarme de frente, atareada con su labor de remeter y colocarme la tira de tela encima de las costillas:
—¿Tienes proyecto de casarte con Felipe?
—No —le digo—. No hemos pensado en casarnos. No quiero más maridos, Wayan. Y tampoco creo que Felipe quiera tener más esposas. Pero me gusta estar con él.
—Guapo por fuera es fácil de encontrar, pero guapo por fuera y guapo por dentro..., eso no es fácil. Felipe lo tiene.
Le digo que sí, que es verdad.
—¿Y quién te trae a este buen hombre, Liz? —me pregunta sonriente—. ¿Quién reza todos los días para que llegue este hombre?
Le doy un beso.
—Gracias, Wayan. Lo has hecho muy bien.
Y empieza la fiesta de cumpleaños. Wayan y las niñas lo han decorado todo con globos y hojas de palmera y carteles con frases tan largas y complicadas como ésta: «Feliz cumpleaños a un corazón bueno y dulce, para ti, nuestra queridísima hermana, nuestra amada Lady Elizabeth, que tengas un cumpleaños feliz y siempre tengas paz y un feliz cumpleaños». Los hijos del hermano de Wayan bailan en las ceremonias del templo, y sus sobrinas y sobrinos vienen a bailar para mí aquí, en el restaurante, ofreciéndome una exótica actuación, una belleza que suelen dedicar a los sacerdotes del templo. Los niños llevan en la cabeza unos inmensos tocados dorados, un maquillaje muy marcado, tipo
drag queen
, y mueven sus bonitos dedos femeninos mientras dan sonoras patadas en el suelo.
En general, una fiesta balinesa consiste en ponerse todos muy elegantes y sentarse a mirarse las caras. La verdad es que se parecen bastante a las fiestas de las revistas neoyorquinas. («Por Dios, cariño», se queja Felipe cuando le digo que Wayan me ha preparado un cumpleaños balinés. «Va a ser aburridísimo.») Pero no es una fiesta aburrida. Es tranquila, distinta. Hay una parte dedicada a disfrazarse y otra parte dedicada al baile ceremonial, y luego viene la parte de estar todos sentados mirándonos, que no está tan mal. La verdad es que están todos guapísimos. Ha venido toda la familia de Wayan y todos me sonríen y saludan con la mano aunque sólo estén a un metro de distancia, y yo también les sonrío y los saludo con la mano.
Apago las velas de la tarta con Ketut Pequeña, la huérfana menor, cuyo cumpleaños, he decidido hace unas semanas, va a ser el 18 de julio a partir de ahora, compartido con el mío, porque nunca ha celebrado su cumpleaños ni le han hecho una fiesta hasta el día de hoy. Después de apagar las velas, Felipe regala a Ketut Pequeña una muñeca Barbie, que ella saca del envoltorio totalmente asombrada, mirándola como si fuese un billete para un vuelo espacial a Júpiter, algo que no se imaginaba que pudiera recibir jamás ni en siete mil millones de años luz.
Todo lo de esta fiesta es bastante curioso. Es una mezcla estrafalaria internacional e intergeneracional en la que hay un puñado de amigos míos. Está la familia de Wayan y varios de sus pacientes occidentales, a los que no conozco. Mi amigo Yudhi me trae un paquete de seis cervezas de regalo de cumpleaños y también viene un guionista de Los Ángeles, un tío medio
hippy
y muy
cool
que se llama Adam. Felipe y yo lo conocimos en un bar el otro día y lo invitamos a la fiesta. Adam y Yudhi se entretienen hablando con un niño que se llama John, cuya madre es paciente de Wayan, una alemana diseñadora de ropa casada con un estadounidense que vive en Bali. El pequeño John tiene siete años y se considera medio americano, según dice, porque su padre lo es (aunque él aún no ha ido nunca), pero con su madre habla en alemán y con las hijas de Wayan en indonesio. El caso es que John se queda entusiasmado al enterarse de que Adam es de California y sabe hacer surf.
—¿Cuál es su animal favorito, señor? —pregunta John.
Y Adam le contesta:
—Los pelícanos.
—¿Qué es un pelícano? —le pregunta el niño.
Yudhi da un bote y dice:
—Tío, ¿no sabes lo que es un pelícano? Tío, tienes que irte a casa a preguntarle a tu padre sobre ese tema. Los pelícanos molan, tío.
Entonces John, el niño medio americano, se da la vuelta y le dice algo en indonesio a la pequeña Tutti (seguro que le pregunta cómo es un pelícano), que está sentada en las rodillas de Felipe intentando leer mis tarjetas de cumpleaños, mientras Felipe habla un francés maravilloso con un jubilado parisino que viene a la consulta de Wayan a hacerse un tratamiento de riñón. Entretanto, Wayan ha encendido la radio y sale Kenny Rogers cantando
Cobarde del condado
, cuando llegan tres chicas japonesas que han entrado en la tienda para ver si pueden hacerse un masaje terapéutico. Mientras intento convencer a las japonesas de que prueben mi tarta de cumpleaños, las dos huérfanas —Ketut Grande y Ketut Pequeña— me adornan el pelo con las enormes horquillas de lentejuelas que me han regalado y en las que se han gastado todos sus ahorros. Las sobrinas y los sobrinos de Wayan —los bailarines del templo hijos de campesinos arroceros— no se mueven en sus sillas, casi sin atreverse a levantar los ojos del suelo, vestidos como deidades en miniatura, dando a la estancia un extraño aire de divinidad casi sobrenatural. Afuera los gallos empiezan a cantar, aunque no ha caído el sol ni ha anochecido. Mi traje balinés me aprieta como un abrazo ardiente y pienso que éste es, sin duda, el cumpleaños más raro —aunque puede que más feliz— de toda mi vida.
Pero Wayan tiene que comprarse una casa y me preocupa ver que la cosa no avanza. No entiendo por qué, pero es absolutamente necesario solucionar el tema. Felipe y yo hemos tenido que intervenir. Hemos ido a un agente inmobiliario que nos lleva a ver casas, pero a Wayan no le gusta ninguna de las que le hemos enseñado.
—Wayan, tenemos que comprar algo —le digo sin parar—. Yo me voy en septiembre y antes de irme tengo que poder decirles a mis amigos que su dinero ha ido a parar a una casa para ti. Y tú tienes que buscarte un sitio donde vivir antes de que te desahucien.
—No es tan fácil comprar una tierra en Bali —me contesta ella—. No es como entrar en un bar y comprar una cerveza. Puede llevar tiempo.
—No tenemos tiempo, Wayan.
Pero ella se encoge de hombros y yo recuerdo de nuevo el concepto balinés del «tiempo elástico», que significa que el tiempo es un concepto relativo y chicloso. Para Wayan «cuatro semanas» no significan lo mismo que para mí, como un día no tiene por qué tener veinticuatro horas necesariamente; puede ser más largo o más corto, dependiendo de la naturaleza espiritual y sentimental del día en cuestión. Lo mismo le sucede a mi amigo el curandero con el asunto de su edad, que en lugar de contar los días parece juzgarlos por lo que pesan.