Estoy convencida de que fue Tutti la que produjo el milagro con la fuerza de sus oraciones, logrando que ese baldosín azul suyo creciera —como el cuento de
Juan y las habichuelas mágicas
— hasta convertirse en una casa donde poder vivir sin apuros con su madre y las dos niñas huérfanas.
Ah, una última cosa. Me da vergüenza admitir que fue mi amigo Bob, no yo, quien reparó en la obviedad de que
tutti
en italiano significa «todos». ¿Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta? ¡Con la de meses que había pasado en Roma! El caso es que no se me ocurrió relacionarlo. Ha sido Bob, que vive en Utah, el que lo ha descubierto. En el correo que me mandaba la semana pasada se comprometía a poner dinero para la casa, diciendo: «Es como un cuento con moraleja, ¿no? Cuando te lanzas al mundo para ver si arreglas tu vida, al final acabas ayudando a...
Tutti
».
No quiero contárselo a Wayan hasta que haya logrado reunir todo el dinero. Es difícil guardar un secreto tan importante como éste, con lo mucho que le preocupa su futuro, pero no quiero darle esperanzas hasta que sea oficial. Así que aguanto una semana entera sin contarle mis planes y para entretenerme salgo a cenar casi todas las noches con Felipe el brasileño, al que no parece importarle que sólo tenga un vestido elegante.
Me parece que me gusta. Después de salir unas cuantas veces a cenar con él estoy bastante segura de que me gusta. Es bastante más de lo que parece este «cabronazo» —como él se llama— que conoce a todo Ubud y parece el alma de todas las fiestas. Un día pregunto a Armenia por él. Hace bastante que se conocen.
—El tal Felipe... es más persona que los demás, ¿no? —le pregunto—. Es más complicado de lo que parece, ¿verdad?
—Ah, sí —me contesta—. Es un hombre bueno y amable. Pero ha pasado por un divorcio difícil. Creo que se ha venido a Bali para recuperarse.
Anda. Pues es un tema del que no me ha contado nada.
Pero tiene 52 años. ¿Será que he llegado a una edad en la que un hombre de 52 años está en el terreno de lo posible? El caso es que me gusta. Tiene el pelo plateado y está perdiéndolo, pero con un atractivo aire picasiano. En su cara de piel suave destacan sus amables ojos castaños y, además, huele maravillosamente. Es un hombre de verdad, por así decirlo. El macho adulto de la especie, lo que supone toda una novedad para mí.
Lleva unos cinco años viviendo en Bali. Importa piedras preciosas de Brasil, que los artesanos locales engastan en plata para venderlas en Estados Unidos. Me gusta el hecho de que pasara casi veinte años fielmente casado antes de que su matrimonio se fuese al garete por una serie de motivos bastante complicados. También me gusta saber que tenga hijos, a los que ha sabido educar y que lo quieren mucho. Además, fue él quien se quedó en casa cuidando de sus hijos mientras su esposa australiana trabajaba. (Es un buen marido feminista, según dice, «que quería estar en el bando correcto de la historia social».) Otra cosa que me gusta es lo cariñoso que es y esa espontaneidad brasileña que tiene. Cuando su hijo australiano cumplió 14 años, no le quedó más remedio que decirle: «Papá, ahora que tengo 14, mejor que no me des un beso en la boca cuando me lleves al colegio». También le admiro por hablar perfectamente cuatro idiomas o más. (Dice que no sabe indonesio, pero le oigo hablarlo a todas horas.) Me gusta saber que ha viajado por más de cincuenta países en su vida y que el mundo le parece un sitio pequeño y fácilmente manejable. Me gusta cómo me escucha, acercándose, interrumpiéndome sólo cuando me interrumpo a mí misma para preguntarle si le estoy aburriendo, a lo que siempre me contesta: «Tengo todo el tiempo del mundo, cielito mío». Y me gusta que me llame «cielito mío». (Aunque a la camarera se lo diga también.)
La última noche que lo vi me dijo:
—¿Por qué no te buscas un amante mientras estés en Bali, Liz?
En su honor diré que no se refería a sí mismo, aunque tampoco creo que le hiciese ascos al tema. Me asegura que Ian —el galés guapete— hace buena pareja conmigo, pero tiene más candidatos. Dice que conoce a un cocinero neoyorquino, «un tío alto, musculoso y seguro de sí mismo», que me gustaría. La verdad es que en Bali hay todo tipo de hombres que se dejan caer por Ubud, trotamundos que vienen a esta comunidad de «apátridas sin fortuna», según los llama Felipe, muchos de los cuales estarían dispuestos a proporcionarme «un verano de lo más agradable, cielito mío».
—Me parece que aún no me ha llegado el momento —sentencio—. Me da pereza todo el tema del amor, ¿me entiendes? No me apetece tener que afeitarme las piernas todos los días ni tener que enseñarle el cuerpo al enésimo amante. No quiero ponerme a contarle mi vida a nadie ni preocuparme por si me quedo embarazada. Además, puede que ya no sepa hacerlo. Creo que tenía más claro lo del sexo y el amor a los 16 que ahora.
—Pues claro —me dice Felipe—. Entonces eras joven y estúpida. Sólo los jóvenes estúpidos tienen claro lo del sexo y el amor. ¿Tú crees que alguno de nosotros sabe lo que hace? ¿Crees que los seres humanos pueden quererse sin complicaciones? Deberías ver cómo funciona la cosa aquí en Bali, cariño. Los hombres occidentales vienen aquí huyendo de sus siniestras vidas familiares y, hartos de las mujeres occidentales, se casan con una jovencita balinesa dulce y obediente. Una chica así de guapa tiene que hacerles felices y darles buena vida. Pero yo siempre les digo lo mismo:
Buena suerte
. Porque, aunque sea joven y balinesa, es una mujer. Y él es un hombre. Son dos seres humanos intentando convivir y eso siempre se complica. El amor es complicado siempre. Pero las personas tienen que procurar amarse, cariño. A veces te toca que te rompan el corazón. Es una buena señal, que te rompan el corazón. Quiere decir que has hecho un esfuerzo.
—A mí me lo rompieron tanto la última vez que aún me duele —le digo—. ¿No es una locura tener el corazón roto casi dos años después de que se acabe una historia?
—Cariño, yo soy del sur de Brasil. Puedo pasarme diez años con el corazón destrozado por una mujer a la que no he llegado a besar.
Hablamos de nuestros matrimonios y divorcios, pero no en plan amargado, sino para consolarnos. Comparamos los correspondientes abismos a los que llegamos durante la depresión posterior al divorcio. Bebemos vino, comemos bien y nos contamos uno al otro alguna anécdota cariñosa de nuestros respectivos ex cónyuges para quitar hierro a la conversación.
—¿Quieres hacer algo conmigo este fin de semana? —me pregunta.
Y le contesto que sí, que me gustaría. Y la verdad es que me apetece.
De las noches en que me ha llevado a casa, ha habido dos en que Felipe se ha acercado a mí en el coche para darme un beso de despedida y las dos veces he hecho lo mismo. Acercándome, agacho la cabeza en el último momento y le apoyo la mejilla en el pecho, dejándole que me abrace durante unos segundos. De hecho, más tiempo del habitual para dos amigos. Noto cómo me acerca la cara al pelo mientras yo le apoyo la cabeza en alguna parte del esternón. Huelo su suave camisa de algodón. Me gusta mucho cómo huele. Tiene los brazos fuertes y el torso ancho. En Brasil fue campeón de atletismo. Eso fue en 1969, el año en que yo nací, pero en fin. Se nota que tiene un cuerpo fuerte.
Lo de agacharme cada vez que me quiere besar es como si me escondiera. Estoy huyendo de un simple beso de buenas noches. Aunque, por otra parte, no me escondo. Dejándole que me abrace durante un buen rato al final de la noche, estoy dejando que alguien me toque.
Y eso hacía mucho tiempo que no me pasaba.
—¿Qué opinas tú del romanticismo? —pregunto a Ketut, mi viejo amigo el curandero.
—¿Qué es eso, el romanticismo? —me contesta.
—Déjalo, da igual.
—No, dime qué es. ¿Qué es esa palabra?
—El romanticismo es el amor entre un hombre y una mujer. O entre dos hombres, o entre dos mujeres. Todo eso de los besos y el sexo y el matrimonio... Esas historias.
—Yo no he tenido sexo con muchas personas, Liss. Sólo con mi mujer.
—Tienes razón. No son muchas. Pero ¿te refieres a tu primera mujer o a la segunda?
—Sólo tengo una mujer, Liss. Pero ya murió.
—Y Nyomo, ¿qué?
—Nyomo no es mi mujer de verdad, Liss. Es mujer de mi hermano —me explica y, viendo mi gesto de sorpresa, añade—: Es típico de Bali.
Y me explica que su hermano mayor, un campesino dedicado al cultivo del arroz, vivía al lado de Ketut y estaba casado con Nyomo, que le dio tres hijos. Ketut y su mujer, en cambio, no pudieron tener ninguno, así que adoptaron uno de los hijos del hermano de Ketut para tener un heredero. Al morir la mujer de Ketut, Nyomo tuvo que empezar a cuidar de los dos hermanos, dividiendo su jornada entre las casas de los dos, atendiendo tanto a su marido como a su cuñado y a los hijos de ambos. A todos los efectos, se convirtió en la esposa balinesa de Ketut (cocinaba, limpiaba y se encargaba de la liturgia religiosa doméstica), pero sin ningún tipo de contacto sexual.
—¿Por qué no? —le pregunto.
—¡Demasiado VIEJOS! —exclama.
Entonces llama a Nyomo para que se lo pregunte a ella y le dice que la señora americana quiere saber por qué no tienen una relación sexual. Nyomo casi se muere del ataque de risa que le da. Se acerca y me da un buen puñetazo en el brazo.
—Yo sólo tuve una mujer —insiste Ketut—. Y murió.
—¿La echas de menos?
Sonríe con tristeza.
—Le llegó el momento de morir. Ahora te digo cómo yo encuentro mi mujer. Cuando tengo 27 años, conozco una mujer y la amo.
—¿En qué año fue? —le pregunto siempre ansiosa de saber qué edad tiene.
—No lo sé —me dice—. ¿Tal vez en 1920?
(Cosa que, de ser cierta, le haría tener unos 112 años ahora. Creo que estamos a punto de resolver el enigma...)
—Yo amo a esta chica, Liss. Es muy hermosa. Pero no tiene buen carácter esta chica. Sólo busca el dinero. Va con otros hombres. Nunca dice la verdad. Creo que tenía una mente secreta dentro de la otra mente y allí no entra nadie. Un día ya no me quiere y se va con otro chico. Yo, muy triste. Con el corazón roto. Rezo y rezo a mis cuatro hermanos espirituales. Les pregunto por qué ella ya no me quiere. Entonces uno de ellos me dice la verdad. Me dice: «Ésta no es tu verdadera pareja. Ten paciencia». Y yo tengo paciencia y encuentro a mi mujer. Mujer hermosa, mujer buena. Siempre dulce conmigo. Nunca una discusión. Siempre hay armonía en nuestra casa, ella siempre sonrisa. Si no hay dinero en casa, ella siempre sonrisa. Siempre me dice que está contenta de verme. Cuando murió, yo muy triste en mi mente.
—¿Lloraste?
—Sólo un poco, con los ojos. Pero hago meditación para limpiar el cuerpo del dolor. Yo medito para ayudar a su alma. Muy triste, pero feliz también. En mi meditación la veo todos los días y la beso. Es la única mujer con la que yo tengo sexo. Así que no sé nada de la nueva palabra... ¿Cómo es la palabra de hoy?
—¿Romanticismo?
—Sí, eso. Yo no conozco el romanticismo, Liss.
—Así que no eres un experto en eso, ¿eh?
—¿Qué quiere decir
experto
? ¿Qué significa esa palabra?
Por fin me siento con Wayan y le cuento lo del dinero que he reunido para que se compre una casa. Le explico lo de mi cumpleaños, le enseño la lista con los nombres de mis amigos y le digo la cifra final que he logrado reunir: 80.000 dólares estadounidenses. Al principio se queda tan atónita que su rostro se convierte en una mueca de pánico. Es extraño pero cierto que a veces una emoción intensa nos puede hacer reaccionar ante una noticia rompedora de un modo exactamente contrario al que parecería dictar la lógica. Así es el valor absoluto del sentimiento humano. Los sucesos alegres a veces aparecen en la escala de Richter como un trauma absoluto; otras veces, algo espantoso nos puede hacer soltar una carcajada. A Wayan le resultaba tan difícil asimilar la noticia que la percibía más bien como algo triste. Por eso tuve que quedarme con ella durante varias horas, enseñándole las cifras una y otra vez, hasta que acabó aceptando la realidad.
Lo primero que consiguió decir (antes de echarse a llorar al darse cuenta de que iba a tener un jardín) fue lo siguiente, con un tono de mucha preocupación:
—Por favor, Liz, debes explicar a todos los que ponen el dinero que ésta no es la casa de Wayan. Es la casa de todos los que ayudan a Wayan. Si alguna de estas personas viene alguna vez a Bali, nunca van a un hotel, ¿vale? Tú les dices que vienen a mi casa, ¿vale? ¿Prometes decirlo? La llamamos Casa del Grupo..., la Casa de Todos...
Entonces se da cuenta de que va a tener un jardín y se echa a llorar.
Después, a su ritmo, va descubriendo cosas aún mejores. Era como poner boca abajo un bolso del que salían todo tipo de cosas, sentimientos incluidos. Si tuviera una casa, ¡podría tener una pequeña biblioteca donde guardar sus manuales de medicina! ¡Yuna botica para sus remedios tradicionales! ¡Y un restaurante auténtico con mesas y sillas de verdad (tuvo que vender sus mesas y sillas buenas para pagar al abogado que le llevó el divorcio)! Si tuviera una casa, por fin podría salir en la lista del programa televisivo
Lonely Planet
, que quiere citarla, pero no puede porque no tiene una dirección permanente que puedan dar. Si tuviera una casa, ¡Tutti podría hacer una fiesta de cumpleaños!
Al rato deja de pensar y se pone muy seria.
—¿Cómo puedo darte las gracias, Liz? Te doy cualquier cosa. Si tuviera un marido al que quisiera y tú necesitaras un hombre, te daría a mi marido.
—Quédate con tu marido, Wayan. Lo que tienes que hacer es asegurarte de que Tutti vaya a la universidad.
—¿Y qué haría yo si tú no hubieras venido a Bali?
Pero si yo siempre iba a venir. Recuerdo uno de mis poemas sufíes preferidos. Dice que, hace siglos, Dios dibujó un círculo en la arena justo donde está uno ahora. Nunca iba a dejar de venir. Eso no va a suceder.
—¿Dónde te vas a hacer la casa, Wayan? —le pregunto.
Como un niño que lleva años mirando un guante de béisbol en un escaparate, o una chica romántica que lleva desde los 13 diseñando su vestido de boda, resultó que Wayan sabía perfectamente dónde le gustaría tener la casa. Es en el centro de un pueblo cercano, con abastecimiento de agua y electricidad, un buen colegio para Tutti y bien situado para que sus pacientes y clientes vayan a su consulta a pie. Sus hermanos pueden ayudarla a construir la casa, según me dice. Menos el color de la pintura de su dormitorio, lo tiene casi todo pensado.