Cometas en el cielo (12 page)

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Authors: Khaled Hosseini

BOOK: Cometas en el cielo
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Para mi consternación, Hassan seguía intentando reavivar las cosas entre nosotros. Recuerdo la última vez. Yo me encontraba en mi dormitorio, leyendo una traducción abreviada al farsi de
Ivanhoe,
cuando llamó a la puerta.

—¿Quién es?

—Voy a la panadería a comprar
naan
—dijo desde el otro lado—. Me preguntaba si tú..., si querrías venir conmigo.

—Creo que me quedaré leyendo —respondí acariciándome las sienes. En los últimos tiempos, cada vez que veía a Hassan me entraba dolor de cabeza.

—Hace un día muy soleado —replicó.

—Ya lo veo.

—Nos divertiríamos dando un paseo.

—Ve tú.

—Me gustaría que vinieses —dijo, e hizo una pausa. Algo golpeó contra la puerta, tal vez su frente—. No sé qué he hecho, Amir
agha.
Me gustaría que me lo dijeses. No sé por qué ya no jugamos.

—No has hecho nada, Hassan. Vete y ya está.

—Dímelo y dejaré de hacerlo.

Hundí la cabeza en mi regazo y presioné las sienes entre las rodillas, como un torno.

—Te diré lo que quiero que dejes de hacer —dije, cerrando los ojos con fuerza.

—Cualquier cosa.

—Quiero que dejes de acosarme. Quiero que te marches —le espeté.

Deseaba que me hubiese respondido, que hubiese dado un portazo, que me hubiese echado una bronca... Habría facilitado las cosas, las habría mejorado. Pero no hizo nada de eso, y cuando al cabo de unos minutos abrí la puerta, no estaba allí. Me arrojé sobre la cama, enterré la cabeza bajo la almohada y me eché a llorar.

Después de aquello, Hassan se movió por la periferia de mi vida. Me aseguré de que nuestros caminos se cruzaran lo menos posible y planificaba mi jornada para que así fuera. Porque cuando él estaba cerca de mí, el oxígeno desaparecía de la estancia. Sentía una presión en el pecho y me faltaba el aire; permanecía inmóvil y luchaba por respirar en mi pequeña burbuja de atmósfera sin aire. Pero, incluso sin estar físicamente, él estaba siempre allí. Estaba en la ropa lavada y planchada que me dejaba todas las mañanas sobre la silla de mimbre, en las zapatillas calientes que me encontraba en la puerta de mi habitación, en la madera que ardía en la estufa cuando yo bajaba a desayunar. Por dondequiera que mirara encontraba signos de su fidelidad, de su maldita e inquebrantable fidelidad.

A principios de aquella primavera, unos días antes de que empezara el nuevo año escolar, Baba y yo nos dedicamos a plantar tulipanes en el jardín. La nieve se había fundido en su mayor parte y las montañas del norte aparecían ya salpicadas de manchas de hierba verde. Era una mañana fría y gris. Baba estaba agachado a mi lado, cavando la tierra y plantando los bulbos que yo le pasaba. Estaba diciéndome que la mayoría de la gente pensaba que era mejor plantar los tulipanes en otoño, pero que no era así, cuando de pronto lo interrumpí.

—Baba, ¿has pensado alguna vez en cambiar de criados?

Soltó el bulbo de tulipán y enterró el plantador en la tierra. Se quitó los guantes de jardinero. Lo había sorprendido.


Chi?
¿Qué has dicho?

—Sólo estaba preguntándomelo, eso es todo.

—¿Por qué querría hacerlo? —dijo Baba secamente.

—No lo harías, me imagino. Era únicamente una pregunta —añadí con un susurro. Sentía haberlo dicho.

—¿Es por algo que pasa entre Hassan y tú? Sé que os pasa algo, pero, sea lo que sea, eres tú quien debe solucionarlo, no yo. Yo permanezco al margen.

—Lo siento, Baba.

Volvió a ponerse los guantes.

—Yo me crié con Alí —dijo entre dientes—. Fue mi padre quien lo trajo aquí. Él lo quería como a un hijo. Alí lleva cuarenta años con mi familia. Cuarenta malditos años. ¿Y piensas que voy a echarlo? —Se volvió hacia mí con una cara tan roja como los tulipanes—. Jamás te he puesto la mano encima, Amir, pero si vuelves a decirlo... —Apartó la vista, sacudiendo la cabeza—. Me avergüenzas. Hassan... Hassan no se irá a ningún lado, ¿me has entendido? —Bajé la vista, cogí un puñado de tierra y lo dejé escapar entre los dedos—. He dicho si me has entendido —rugió Baba.

Me encogí de miedo.

—Sí, Baba.

—Hassan no se irá a ninguna parte —me espetó Baba. Cavó un nuevo hoyo, con más fuerza de la necesaria—. Se quedará aquí, con nosotros, en el lugar al que pertenece. Su hogar es éste y nosotros somos su familia. ¡Nunca vuelvas a hacerme esa pregunta!

—No lo haré, Baba. Lo siento.

Plantamos en silencio el resto de los tulipanes.

Me sentí muy aliviado cuando las clases empezaron a la semana siguiente. Estudiantes armados con libretas nuevas y lápices afilados paseaban sin prisas por el patio, levantando polvo, charlando en corrillos, esperando los silbidos de los delegados. Baba me llevó en coche por el camino de tierra que conducía hasta la entrada de la escuela de enseñanza media Istitqlal. El colegio era un edificio de dos plantas con ventanas rotas y tenebrosos pasadizos adoquinados. Retazos de la pintura amarilla original asomaban por debajo de los trozos de yeso desprendidos. La mayoría de los niños iban al colegio a pie, y el Mustang negro de Baba levantaba más de una mirada de envidia. Debí haber sonreído orgulloso al bajar del coche (mi antiguo yo lo habría hecho), pero lo único que conseguí fue esgrimir un gesto de incomodidad. Eso y vacío. Baba se fue sin decirme adiós.

No me reuní con los demás para la acostumbrada comparación de las cicatrices que nos había dejado la lucha de cometas y esperé solo a que nos llamaran a formar. Finalmente sonó el timbre y nos dirigimos al aula en dos filas. Me senté al fondo. Mientras el profesor de farsi nos entregaba los libros de texto, recé para que me pusieran muchísimos deberes.

El colegio me ofrecía una excusa para permanecer encerrado en mi habitación durante horas interminables. Y, por un rato, alejaba de mi cabeza lo que había sucedido aquel invierno, lo que yo había permitido que sucediera. Durante unas cuantas semanas anduve enfrascado en la gravedad y la aceleración, los átomos y las células, las guerras anglo-afganas, en lugar de pensar en Hassan y lo que le había sucedido. Pero, siempre, mi cabeza acababa regresando al callejón. A los pantalones de pana marrones sobre los ladrillos. A las gotas de sangre que teñían la nieve de rojo oscuro, casi negro.

Una tarde aburrida y brumosa de aquel verano le pedí a Hassan que subiera a la montaña conmigo. Le dije que quería leerle un nuevo cuento que había escrito. Él estaba tendiendo la ropa en el patio y la precipitación con que terminó su tarea hizo que me percatara de su impaciencia.

Trepamos por la montaña hablando de tonterías. Me preguntó por la escuela, por lo que estaba aprendiendo, y yo le hablé de los profesores, sobre todo del malvado profesor de matemáticas que castigaba a los alumnos que hablaban colocándoles una vara plana de metal entre los dedos y luego apretándoselos. Hassan puso mala cara ante mis explicaciones y dijo que esperaba que yo nunca tuviera que pasar por esa experiencia. Yo le respondí que hasta aquel momento había tenido suerte, aunque yo sabía bien que la suerte no tenía nada que ver con aquello. Yo también hablaba en clase, pero mi padre era rico y conocido por todo el mundo, de modo que quedaba perdonado del tratamiento con la vara de metal.

Nos sentamos junto al muro del cementerio, a la sombra del granado. En cuestión de un mes o dos, la ladera quedaría alfombrada por hierbas amarillentas quemadas por el sol; sin embargo, aquel año las lluvias de primavera habían durado más de lo habitual, prolongándose hasta principios de verano, y la hierba seguía verde, salpicada por pequeños grupos de flores silvestres. Por debajo de donde nos encontrábamos, las casas blancas de tejado plano de Wazir Akbar Kan brillaban a la luz del sol. En los patios, las coladas colgadas en los tendederos bailaban como mariposas, animadas por la brisa del mar.

Habíamos cogido del árbol una docena de granadas. Saqué el libro que había elegido, lo abrí por la primera página y lo dejé en el suelo. Me puse en pie y cogí una granada madura que había caído del árbol.

—¿Qué harías si la lanzara contra ti? —le pregunté, jugueteando arriba y abajo con la fruta.

La sonrisa de Hassan se debilitó. Parecía mayor de lo que yo recordaba. No, no mayor de lo que recordaba, simplemente mayor. ¿Era posible? Su rostro bronceado aparecía surcado por líneas y su boca y sus ojos estaban rodeados de arrugas.

—¿Qué harías? —repetí.

Se quedó blanco. En el suelo, a su lado, la brisa levantaba las hojas grapadas con el cuento que había prometido leerle. Le lancé la granada al pecho y la pulpa roja explotó salpicándolo todo. El grito de Hassan estuvo cargado de sorpresa y dolor.

—¡Dame ahora a mí! —le grité. Hassan observó la mancha en su pecho y luego a mí—. ¡Levántate! ¡Dame!

Hassan se levantó, pero no hizo nada. Estaba aturdido, como alguien que se ve arrastrado hacia las profundidades del mar por una gran ola cuando, sólo unos momentos antes, se encontraba disfrutando de un agradable paseo por la playa.

Le lancé otra granada, al hombro esta vez. El jugo le salpicó en la cara.

—¡Dame a mí! —exclamé—. ¡Venga, dame, maldito seas!

Deseaba que lo hiciese. Deseaba que me diera el castigo que me merecía para así poder dormir por las noches. Tal vez entonces las cosas volvieran a ser como siempre habían sido entre nosotros. Pero Hassan no hizo nada, a pesar de que yo le daba una y otra vez.

—¡Eres un cobarde! —dije—. ¡No eres más que un condenado cobarde!

No sé cuántas veces le di. Lo único que sé es que, cuando finalmente paré, agotado y jadeante, Hassan estaba teñido de rojo como si le hubiera disparado un batallón. Caí de rodillas, cansado, acabado, frustrado.

Entonces Hassan cogió una granada y se acercó a mí, la abrió y se la aplastó contra la frente.

—Así —murmuró, mientras el jugo se deslizaba por su cara como la sangre—. ¿Estás satisfecho? ¿Te sientes mejor?

Y se volvió y descendió por la colina.

Dejé que las lágrimas rodaran libremente y me quedé allí, balanceándome sobre las rodillas.

—¿Qué voy a hacer contigo, Hassan? ¿Qué voy a hacer contigo?

En cuanto las lágrimas se secaron y me arrastré colina abajo, ya sabía la respuesta a esa pregunta.

Aquel verano de 1976, el último de paz y anonimato de Afganistán, cumplí trece años. La relación entre Baba y yo había vuelto a enfriarse. Creo que la causa fue el estúpido comentario sobre tener criados nuevos que hice el día que plantábamos tulipanes. Me arrepentía de haberlo dicho, de verdad, pero creo que, de cualquier modo, nuestro feliz y breve interludio habría llegado a su fin. Tal vez no tan pronto, pero habría llegado. Hacia finales de verano, los rasguños del cuchillo y el tenedor contra el plato habían sustituido a las charlas de la cena y Baba había retomado la costumbre de retirarse al despacho después de cenar. Y de cerrar la puerta. Yo había vuelto a manosear los versos de Hafez y Khayyam, a morderme las uñas hasta la cutícula y a escribir cuentos que guardaba amontonados debajo de la cama; por si acaso, aunque dudaba que Baba volviera a pedirme que se los leyera.

La consigna de Baba con respecto a las fiestas que organizaba en casa era la siguiente: o se invitaba a todo el mundo o no había fiesta. Recuerdo haber examinado más de una vez la lista de invitados una semana antes de mi fiesta de cumpleaños y no reconocer a las tres cuartas partes de los más de cuatrocientos
kakas y khalas
que iban a traerme regalos y a felicitarme por haber vivido hasta los trece. Después me di cuenta de que en realidad no venían por mí. Era mi cumpleaños, pero sabía quién era la verdadera estrella del espectáculo.

Durante días, la casa se vio invadida de gente que había contratado Baba. Estaba Salahuddin, el carnicero, que apareció remolcando un ternero y dos corderos y se negó a cobrar ninguno de los tres. Él, personalmente, sacrificó a los animales en el jardín a la sombra de un álamo. «La sangre es buena para el árbol», recuerdo que decía a medida que la hierba que rodeaba el álamo se empapaba de sangre. Hombres que yo no conocía trepaban a los robles con carretes de pequeñas bombillas y metros de cable. Otros preparaban docenas de mesas en el jardín y las cubrían luego con manteles. La noche anterior a la gran fiesta, un amigo de Baba, Del-Muhammad, propietario de un restaurante de
kabob
en Shar-e-nau, llegó a casa con un cargamento de especias. Igual que el carnicero, Del-Muhammad (Dello, como lo llamaba Baba) se negó a cobrar por sus servicios. Decía que Baba ya había hecho bastante por su familia. Fue Rahim Kan quien me contó al oído, mientras Dello adobaba la carne, que Baba le había prestado a Dello dinero para abrir el restaurante. Baba se había negado a recuperar el préstamo hasta el día en que Dello apareció en casa montado en un Benz e insistió en que no se iría hasta que Baba cogiera el dinero.

Me imagino que en muchos aspectos, al menos en los aspectos que se tienen en cuenta para juzgar una fiesta, mi
bash
de cumpleaños fue un éxito descomunal. Nunca había visto la casa tan llena. Invitados con copas en la mano charlaban por los pasillos, fumaban en las escaleras y se recostaban en los umbrales de las puertas. Se sentaban donde encontraban un rincón para hacerlo, en las mesas de la cocina, en el vestíbulo, incluso debajo de la escalera. En el jardín se confundían bajo el resplandor de las luces, azules, rojas y verdes, que centelleaban en los árboles. Sus caras se veían iluminadas por la luz de las lámparas de queroseno que había repartidas por todas partes. Baba había ordenado que se levantara en la terraza un escenario que dominaba todo el jardín y había sembrado el lugar de altavoces. Ahmad Zahir estaba allí, tocando el acordeón y cantando por encima de una masa de cuerpos danzantes.

Yo tuve que saludar personalmente a todos los invitados... Baba se encargó de ello. Nadie diría al día siguiente que su hijo no había aprendido modales. Besé centenares de mejillas, abracé a completos desconocidos y agradecí sus regalos. Me dolía la cara de tanto forzar aquella falsa sonrisa.

Me encontraba con Baba en el jardín cerca del bar cuando alguien dijo:

—Feliz cumpleaños, Amir.

Era Assef, con sus padres. El padre de Assef, Mahmood, era un hombre bajito y desmadejado, de piel oscura y cara pequeña. Su madre, Tanya, era una mujer menuda y nerviosa que sonreía y tenía muchos tics. Assef estaba entre los dos, sonriente. Los sobrepasaba a ambos en altura y les pasaba el brazo por encima de los hombros. Los condujo hasta nosotros, como si fuese él quien los había llevado allí. Como si él fuese el padre y ellos sus hijos. Me sacudió una sensación de vértigo. Baba les dio las gracias por su presencia.

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